Una actividad que emprendimos, interesados en mantener la buena fama del Cuerpo Diplomático ante el pueblo español, consistía en visitar los hospitales de campaña. Acompañados la mayoría de las veces por el Delegado del Comité internacional de la Cruz Roja y por el Encargado de Negocios argentino, señor Pérez Quesada, visitamos el magnífico hospital de la Cruz Roja en Madrid (que se tuvo que acaba de abandonar en diciembre de 1936 por quedar ya en zona de combate), así como el hotel Palace, convertido en gran hospital de campaña.
Allí fue famoso un herido, apodado «el Negus» por tener una larga barba negra. Era de profesión maestro en una escuela pública de Santander, hombre inteligente, enérgico y valeroso que pronto llegó a tener el mando de una compañía. En la toma de Carabanchel por los nacionales, localidad del extrarradio de Madrid, tenía a su cargo una posición importante. Se quejaba amargamente, por cierto, de que nunca conseguía mantener debidamente en la brecha a sus milicianos. Un día, al ver venir un tanque, se le escaparon todos; se quedó él solo en la trinchera y disparó valientemente, pero el tanque pasó por encima y siguió su camino. Quedó en tierra, gravemente herido. Sin embargo cuando los nacionales se retiraron, se le pudo poner a salvo, y aunque quedó completamente deshecho, una vez ingresado en el hospital envuelto en vendajes y mediante un tratamiento pudo salvar la vida. Nosotros tuvimos oportunidad de conocerle muy recuperado y nos fotografiaron junto a él, en puesto de curas próximo al frente, aunque situado ya entre las casas de Madrid. Ésas fotos se publicaban en revistas ilustradas, lo cual causaba buena impresión entre el pueblo, que con ello veían que no sólo nos preocupábamos de los «fascistas».
Sobre tan singular personaje supimos, después, que seguía soñando con nuevas heroicidades, hasta que se fue otra vez al frente, donde cayó, según parece, habiéndole dejado en la estacada sus propios compañeros de milicias. Visitamos sistemáticamente otros centros sanitarios de guerra y también uno, exclusivamente reservado a los «internacionales», en el que había tipos interesantes con heridas graves en piernas, brazos, cabeza. Pero no se podía evitar la impresión de que esos extranjeros (hablábamos con polacos, húngaros, belgas, y alemanes), no eran como los milicianos españoles, gente del pueblo, sino que más bien formaban parte de la «Internacional comunista» de sus propios países.
En el transcurso del mes de noviembre de 1936, las cargas de la artillería y de la aviación, sobre Madrid era ya muy sensibles y se habían cobrado muchas víctimas entre la población civil.
Desde nuestra casa, situada en alto, divisábamos todo Madrid. Apenas se pasaba un día sin que aparecieran aviones y, unas veces en un extremo de Madrid y otras en otro, surgían oscuras columnas de humo que nos anunciaban el bombardeo de sectores del frente, incluso cuando, a causa de la distancia, el ruido se oía muy poco. A veces, sin embargo, también se ponía la cosa peor y parecía más peligroso por el ruido que por lo que la vista apreciaba. Siempre aparecían los pequeños aviones de combate rusos a los que el pueblo llamaba «ratas». Eran extraordinariamente rápidos y hacían un ruido tremendo. Cuando se lanzaban, bastante bajos, muy rápidos sobre las casas, era angustioso el estruendo del motor, que llegaba a la velocidad del trueno, y de la misma manera volvía a desaparecer. Con frecuencia, asistíamos a grandes combates aéreos en los que los grandes bombarderos nacionales que volaban muy majestuosamente a gran altura eran atacados por los «ratas». También veíamos caer alguna vez, estos pequeños aparatos, probablemente abatidos por los grandes bombarderos.
La población de Madrid huía al principio al oír el aullido de las sirenas, con el que los aviones se anunciaban. Pero pronto se habituaron, y terminaron por no preocuparse y cuando aparecían aviones en el cielo, el público de Madrid se congregaba en la calle para verlo. En cuanto a los disparos de artillería, la gente hacía exactamente igual, tan pronto se habituaron a su estampido. Un blanco por el que sentían especial predilección los artilleros nacionales era el edificio de la Compañía Telefónica que se estrechaba hacia arriba como una torre y era la construcción más alta de Madrid, situada además en un lugar elevado de la ciudad. Era especialmente adecuada para la observación de los alrededores, que circundaba todas las líneas del cerco de Madrid. Los pisos más altos de la misma se habían reservado para uso de oficiales rusos. Muchos impactos sumaba ya este edificio por ser un objetivo preferente de la artillería nacional, pero a pesar de todo, en julio de 1937, estaba todavía en servicio, perfectamente utilizable, situado en La Gran Vía, avenida nueva de importante categoría que se fue construyendo en estos últimos quince años en el lugar que ocupaba una parte del viejo Madrid. El tráfico es allí siempre considerable, incluso en estos tiempos. Mientras que antes circulaban por allí los autos de lujo de los ricos, ahora se veía una masa humana variopinta y descuidada, de a pie, pero también muchos coches circulando con milicianos que, en no pocos casos, paseaban a sus «damas» (pero eso si con otro desenlace diferente del «paseo» por ellos inventado) o se paraban ante los bares de lujo donde antes bebían sus «cócteles» los famosos «señoritos», cosa que, con sorprendente rapidez y fidelidad, aprendieron de ellos los jóvenes bolcheviques.
Cuando impactaron las primeras granadas sobre la fachada de la Telefónica, mucha gente corría, aunque no para ponerse a salvo sino, al contrario, sólo para curiosear desde la acera de enfrente, desde donde podían observar la precisión de los impactos… pero, como, es sabido, también caían granadas por otros sitios y cuando esto ocurría había que lamentar muertos y heridos, cuyos conciudadanos los rodeaban y se compadecían, ayudando también a retirarlos.
Desde la céntrica plaza de Cibeles, sube la calle Alcalá, arteria principal de la ciudad hacia la Puerta del Sol. Tanto ésta, como la calle de Alcalá, eran con frecuencia objeto de disparos. Desde la plaza de Cibeles se domina con la vista dicha calle hasta arriba. En la misma se juntan muchos tranvías. Yo mismo pude ver desde mi coche, al llegar una mañana a la plaza de Cibeles, la calle Alcalá batida por la artillería, y observé cómo calle arriba circulaban, como de costumbre, las dos vías de tranvías y algún automóvil que subían y bajaban, apaciblemente, mientras que, a sus ambos lados, explotaban las granadas. No cabe sino admirar el estoicismo o quizá el fatalismo moruno de los pobladores de Madrid, que ya hacía mucho tiempo estaban aguantando toda clase de riesgos pero que, a pesar de la recomendación que hacían las autoridades para abandonar Madrid y de que el Gobierno incluso adoptaba medidas coercitivas para obligarles a ello, no estaban dispuestos a dejarse sacar de sus casas.
Ya en octubre de 1936, fijó el general Franco una zona neutral dentro de cuyos límites no se podía efectuar ningún bombardeo, siempre y cuando la misma no albergara instalación militar de ninguna clase. Se trataba precisamente de la zona del mejor barrio residencial al este de Madrid. El Gobierno de Largo Caballero no se comprometió a nada, pero, sospechando que dicha zona se preservaba ya en consideración al sector de población, perteneciente a los mejores niveles de la sociedad, que allí habitaban, se dedicó, inmediatamente, a trasladar allí oficinas, cuarteles improvisados y toda clase de comités y establecimientos militares.
Con ello, tampoco salía ganando la masa de población civil. El Comité Internacional de la Cruz Roja propuso, en consecuencia, el veinte de noviembre de 1936, en un telegrama a Miaja, que se reuniera a la población no combatiente de Madrid en un sector de la ciudad para evitar bajas. Caprichosos son los dos telegramas de respuesta, el de Largo Caballero y el de Álvarez del Vayo, los cuales, cada uno por su lado, encontraron una excusa basada en la misma mendacidad. No hay que olvidar que Madrid ya estaba equipado como una fortaleza, con instalaciones defensivas, que casi la mitad de su perímetro era ya frente inmediato y que estaba repleto de material de guerra, de milicias y de Brigadas Internacionales, que tenían ocupados todo los edificios de mayor tamaño, en los mejores barrios.
Largo Caballero telegrafió lo siguiente: «En respuesta al telegrama de ayer en el que me comunicaban haber telegrafiado a Miaja acerca de la conveniencia de que la población no combatiente quede concentrada en un sector determinado de Madrid, declaro que el ejército combatiente sólo está en los frentes de combate, de modo que, desde un punto de vista humanitario, toda la población ha de considerarse como no combatiente. La propuesta de que el sector de los ciudadanos que no participan en la lucha armada se concentren en un lugar determinado, es inadmisible por las razones aducidas. Cordialmente le saluda, Largo Caballero».
Álvarez del Vayo por su parte, vertía en su telegrama todo su veneno y no se avergonzaba de manifestar a la Cruz Roja Internacional, neutral, pero informada, las mismas mentiras acerca del intachable modo de pensar del Gobierno de la República, que él repetidamente ponía sobre el tapete en la Sociedad de Naciones:
«En respuesta a su telegrama sobre la iniciativa de la Cruz Roja Internacional acerca de la creación de una zona neutral en Madrid, el Gobierno de la República que, contrariamente a los rebeldes de Burgos, no representa intereses de clase y se responsabiliza de la seguridad y vida de todos los madrileños, rechaza la idea de crear una zona neutral en Madrid por la que se podría proporcionar seguridad a cierto número de personas, en los bombardeos aéreos que aviadores fascistas extranjeros emprenden sobre la ciudad abierta, lo que constituye un crimen, no atenuado por el hecho de intentar encauzar las consecuencias de dichos ataques. El establecimiento de una zona neutral significaría que el Gobierno de la República se prestaría a legalizar el bombardeo del resto de la ciudad, no incluido en esa zona y con ello exponer a la destrucción los barrios populares y obreros. Pues hay que contar con que los rebeldes, furiosos por su manifiesta incapacidad para conquistar la capital de España, se dejen llevar por tales atentados, contrarios al derecho de gentes, que indignan a toda la humanidad civilizada. Álvarez del Vayo».
El Gobierno Rojo imposibilitaba la clara distinción que, tanto Franco en su propuesta como también la Cruz Roja Internacional, pretendían establecer entre el Frente constituido por el Madrid en lucha, de una parte, y de la otra la masa de la población civil. Y eso lo hacía, como tantas veces, porque pretendía utilizar a la población civil a modo de escudo de sus militares.
Esa culpabilidad propia, en cuanto al sacrificio de mujeres y niños no les impedía utilizar a esas mismas víctimas como cartel de propaganda ante el mundo. Un colega mío en Madrid se expresó indignado frente a mí, diciendo que él mismo había visto en aquellos días de la lucha por los suburbios de Madrid, niños muertos en uno de ellos. Yo le pregunté: «¿Quién les causó la muerte?» «Las bombas de la Aviación». A lo que repliqué: «Y ¿de quién es la culpa de que haya niños en el campo de batalla? Ese pueblo es campo de batalla, desde hace varios días. Si no pusieron a tiempo a la población civil en lugar seguro, toda la culpa será del Gobierno que no cumplió con su obligación». Ya que lo que no se puede pensar es que se intente impedir a las tropas nacionales la toma de Madrid, a base de ponerles niños delante y de acusarles luego de inhumanos por la muerte de los mismos. Aquel diplomático no tuvo más remedio que darme la razón.
En mis frecuentes visitas a Valencia durante la primavera de 1937, me encontraba con muchas cosas interesantes que observar. La misma carretera suscitaba interés. La comunicación por tren ya no existía, había que hacer el viaje en coche. Unos 400 km, contando con el desvío que había que tomar a causa del corte de la calzada directa. La carretera daba un rodeo, trazando una curva que se dirigía al norte, en torno al punto de interrupción, por detrás del frente y a lo largo de este. En los pueblos siempre había cosas que observar, de carácter militar. Interesante era también, de por sí, el tráfico en la carretera, aunque no fuera más que por ser ésta la única arteria de tráfico rodado que quedaba aún para dirigirse a Madrid.
Contábamos los camiones que con provisiones o con gasolina, iban para Madrid y observábamos los coches que transportaban personas, tanto los que adelantábamos con dirección a Madrid, como los que nos adelantaban a nosotros. Con frecuencia también rebasamos columnas militares. Una vez nos tocó una larga columna de camiones que llevaba esta descripción: «1
er
Régiment de Train», y luego otra: «Second escadron». Los jóvenes que iban en esos vehículos, llevaban cascos de acero, que a mí me pareció reconocer como procedentes de otra guerra y, entre ellos, hablaban francés. Nada diremos de los tanques rusos que con frecuencia avanzaban rechinando, con sus largos cañones móviles y giratorios encima, ni de las Brigadas Internacionales que iban carretera adelante, también con cascos de acero y hablando «esperanto», es decir, mezclando todas las lenguas. Lo que apenas veíamos eran españoles, solamente los había en los muchos puestos de control, y en las gasolineras del camino. Estas tenían la particularidad de que en ellas no había gasolina; es decir, que aquellas que sí la tenían, sólo se la daban a vehículos de guerra y con justificante expedido por el Ministerio de la Guerra, en las gasolineras destinadas al consumo general no se conseguía casi nunca nada.
Entre Madrid y Valencia había nueve puestos de control donde tenían que detenerse los coches y donde examinaban a fondo los papeles. En contraste con ello, en la España nacional, como tuve después ocasión de comprobar, se podían hacer cientos de kilómetros conduciendo, sin tener que someterse a un solo control. Dato éste verdaderamente sintomático, que muestra cuanta más desconfianza y afán inquisitorial había en la España «roja» en contraste con la «blanca». De ello se puede sin dificultad sacar la conclusión de que todo lo dicho venía condicionado por la actitud de la población, ante cada uno de los dos sistemas.
Si por el camino habíamos visto fuerzas combatientes internacionales rojas, ahora, en Valencia nos tocaba ver alemanes. Con el calor que hacía en Mayo, resultaba muy agradable salir, conduciendo a primera hora de la tarde, a esas playas mediterráneas y tomarse allí en alguno de los «merenderos» el inigualable plato nacional valenciano denominado «paella», arroz con pescado y marisco, o arroz con pollo. Aquello estaba siempre lleno hasta los topes, hasta el punto de que, a veces, había que esperar una hora entera hasta conseguir mesa. Se veían casi siempre sobre todo milicianos y sus oficiales, y además gente de pueblo, poco lavada, es decir perfumada pero no bien oliente, que parecía tener el dinero a espuertas.