Authors: Jens Lapidus
Radovan hizo una seña a la mujer con el carro de la comida.
Sirvió el plato principal.
Mrado lo supo entonces: le iban a dejar vivo.
En una nueva situación. Degradado.
Con deshonor.
Radovan dijo en tono normal:
—¿A que esta carne está fabulosamente tierna? Me la traen en avión directamente desde Bélgica.
Aparte del proyecto odio-hacia-Radovan-Kranjic, la vida de Jorge iba a tope. Ganaba un pastón. Se sentía a gusto con Abdulkarim, Fahdi, Petter y los demás hacia abajo en la cadena de ventas. Se había sentido a gusto con Mehmed y era una pena lo del tío; aún no estaba claro si la pasma podría acusarle. Se sentía a gusto incluso con el chico de Östermalm, JW. Pero el tío era raro. Parecía llevar una doble vida. Se movía en mundos separados. Tenía aires de superioridad. Al mismo tiempo, evidentemente ansioso por aprender de Jorge, preguntaba con honradez. Y, sobre todo, el chico tenía unas ganas bestiales de dinero sucio.
Simultáneamente, Jorge envidiaba la otra vida de JW: Stureplan. Jorge había ido de fiesta por ahí muchísimas veces. Había invitado a pibas a tomar champán a lo grande. Había untado a los porteros, se había saltado las colas. Había conseguido llevarse rollos a casa de lo que había en el mercado de carne.
Sin embargo faltaba algo. Veía a los chicos suecos. Por mucha pasta que gastara, no alcanzaba nunca su nivel. Jorge lo notaba. Cada patero de la ciudad lo notaba. Por mucho que lucharan, se pusieran cera en el pelo, compraran la ropa correcta, fueran honorables y llevaran cochazos, no formaban parte de ellos.
La humillación siempre estaba a la vuelta de la esquina. Se notaba en las reacciones de los dependientes, en los rodeos que daban las ancianas en las aceras y en las miradas de los maderos. Aparecía en los ojos de los porteros, las muecas de las tías, los gestos de los camareros. El mensaje, más claro que la política de segregación de la ciudad de Estocolmo; al final siempre eres sólo un patero.
JW, Abdulkarim y Fahdi estaban en Londres. Iban a organizar algo grande. La misión de Jorge en casa era mantener todo en orden. Encargarse de poner en marcha el cargamento de primera que había introducido Silvia. Sin problema, se vendería como helados Magnum en un día de calor.
Jorge se había procurado un piso en Helenelund. La proximidad de su antiguo barrio le hacía bien. Se lo realquiló a un contacto de Abdulkarim. Decorado con bienes de consumo: televisión de pantalla plana de cuarenta y dos pulgadas, DVD/vídeo, estéreo, X-box, portátil.
Le encantaba la vida del nuevo Jorge. Jorge, el mestizo con marcha al andar.
Le encantaban sus nuevos amigos. Costumbres. Los hermosos fajos de billetes.
Le corroía: el odio.
Tres días antes se había visto con Nadja, la puta. Aún quedaban preguntas. ¿Quién era ese tío gigantesco y cómo podía ayudar a Jorge? ¿Quiénes eran los tíos que había nombrado: Jonas y Karl, alias
Yate Karl
? ¿Cómo podría colarse en el tema de las putas de Radovan?
Estaba estresado. No había conseguido nada. Había dejado de vigilar desde el coche la casa de Radovan porque no tenía sentido. Quizá debería planteárselo de otra forma. Centrarse en la información sobre la actividad de venta de Radovan. Pero no. Era una amenaza demasiado grande contra el propio Jorge y las personas que quería.
La pista de las putas era mejor. Además, el trabajo para Abdulkarim le ocupaba cada vez más tiempo. Había que reemplazar a Mehmed. Había que reclutar chicos nuevos. Las ideas de Jorge: quizá su primo, Sergio. Quizá Eddie. Quizá su colega, Rolando, cuando saliera de Österåker. Sergio era un héroe que había ayudado a Jorge a salir de Österåker. Hasta la fecha le había recompensado con unos insignificantes billetes de mil. Debería ser mejor pagado. Jorge quería ofrecerle participar en las ganancias de la farla. Y a Eddie, lo mismo. Y a Rolando; el tío le había enseñado a J-boy una pasada sobre coca. Debería serle rentable.
Había llamado a la madame al menos veinte veces en los últimos días. Quería pedir hora con Nadja. Verla otra vez. No necesitaba ningún paseo. Sólo necesitaba hacerle unas preguntas más durante diez minutos. Y algo más: quizá que volviera a hacerle una mamada. Pensó: No, resultó raro incluso antes de conocerla. Quería verla por otro motivo.
Al final, Jorge dio con la madame. Él repitió el alias que le habían asignado la primera vez que fue. Ella le dio el visto bueno. Podía ir esa misma noche.
Cogió el metro para ir a Hallonbergen.
Llovía. Hacía más calor. Olía a puesto de
grill
callejero Sibylla. La última vez, Jorge había venido en coche, pero ésta el rey de los mapas había mirado las Páginas Amarillas. Había memorizado. Lo habría encontrado con los ojos cerrados.
La casa roja de pasillos abiertos con soportales de un tono más marrón tenía un reflejo rosado a la luz del atardecer.
Marcó el código de apertura del portal. Subió en el ascensor. Salió al pasillo. Llamó a la puerta. Oscuridad en la mirilla: el ojo de alguien en el otro lado. Dijo su alias en voz alta.
Abrió la puerta el hombre con el que habló Fahdi la última vez que había estado. La misma ropa. Sudadera con capucha y americana encima.
Jorge volvió a dar su alias. Le dejaron pasar.
Preguntó por Nadja.
La misma música en la sala de espera. Tenían una imaginación deficiente.
El hombre sólo asintió y guió a Jorge a la habitación. Abrió la puerta. Le dejó entrar.
La misma cama. Igual de mal hecha que la última vez que había estado ahí. El mismo sillón. El mismo estor.
En la cama: otra puta.
Jorge se quedó en el umbral, se volvió. El tío ya no estaba detrás de él.
Miró a la chica de la cama. También era guapa. Más pecho que Nadja. Falda mini. Top muy escotado. Medias de rejilla.
—Quería a otra. Nadja.
La chica contestó en un sueco medio comprensible:
—Yo no comprende.
Jorge dijo en inglés:
—Quiero ver a Nadja.
Quizá fue instintivo. Jorge no era cualquiera, al fin y al cabo era un fugitivo, siempre totalmente atento. En circunstancias normales, la tensión al máximo por los cabrones de la pasma. Pero también por Radovan.
Se dio la vuelta sin entrar. Salió corriendo a través de la sala de espera. Oyó gritar su alias al hombre de la sudadera con capucha y la americana encima. No se giró. Jorge ya había abierto la puerta. Corrió por el pasillo. Escaleras abajo. Fuera. Lejos.
Jorge nunca había visto una expresión tan desencajada como cuando la chica nueva en la habitación de Nadja comprendió por quién preguntaba. Evidentemente, el nombre de Nadja era lo mismo que el pánico.
Algo no iba bien.
Algo iba asquerosamente mal.
El día siguiente. Jorge sentado en el retrete, aguas mayores. Llamada entrante en el móvil; número desconocido. En sí no era inusual en el móvil de Jorge. Los que llamaban ocultaban sus números con frecuencia. Se decidió a contestar pese a lo embarazoso de la situación.
—Hola, me llamo Sophie y soy la novia de JW.
Jorge sorprendido a tope. JW le había hablado de Sophie. Pero ¿por qué le llamaba? ¿Y cómo había conseguido Sophie su número con las estrictas órdenes de Abdulkarim de no dar el número a desconocidos?
—Ah, hola. He oído hablar mucho de ti.
Ella se rió.
—¿Qué has oído?
—Lo mucho que sueña él con formar una familia contigo.
Un corto silencio en el otro lado. Ella no había entendido la broma.
—Verás, JW está en Londres, así que esto quizá te parezca un poco raro, pero me preguntaba si querrías quedar. Tomar un café o algo así.
—¿Sin JW?
—Sí, mejor. Quiero conoceros, a sus otros amigos. Pero es tan cerrado... Ya sabes cómo es, no habla de algunas cosas.
Jorge sabía a lo que se refería. JW llevaba un doble juego.
—Vale, podemos quedar algún día antes de que vuelva JW. No tiene nada de raro.
El instinto de Jorge decía: No. Pero la curiosidad: En realidad, ¿por qué no? El también estaba interesado en saber más sobre JW. Quizá tener algún día la oportunidad de acompañarle en su otro mundo.
—Creo que vuelve dentro de cuatro días. ¿Nos vemos esta noche?
Así lo acordaron. Sophie parecía satisfecha.
Él siguió sentado, acabó con lo suyo.
Pensó. Tenía que ser cuidadoso. Había algo raro en la desaparición de Nadja. Algo raro en el comportamiento del hombre de la sudadera con capucha. Sabían que quería ver a Nadja. ¿Por qué no le habían dicho que no estaba? La cuestión más importante: ¿Dónde estaba? Y ahora: de repente llamaba la chica de JW. ¿Había alguna relación?
Conclusión: no correr riesgos con Sophie. Podía ser un marrón.
Por la noche cogió el tren de cercanías para ir a T-Centralen. Jorge aún no tenía coche. La prioridad cuando el proyecto Rado estuviera resuelto: comprar un buen coche.
Iba a ver a quien aseguraba llamarse Sophie. Fue andando desde T-Centralen. No había nieve en las calles.
Jorge recordó su permiso vigilado de Österåker, cuando iba andando justo por ahí. Un día caluroso de agosto. Tres monos en fila. Si hubieran sabido para lo que tenía pensado usar las zapatillas Asics... Pringados.
Giró a la derecha por Birger Jarlsgatan. Los luminosos de neón que había sobre Sturegallerian parpadeaban. El logotipo de Nokia multiplicado.
A diez metros de Café Alberts paró a un tío joven. La gorra ladeada. Un macarra en territorio equivocado. Le ofreció cien coronas por un favor.
El tío entró en Alberts.
Salió un minuto después.
Un minuto más.
Salió Sophie.
Jorge la miró fijamente. Sophie: la tía más maciza que había visto. El sex-appeal personificado. Bufanda de punto negra colocada con desenfado. Cazadora negra de cuero estrecha de tipo motociclista, sin refuerzos en los codos ni los hombros. Vaqueros estrechos.
Sabía que JW pegaba en Stureplan. Pero esto:
abbou,
menudo pibón.
Sophie le miró inquisitiva.
Totalmente claro que estaba sola. Jorge, satisfecho. Se sentía más seguro. Sonrió.
Se saludaron. Ella sugirió Sturehof. No había problema para entrar. El motivo, evidente: Sophie siempre entraba.
Pasaron junto a la zona de restaurante y entraron en la de bar.
Jorge pidió una cerveza para él y una copa de vino tinto para Sophie.
—Bueno, Sophie, me alegro de conocerte. Perdona si me he comportado raro en la puerta de Alberts. A veces me pongo un poco de los nervios.
Ella ladeó la cabeza. Jorge pensó: ¿entendía por qué no había querido entrar en un sitio que había sugerido ella?
—¿Es que no te gusta Alberts?
—Alberts no tiene nada de malo, pero hay mucho ruido.
—¿Y te parece que aquí no?
—Sólo estoy de broma. —Jorge cuidadoso. Pronunció la palabra «broma» lo menos patero que pudo. El sonido de la
sk
pronunciado en la parte delantera de la boca. Nada de sonidos de Rinkeby.
Dejaron ese tema. Sophie empezó a interrogarle. ¿A qué se dedicaba? ¿Cuánto tiempo hacía que conocía a JW? Entre las respuestas, él hacía preguntas de comprobación. Quería estar seguro de que Sophie era quien decía ser. Parecía estar limpia.
La sensación de Jorge: Sophie genuinamente interesada por la vida de JW. Pero también algo más: ella entrevistaba. Profundizaba. Quería saber cosas que Jorge no estaba seguro de que JW quisiera que ella supiese. No estaba tampoco seguro de que Abdulkarim lo aprobara. Independientemente de lo buena que estaba.
Se contuvo. Contó que él y JW solían ir en plan tranquilo. Ver vídeos. Jugar con videojuegos. Tomar cerveza. Jugar al fútbol. Salir de fiesta a veces. Pero nada del negocio de la farlopa.
—De fiesta —preguntó Sophie—. ¿Por dónde?
Jorge sin una buena respuesta. Masculló algo sobre un bar en Helenelund.
Sophie preguntó:
—¿Os metéis algún tirito de vez en cuando?
Jorge dio un sorbo de cerveza, pensó en lo que iba a contestar. Se arriesgó:
—Alguna vez. ¿Y tú?
Ella guiñó un ojo.
—Alguna vez. En ocasiones me pregunto si JW no se mete de vez en cuando alguno de más.
—No creo. Controla mogollón. Es un tío con estilo. Con clase: ¿sabes? Él me enseña sobre vuestro mundo. —Jorge sorprendido de sí mismo. Se había abierto a un extraño.
Sophie se abrió a su vez, le contó sus pensamientos. Que últimamente JW estaba perdido. Estudiaba peor. Tenía un ritmo de sueño raro. Dormía fatal. Quería conocer a JW para poder ayudarle.
Jorge escuchaba. Comprendió la razón de que ella quisiera quedar con él.
Pasó el tiempo. Charlaron de otras cosas: películas, los garitos de Stureplan, los estudios de Sophie, el estilo de vestir de JW, la familia de Jorge.
Una combinación extraña: el fugitivo mestizo de palo, el rey de la farla del extrarradio, junto a la pija más guapa de toda la ciudad.
Aún más extraño: se lo estaban pasando bien.
Dieron las doce. Llevaban tres horas sentados hablando.
Con posterioridad Jorge pensó: La casualidad teje juegos extraños. Conoces a alguien por primera vez en tu vida. Al día siguiente ves a la misma persona otra vez. Oyes una palabra que nunca has oído antes. Unas horas después se utiliza precisamente esa palabra por segunda vez. O alguien que conoces resulta ser familiar cercano de alguien conocido y nunca se había comentado. O precisamente cuando estás pensando en alguien esa persona se sube en el metro. ¿Cuáles son las posibilidades? Sin embargo, sucede.
O quizá no sea la casualidad. Quizá la existencia se encuentra en una red tupida de coincidencias. Pedazos de información. Unidos, enlazados entre sí por lo que llamamos casualidad.
Jorge lo simplificaba. Su único credo:
cash is king
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.
Sin embargo, no podía evitar pensar: lo que acababa, de pasar en Sturehof debía de haber sido una pura casualidad.
O no.
Un grupo de chicos pasó a su lado. Chaquetas, camisas con el cuello desabrochado. Vaqueros rectos. Gemelos. Relojes caros. Hebillas anchas de cinturones con la forma de los monogramas de las marcas de lujo.
Sobre todo: pelo engominado hacia atrás.
Los chicos de oro de Stureplan.
Sophie se levantó. Los abrazó y besó en la mejilla uno a uno. Se rió de sus bromas.
Según Jorge: era evidente que fingía estar exageradamente contenta de verlos.