Diplomático en el Madrid rojo (9 page)

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Authors: Félix Schlayer

Tags: #Histórico, otros

BOOK: Diplomático en el Madrid rojo
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Inglaterra interviene.

La orgía de las detenciones seguía su curso y los tribunales secretos, sin ninguna clase de control o intervención estatal, iban creciendo en número y en actividad de día en día, con su secuela de asesinatos. Poco a poco, se iban conociendo numerosas «checas» como las llamaban los españoles. En calidad de jueces actuaban, en parte, golfillos de dieciocho a veinte años.

Entonces fue cuando una primera catástrofe carcelaria provocó una protesta extranjera. La descripción siguiente está fundamentada en el informe de un testigo de vista de toda confianza y, a vez, interesado en los hechos.

El 22 de agosto de 1936 una «tropa» de delincuentes comunes, vestidos de milicianos, irrumpió en la cárcel Modelo, con el pretexto de efectuar un registro en busca de armas; despojaron a cada uno los presos de todos sus objetos de valor, relojes, anillos de casados, plumas estilográficas, así como de recibos que tuvieran por cantidades de dinero depositadas y se llevaron todo ello, metido en sacos. En las oficinas del establecimiento, se apropiaron asimismo inmediatamente de todas las cantidades de dinero existentes y quemaron los libros para evitar cualquier reclamación posible por parte de los despojados. Dado que estos sumaban más de cuatro mil, puede uno hacerse una idea del brillante éxito de la «meritísima operación anticapitalista».

Después de efectuado el «registro», sacaron a los presos, por la tarde a los patios del establecimiento penitenciario, en lugar de hacerlo, como habitualmente lo hacían, por la mañana. No habían recibido todavía en ese día alimento alguno. De repente, surgió un incendio en la leñera de la cárcel, prendido intencionadamente por los milicianos antes mencionados ya que lo habían dejado preparado desde hacía varios días. La finalidad perseguida era, en primer lugar, que al amparo de la confusión surgida, pudieran escapar los presos comunes, cosa que, por supuesto hicieron. Al parecer, contaban asimismo con que también los presos políticos intentarían escapar, para lo que habían previsto que fuera hubiera estacionados grupos armados que inmediatamente dispararan sobre ellos. Querían exterminarlos en masa e inmediatamente. Fuera, se había congregado una gran cantidad de gente que saludaba con entusiasmo amistoso la salida de los presos comunes y lanzaba amenazas salvajes contra los «fascistas». Pocos serían entre ellos los que sabían a qué correspondía esa expresión.

De repente, los presos, que se hallaban concentrados en los cinco patios del establecimiento, y miraban con preocupación al fuego, que avanzaba muy rápidamente en torno a ellos, fueron objeto de un tiroteo, procedente de los tejados y balcones de las casas circundantes y del tejado de la propia cárcel. No podían escapar de los patios hacia el interior del edificio porque las puertas sólo permitían el paso de una sola persona a la vez y por tanto el amontonamiento que se produciría entrañaba grave peligro de muerte. Los pobres hombres procuraban protegerse de los disparos, acercándose contra los muros situados en ángulo muerto. A pesar de todo, buen número de ellos murieron, unos sesenta de los políticos y militares más importantes fueron arrastrados afuera por los milicianos y muertos a tiros en los jardines próximos a la prisión. Estos habían sido entregados por el Gobierno a las milicias marxistas y anarquistas para que les dieran muerte y quedarán así satisfechas las continuas pretensiones de diezmar al conjunto de los detenidos.

Una verdadera ansia de matar había embriagado y dominado al populacho. Los «funcionarios» no aparecían por ninguna parte. El director había desaparecido y, con ello, permitió que los acontecimientos siguieran su curso. Las mujeres y los niños andaban por los alrededores haciendo comentarios soeces acerca de los cadáveres de los ex ministros asesinados.

Al cerrar la noche los «animosos» tiradores del tejado gritaron a sus indefensas víctimas de los patios de la prisión: «¡mañana por la mañana continuaremos hasta que no quede uno vivo!». Puede uno imaginarse el estado de ánimo con que aquellos hombres medio muertos de hambre pasaron la noche tumbados, pegados a las paredes. Los sacerdotes que había entre ellos les daban la absolución y los preparaban para la muerte que les llegaría por la mañana. Uno tras otro se aventuraban, en el transcurso de la noche, a llegar hasta una fuente para beber; reinaba el calor ardiente típico de Madrid y hacía ya treinta y seis horas que no habían probado nada y, así esperaban que llegara la mañana y continuara al tiroteo.

El señor Giral y sus ministros podían mostrar semblantes preocupados, pero les faltaba valor para tomar una decisión. Tenían demasiado miedo al fantasma que ellos mismos habían conjurado. En estas circunstancias, en plena noche se presentó el Encargado de Negocios de Gran Bretaña en el Ministerio de Marina, donde se había reunido el Consejo de ministros a deliberar tras los sacos terreros, con que se protegían, y exigió enérgicamente en nombre de la humanidad, el cese sin demora de semejante monstruosidad. Reclamaba la implantación inmediata de tribunales responsables y que cesaran las arbitrariedades del populacho en los juicios y ejecuciones. Dicho Encargado de Negocios inglés, había tenido conocimiento de los acontecimientos por un alemán y por mediación de la Embajada de Alemania y se había sentido motivado para intervenir. Los desmayados ministros reaccionaron ante la presión de tal protesta y resolvieron convocar inmediatamente un tribunal compuesto por dieciséis miembros de los distintos partidos del Frente Popular bajo la presidencia del inoperante Presidente del Tribunal Supremo. El tribunal se trasladó esa misma noche a la cárcel Modelo e inició su actividad, condenando a muerte a los dos o tres primeros entre los mejores y más significativos hombres; para apaciguar al populacho, dándole la impresión de una mayor severidad.

Tan pronto como el Gobierno se atrevió a dar señales de vida, se redujo el alboroto, lo que prueba que había estado muy en su mano evitar tales sucesos. Los tiradores, que se habían pasado la noche en los tejados haciendo guardia, desaparecieron, y las víctimas que estaban en los patios se miraban con ilimitado estupor al ver que nadie les molestaba. Todavía tuvieron que acampar en los patios todo ese día y la noche siguiente; hasta las cuatro de la madrugada del día 24 en que los condujeron a sus celdas y les dieron algo de pan y conservas de pescado frías. Desde la cena del día 21 no habían vuelto a comer.

El nuevo Tribunal Popular funcionó a partir de entonces, de modo permanente y se ocupaba, sobre todo, de los casos graves de los militares directamente comprometidos en la sublevación. Era el primer paso para el compadreo estatal de la justicia revolucionaria. Pero su actuación estaba naturalmente muy lejos de responder a las exigencias que marcaban las circunstancias. Los muchos «tribunales privados» de las distintas organizaciones seguían, marginalmente, su camino, cometiendo toda clase de vandalismos. Se constituyó un Tribunal semioficial con miembros de diferentes partidos, pero sin ningún juez estatal de carrera, en el domicilio social de un club distinguido de la calle Alcalá que, a partir de entonces, se denominó la «checa de Bellas Artes». El procedimiento se abreviaba muchísimo y terminaba, cuando no podían mediar influencias de los partidos populares, del modo cuanto más brutal mejor, y, en la mayoría de los casos, con el «paseo» nocturno. Está checa no se ocupaba de las personas encarceladas sino de los nuevos detenidos a diario y que, desde allí, salían, la mayor parte de las veces, dentro de las 24 horas siguientes, volviendo a la libertad; o a las cunetas de los alrededores y, sólo en pocas ocasiones, a una prisión. La policía estaba confabulada con esa checa y ocasionalmente con otras, ya que sucedía a veces que les entregaban detenidos en lugar de conducirlos a las cárceles estatales.

La famosa «Checa de Fomento 9».

La checa de la calle Alcalá se mantuvo en servicio sólo durante poco tiempo. En cierto modo estaba allí, algo así como para exhibir la «justicia del pueblo».

De allí pasó a la calle de Fomento nº 9, al Palacio de un Conde, en un rincón del viejo Madrid. Esta expresión: «Fomento 9» alcanzó en Madrid durante el otoño de 1936, resonancias terribles que a cualquier madrileño le ponía carne de gallina. La persona que entraba allí, sólo en casos excepcionales salía con vida. Aquello era una auténtica «leonera» y conste que no quisiera con ello insultar a los leones. Los hombres que allí llevaban, quedaban encerrados en celdas, en el sótano, y dentro de las 48 horas como máximo eran llevados ante el Tribunal. Éste celebrará sesión cada noche. De madrugada se daba a conocer la sentencia y se ejecutaba la misma. A la persona condenada la «cargaban» en uno de los automóviles ya dispuestos para el caso y, en cualquier carretera de los alrededores, le «invitaban» a bajar y la mataban a balazos. A otros, les «ponían» en «libertad», a saber, en plena oscuridad de la noche, a la salida del edificio, unos milicianos muy serviciales les invitaban a montar en su vehículo, para llevarlos a casa… y ya no se les volvía a ver.

La Policía facilitaba a petición de las organizaciones políticas y, probablemente también a otros elementos de la peor ralea, cédulas o «certificados de libertad». Con dichos «documentos», los milicianos sacaban presos cada noche, de uno u otro establecimiento penitenciario y les daban el «paseo». En la cárcel correspondiente se registraba simplemente, en cada ficha de aquella desdichada gente, la palabra: «libertad» de modo que, al efectuar nuestras comprobaciones, teníamos que averiguar la distinción entre la libertad «terrena» o la «eterna».

En los primeros días de noviembre de 1936, se me presentó la ocasión de visitar la famosa «checa de Fomento 9». Me acompañó el Delegado del Comité internacional de la Cruz Roja. Habían detenido y llevado a esa checa a un miembro del servicio doméstico de la Embajada del Japón y, una vez en ella, peligraba su vida como la de cualquier otro que la pisara en esas condiciones. El ministro del Japón había dirigido al Gobierno varias reclamaciones por telégrafo sin fruto alguno. Se dirigieron a mí con el ruego de que lo sacara y yo me decidí a agarrar el toro por los cuernos y contemplar personalmente semejante antro.

Cuando llegamos allí, nuestro coche produjo enorme sensación entre el personal de guardia de la puerta. No daban crédito a sus ojos, no concebían la posibilidad de ver un auto del Cuerpo Diplomático aparcado donde solamente lo hacían los destinados a «dar los paseos». Dentro estaban las estancias, descuidadas, llenas de milicianos que corrían de un lado para otro y cuyo aspecto patibulario no inspiraba confianza alguna. La atmósfera estaba a tono; el terror en cierto modo estaba en el aire y el miedo a la muerte que habían experimentado innumerables víctimas, continuaba «palpándose» y cortando el aliento. La expectación que causábamos duró desde la puerta hasta un cuarto al que nos condujeron, tras preguntar por los «responsables» y, en donde se hallaban cinco jóvenes que nos acogieron sorprendidos pero corteses. Pregunté directamente por el hombre de la Embajada del Japón. Uno de ellos consultó una lista y confirmó que hacía tres días que estaba allí. Le pedí que lo liberaran y me declaré dispuesto a llevármelo; como comprobé que tenían listas de sus detenidos, les pedí que me dieran un ejemplar de las mismas para la Cruz Roja. A continuación nos llevaron a otro cuarto, en donde nos presentaron a otros tres hombres mayores, que, al parecer, ejercían la máxima autoridad y probablemente constituían el Tribunal. Se mostraron también muy correctos y, tras unas cuantas explicaciones por nuestra parte acerca de nuestros fines, se declararon dispuestos a complacernos. La inesperada intervención de la Cruz Roja Internacional y el Cuerpo Diplomático pareció impresionarles; aproveché, por tanto, la ocasión para dar otro paso adelante y preguntar dónde tenían a los presos; «en el sótano» fue la respuesta. «Y ¿podríamos verlos?». Tras una breve vacilación, se nos dijo: «sí». A continuación, preguntamos lo que pensaban hacer con dichos presos. Los tres «jueces» se miraron mutuamente. Pasado un momento, uno de ellos dijo: «esta tarde se les conducirá a la Dirección General y se les entregará a la Policía». Nos declaramos muy satisfechos con semejante propósito y nos despedimos de ellos en ambiente de camaradería. Uno de los jóvenes de la antesala nos llevó al sótano donde en las ocho diferentes celdas, estaban encerradas en total sesenta y cinco personas, entre ellas hombres en su mayor parte jóvenes y mujeres de todas las edades. Daban una impresión de descuido y turbación; nuestra 34 entrada provocaba, por de pronto, en todas partes, un movimiento de susto. No había posibilidad de relacionarnos con cierta comodidad. Para sentarse no existía más que el suelo de baldosas. Nos dimos a conocer y hablamos, con todos, acerca del tiempo que llevaban allí, y si sabían o no el motivo, etc. Un resurgir de esperanza recorría cada una de las salas al marcharnos nosotros. Les dijimos que por la tarde les conducirían a la policía, en la Dirección General.

Una de las celdas estaba cerrada y no podían encontrar la llave. Nuestro guía nos dijo «¡pero si no hay nadie dentro!». Entonces yo le dije que teníamos mucho interés en comprobarlo viéndolo, y le pedimos que derribara la puerta. Así se hizo. La celda estaba vacía. Le dije que ya veíamos que su palabra era de fiar y que esperábamos que tal sería también el caso en cuanto a la promesa de traslado.

A continuación nos fuimos, llevándonos la lista de los presos, y al empleado japonés que, por cierto, era de nacionalidad española.

En cuanto a la promesa de entregar a todo los cautivos a la Dirección General, quedó cumplida, como pude comprobar al día siguiente, mediante la lista correspondiente. Más adelante recibí cartas y visitas de algunos de dichos presos. Me expresaban su agradecimiento y afirmaban que los habían condenado a muerte y que nuestra visita fue lo único que les salvó. No he podido comprobar si lo dicho correspondía a la realidad o era mero producto de la febril fantasía de esa pobre gente.

Poco tiempo después esa «checa» se disolvió sin que quedara de ella nada más que su abominable reputación, que todavía se mantiene en el recuerdo y será legendaria. Pero el «Comité judicial» de allí pasó a la Dirección General de Seguridad donde terminó constituyéndose en Comisión que había de entender en todas las detenciones, liberaciones y sentencias condenatorias. La jurisdicción privada de los partidos se elevó en virtud de dicha medida a jurisdicción oficial aunque con atribuciones menores de no poder entender y tomar decisiones en cuanto a la muerte o la vida, sino únicamente en materia de libertad o prisión. El enjuiciamiento propiamente dicho corría a cargo de los tribunales de urgencia compuestos por un jurista de carrera, en calidad de Presidente, con dos asesores miembros de partidos populares. Los casos más graves pasaban al Tribunal Popular, propiamente dicho, con un juez de categoría superior en calidad de Presidente y dieciséis asesores.

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