Después de la crisis volvió otra vez la tranquilidad y no aparecía orden de detención alguna en ninguna parte. Toda esa historia se la había inventado Álvarez del Vayo para intimidar al Encargado de Negocios de Noruega. ¡Verdad es que lo consiguió!
A mediados de junio estaba yo otra vez en Valencia para continuar las negociaciones relativas a la evacuación con el nuevo Gobierno, aparentemente más abordable. Allí fue donde el Encargado de Negocios de Noruega me presentó a un señor que acababa de llegar y a quien el Gobierno de Noruega había enviado para relevarme en la dirección de la Legación de Madrid. Al mismo tiempo se me reveló que el Gobierno noruego no podía ya garantizarme la vida y que yo tendría que procurar acogerme a la evacuación organizada por alguna Legación.
Resolví quedarme todavía unas semanas en Madrid, sobre todo para ocuparme, totalmente, hasta el final de los preparativos del transporte de los acogidos al derecho de asilo. Se obtuvo al efecto, en Valencia, la conformidad por escrito, del Gobierno. Los hombres en edad militar, entre los dieciocho y los cuarenta y cinco años, quedaban sin embargo excluidos. Se confeccionaron las voluminosas listas personales de los acogidos, de quienes se trataba y se pasaron al Gobierno. A principios de julio, habían llegado a su fin dichos preparativos.
Por esos días, llegó a Madrid, por vez primera, una orden de detención contra mí, dirigida a la Policía de Madrid, y procedente del Ministerio de Estado. Se fundaba en las fotocopias de una carta enviada por mí a finales de mayo a una Compañía de Seguros extranjera por mediación del enlace diplomático de un estado europeo. En ella explicaba yo que en las circunstancias reinantes no iba a poder pagar la prima y pedía que se la cobraran a cuenta del importe del seguro. Tal era la «conspiración», que después se inventaron, «contra el Gobierno rojo». El pretexto era tan ridículo que el Jefe de la Policía de Madrid, a cuyo criterio hayan dejado la ejecución de la orden la Dirección General de Valencia, se negó a continuar y devolvió el expediente a Valencia.
En vista de todo lo dicho mandaba la cordura no exponerme a más persecuciones. Podía emprender viaje con la conciencia tranquila; la evacuación estaba tan adelantada que podría quedar realizada dentro de los dos o tres próximos meses y en el almacén de la Legación había víveres para tres meses con destino a las 800 personas acogidas.
En la noche del 7 al 8 de julio de 1937 nos dirigimos a Valencia en el coche de otra Legación. Un secretario se encargó de pasar el equipaje por la aduana y nosotros, mi mujer y yo, nos fuimos directamente al vapor del Gobierno francés tan pronto como éste efectuó su llegada. Hacía mucho calor y el vapor se hallaba junto al muelle detrás de verdaderas montañas de patatas nuevas que se estaban pudriendo y exhalaban un hedor insoportable. Tales patatas estaban destinadas a la exportación, privando de ellas a la población hambrienta, y aquí se estaban echando a perder gracias a los «buenos oficios» de la burocracia roja.
En ese vapor tenían que embarcarse cientos de refugiados, sin embargo estos no llegaban porque la pesadez de los trámites aduaneros y de los relacionados con los pasaportes, los retenían en el despacho de aduana situado a unos cien metros de distancia.
De repente, cuando ya llevábamos varias horas a bordo, me mandó llamar el Capitán. Allí me esperaban dos miembros de la Policía secreta, al mando del guardia que tenía asignada la custodia del Encargado de Negocios noruego y que acostumbraba a acompañarle en todos sus pasos. Estaba, asimismo, presente el Cónsul de Francia. El capitán, dijo que los policías venían con orden del Gobierno, de hacerme desembarcar, porque me tenían que llevar a la Comisaría de Policía con el fin de estampar el sello de salida en mi pasaporte. Yo repliqué que mi pasaporte diplomático noruego provisto de un visado diplomático francés no necesitaba estampilla de ninguna clase de la Policía española, como muy bien tenía que saberlo el Cónsul de Francia. Toda esa historia no era más que un burdo pretexto para apoderarse de mí y poderme arrastrar de la Comisaría a la cárcel. Yo esperaba que los funcionarios franceses, al pisar como estábamos pisando, suelo francés, impedirían tal atropello. Tanto el Cónsul como el Capitán se pusieron, sin embargo, a dar voces, muy excitados, diciendo que no podían permitir que se les creara dificultades con el Gobierno; los policías comunicaron que el Gobierno no dejaría que embarcara la gente, ni que zarpara el buque, si no se me obligaba a volver a tierra. Con gritos y ademanes muy excitados, exigían ambos que yo abandonara el buque con mi mujer.
En ese preciso momento vi el auto de un colega, Encargado de Negocios de un Estado centroeuropeo, que entraba en el muelle. Llegaba, con documentos importantes, de Madrid. Le llamé desde el vapor y le dije que me estaban obligando a salir del buque y que me ponía bajo su protección.
Abajo, junto a la pasarela, había toda una serie de miembros de la policía secreta con un coche. Pero yo me monté con mi mujer en el coche diplomático de mi colega. En cuanto a nuestro equipaje, los policías lo colocaron en su coche policial. En los estribos del coche diplomático se montaron cuatro policías, entre ellos el policía personal del Encargado de Negocios noruego, que continuaba desempeñando el papel de protagonista. Exigían que fuéramos a la Comisaría de policía. Yo me negué a ello y ordené que me llevaran al Consulado de Noruega a ver al Encargado de Negocios. El joven policía personal pretendía que éste no me quería ver, e intentaba convencer al chófer de que condujera por donde le indicara. Mi colega, entonces, indicó a su conductor que parara junto al Consulado de Noruega y subió con mi pasaporte para pedirle al Encargado de Negocios, que interviniera. Gracias a la enérgica actuación de mi amigo diplomático, apareció, por fin, y trató el asunto con los policías. Éstos tuvieron que conformarse y reconocer el pasaporte diplomático, pero exigieron que les dejaran examinar de nuevo mi equipaje, esperando encontrar en él algún pretexto para detenerme. Practicaron tal registro exhaustivo en presencia de ambos colegas. Los policías vieron frustradas sus esperanzas, no había asidero posible que sirviera de pretexto y, rechinando los dientes, tuvieron que dejarnos de nuevo en el vapor. Entretanto ya habían embarcado y quedaban «estibados» seiscientos cincuenta «fugitivos».
Mi mujer me había acompañado con serenidad y valentía en este arriesgado trance y durante el registro al equipaje, había sabido hablar a esos hombres, apelando de modo tan conmovedor a su conciencia, que el cabecilla de ellos terminó pidiéndome, cuando todavía estaba a bordo de vapor, que le permitiera despedirse de ella, lo cual hizo, pidiéndole disculpas y besándole la mano.
Pasados unos días, los policías aseguraron a uno de mis compañeros diplomáticos que, si hubieran podido apoderarse de mí, «no hubiera durado ni cinco minutos». Se trataba de la misma brigada «de servicio especial» que había asesinado al belga Borchgrave.
Al empezar a oscurecer, el barco abandonó finalmente Valencia; vimos, sin lamentarnos, como desaparecía en el crepúsculo.
Finalizaba para nosotros la pesadilla roja.