A unos diez kilómetros de Madrid, a un lado de mi carretera y a unos trescientos metros de distancia de la misma, estaba al cementerio, relativamente nuevo y poco utilizado todavía, del pueblo de Aravaca; formaba un cuadrilátero enmarcado por una tapia de ladrillo, de cierta altura. Durante algún tiempo fue éste lugar de cita preferido por esos verdugos. Allí fueron aniquilados y enterrados en pocas semanas, de trescientos a cuatrocientos seres humanos, hasta que se llenó aquello y ya no quedaba sitio. Cerca, en la carretera general, se había instalado uno de los puestos de guardia; una mañana, mientras pasábamos por allí en el coche, alguien me contó que ocho monjas habían subido a pie desde Madrid, naturalmente sin documentación. Las habían echado de su convento y no tenían dónde alojarse, ni tampoco comida. Así, iban andando hacia la sierra, donde la lucha seguía su curso. Al pasar por el puesto de guardia, les dieron el alto y ellas manifestaron que querían ir a pie hasta Villalba para poder ser de alguna utilidad, como enfermeras o cuidadoras o de alguna otra manera y ganarse así el sustento. Pero no las creyeron, les atribuyeron intenciones de espionaje y el Comité del pueblo las condenó
in situ
a muerte. El argumento decisivo para ello fue precisamente su condición de monjas. Y se llevaron a las ocho monjas al referido cementerio para ejecutarlas, disparando contra ellas junto a una fosa. La mayor de ellas gritó: «¡Supongo que serán mujeres las que disparen contra nosotras, porque sería una vergüenza que los hombres se pusieran a matar mujeres!». Lo dicho avergonzó incluso a aquellas bestias ya dispuestas a disparar. Mandaron a buscar, en el pueblo, mujeres que quisieran hacer de verdugos, pero todas las mujeres, adultas y jóvenes, se negaron a ello. El Comité tuvo que llamar por teléfono a Madrid, desde donde, sin más rodeos, les mandaron media docena de las criminales más endurecidas que cumplieron el «encargo», pocos minutos antes de que yo pasara por allí, sin el menor sentimiento de humanidad, ante las grandeza de esas mujeres que fueron a la muerte sin una queja y consolándose mutuamente con la esperanza del «más allá».
Pocos días antes, les había tocado a dos sacerdotes, que, asimismo, vagaban a pie por allí, morir, sin más, a tiros, por el crimen de ser curas y no en virtud de sentencia, sino como liebres en campo abierto, donde quedaron sus cuerpos.
Ya, desde los primeros días, habían quedado incautados en Madrid todos los automóviles que podían circular; y ello, en parte por el Gobierno, pero en su gran mayoría, por las llamadas «organizaciones» que surgían por todas partes, como las setas del suelo. ¡Cómo se profanaba el nombre clásico de Atenas, en todo los barrios de la ciudad, al asociarlo con los «ateneos libertarios», cuya única finalidad consistía en el robo y asesinato colectivo! Era de buen tono, que cada una de esas pandillas de unos cuantos «piojosillos» tuviera, como cosa propia, uno o más de dichos autos, a ser posible, grandes. Concretamente, los anarquistas se distinguían por «controlar» (es decir «incautarse»), solamente los coches de más potencia desdeñando los pequeños. Atracar las viviendas y llevarse a sus moradores eran cosas que se hacían siempre utilizando automóviles, ya que el «punto final» de las «relaciones», de este modo iniciadas, se ponía fuera de la ciudad; así es como en España surgió la expresión «dar el paseo» que equivalía a
asesinar
.
Una mañana, en el transcurso de mi ida en coche a Madrid tuve que ser testigo de vista, involuntario, de la realización de tan trágico «paseo». El momento en que yo transitaba por la carretera, frente al cementerio (situado a un lado de la misma, pero algo apartado de la calzada) vi que se había adelantado, subiendo hasta allí, por una carretera paralela, un auto procedente de Madrid. Me detuve y me vi obligado a presenciar cómo, al principio con vacilaciones, se bajaban del mismo dos hombres, que desde lejos me parecieron jóvenes y detrás de ellos, otros cuatro, vestidos de milicianos, que prepararon inmediatamente sus fusiles. Intranquilos, a todas luces, por la presencia de un coche en la carretera principal, se apresuraron a dar la vuelta a la esquina de la tapia del cementerio, con sus víctimas, por lo que yo ya dejé de verlos. Inmediatamente después, sonaron los disparos, al principio aislados, luego más seguidos. Invitaban a las víctimas a que se escaparan para salvarse, a continuación les herían con disparos sueltos, y al caer, les mataban, disparando a bocajarro. ¡Contra estos dos desdichados hicieron más de veinte disparos!
La excitación en que me puso este suceso fue indescriptible. ¡Qué no hubiese yo dado por intervenir, en el sentido de impedir o de vengar lo ocurrido y desahogar mi indignación!, pero la distancia del lugar de los hechos y la presencia en mi coche de una familia española, a la que hubiera puesto en grave peligro un altercado con semejantes seres, imposibilitaron mi intervención. Todavía vi, después, más de una mañana, gente parada a la puerta del cementerio, mirando hacia adentro, señal inequívoca de que había allí nuevos cadáveres listos para su enterramiento. Tales escenas se repetían, mañana tras mañana, en los cementerios de otras localidades, situadas en torno a Madrid como Vallecas, Vicálvaro, etc… que se iba llenando del mismo modo.
Hombres, mujeres y niños peregrinaban cada mañana, sobre todo en el propio Madrid, a los lugares, concretos y conocidos, donde se perpetraban los asesinatos nocturnos y contemplaban, con interés y con toda clase de comentarios, el «botín» de la cacería. Se había convertido aquello en un horrendo espectáculo popular, en el que así se destruía todo sentimiento de respeto hacia el carácter sagrado de la muerte, en un país en el que, antes, no había hombre, ni maduro ni joven, que pasara cerca de un coche mortuorio sin descubrirse. ¡Terrible es destruir ya en los niños, el respeto a la vida de los demás y crear en ellos un sentimiento que dará frutos aún más amargos!
Cada mañana podía uno encontrarse en Madrid con vehículos mortuorios cerrados, cuyos guardabarros, casi en contacto con las ruedas, acusaban de lejos la sobrecarga que llevaban. Tenían que conducir al depósito, lo más temprano posible, los cadáveres que yacían dispersos por el término municipal para sustraerlos a la mirada de los «incautos» o «no adictos».
Sin embargo, esto no era sino una parte de la matanza global de la noche recién transcurrida, ya que la mayor parte de los «paseos» terminaban en los pueblos de los alrededores de Madrid y en las cunetas. Por ello, los datos numéricos de Madrid propiamente dichos, son por sí inexactos, ya que se basan, únicamente, en el número de muertos registrados en la capital.
En el espacio de tiempo comprendido entre finales de julio y mediados de diciembre de 1936 se practicaron, solamente en Madrid, noche por noche, de cien a trescientos «paseos». De cuando en cuando, recibía yo de los Tribunales unas estadísticas al respecto, de carácter diario. Por eso, estimo, y con mucha cautela, que el número de asesinatos practicados en Madrid sin procedimiento judicial oficial alguno, se sitúa entre los treinta y cinco mil y los cuarenta mil y me quedo con seguridad por debajo de la cifra real, si estimo que el número de hombres, mujeres y niños asesinados en toda la zona roja, durante dicho tiempo fue de trescientos mil.
Prefiero no describir en qué circunstancias tan horrendas, con qué bestialidad y en medio de qué tormentos físicos y psíquicos se practicaron muchos de dichos asesinatos. Hay que tener en consideración que se trataba, en su gran mayoría, de personas que no habían participado, en absoluto, en el levantamiento contra el Gobierno, llamado legítimo, y que tampoco se habían manifestado, en forma activa alguna, en contra de los trabajadores.
Los defensores de la «libertad del pueblo» tuvieron que buscar, una vez cerrada la Casa de Campo, otros escenarios para sus ejecuciones. Se perfeccionó el procedimiento, se establecieron «Tribunales Populares» constituidos por los representantes de las organizaciones y comités revolucionarios que juzgaban y sentenciaban arbitrariamente, a personas que les traían, por denuncias, o delatados por cualquier afiliado, sin intervención del gobierno de jurisdicción estatal alguna.
Aparte de los dos o tres tribunales populares semioficiales había, también, toda una serie de escondrijos más o menos desconocidos, parte de ellos, instalados en casas de mucha categoría, en las que toda clase de organizaciones de «trabajadores» habían montado sus tribunales privados y sus cárceles propias y, que con arreglo a su antojo y a su buen parecer, juzgaban y asesinaban a quienes les venía en gana. En cualquier lugar, se juntaban una docena de jóvenes desaprensivos e Iban a sacar de sus casas, de noche o, incluso de día, a hombres y mujeres a quienes luego sentenciaban a muerte. Naturalmente, no dejaban de registrar la vivienda, en busca de objetos de valor. La falta de fiabilidad política parecía quedar inmediatamente probada, tan pronto como encontraban algo de plata o, cantidades importantes de dinero en billetes que se llevaban, por supuesto, sin recibo. Incluso podía leerse en los periódicos que tal o cuál había sido detenido por la policía y se le había encontrado una cantidad más o menos importante de dinero en papel moneda. Aunque no existía ley alguna que prohibiera la propiedad privada, bastaba un registro efectuado por estos desalmados para quedar desvalijado, asesinado o en la cárcel como mal menor.
Tal era el concepto del derecho que tenía el Gobierno de Giral que, aunque era burgués y radical, no tenía escrúpulos en tolerar toda aquella anarquía. Dicho Gobierno no hizo nunca el menor esfuerzo para poner coto a la actividad criminal, que queda descrita, de los presuntos comités políticos y demás organizaciones de todo los matices. Impasible, no sólo no tomó en consideración dichos hechos, sino que tampoco lo hizo con respecto a otros actos, aún mucho peores, que perpetraban individuos sueltos, del populacho de las ciudades y del campo. Junto a estas «fábricas de asesinatos» de carácter semipolítico, se desarrollaban, sin freno alguno, los más bajos instintos del populacho. No sólo eran obreros despedidos, muchachas de servicio, porteros descontentos o competidores envidiosos, los que, en compañía de algunos amigos, sacaban de sus casas a la persona objeto de su rencor y la mataban a tiros, según les viniera en gana, sino que había trabajadores del campo, de la peor especie, que se venían a Madrid, iban a buscar a los hacendados de sus pueblos en sus viviendas de la ciudad, los sacaban de sus casas y los asesinaban, sin más, por bien que se hubieran portado muchos de ellos con sus trabajadores, ya que la motivación, en estos casos, no era el odio, la mayoría de las veces, sino la codicia: ¡los comunistas, sus nuevos señores, les habían enseñado que la tierra les pertenecería en cuanto hicieran desaparecer de este mundo a su legítimo dueño! Conozco a una familia que tenía sus propiedades en un pueblo importante de Albacete y allí vivían y allí estaban todos, permanentemente activos, dedicados a su trabajo. Y a su influencia ha de atribuirse el progreso agrícola de ese pueblo, enriquecido en las últimas décadas. De esta familia, aniquilaron a todos los varones: ¡veinticuatro hombres! Sólo quedaron un señor mayor y algunos niños, que pudieron salvarse; por lo que respecta al primero se libró porque estaba ingresado en una cárcel de Madrid. Fue un caso más, de los muchos que ocurrieron, que sobrevivió por el azar de la casualidad.
Un juez, amigo mío, tuvo que ir, una mañana temprano a las praderas del Manzanares para levantar acta con respecto a un muerto que yacía allí: un hombre joven con un cartelito al pecho: «éste hace el número ciento cincuenta y seis de los míos». Presenciaba aquello un habitante de alguna de las chabolas circundantes. El juez dijo para sonsacarle: «A este hombre lo han traído aquí ya muerto», a pesar de haber visto que el hecho era reciente. A lo que el ciudadano de marras replicó con sonrisa burlona: «Pues ahí se equivoca usted. ¡Es al revés: saltaba como una liebre, antes de que lo abatieran!». Detuvo al hombre como cómplice. Desgraciadamente, sólo en algunos casos excepcionales se daba cuenta al juzgado porque jueces tan valientes como éste que se atrevieran a efectuar detenciones, había pocos.
Por ello, eran también muy pocos los que salían con vida, una vez que caían en una de esas semioficiales «checas» como en Madrid las llamaba la gente.
Añádase a esto, que, los órganos de la Policía estatal, cuando les parecía bien, colaboraban con dichas «checas». Un bandido de 28 años, García Atadell, estaba al frente de una brigada de la Policía estatal, por medio de la cual no solamente cometía los más inauditos desvalijamientos, sino que, en cientos de casos, entregaba a las víctimas de los mismos, no a la Policía sino a las «checas» sanguinarias. Finalmente, huyó a Francia para proteger su botín de las apetencias de sus secuaces. Pero el destino quiso que cuando se trasladaba en un barco camino de América, con toda su expoliación fuera capturado en aguas de Canarias por los «nacionales» en el buque que viajaba. El hombre pagó, sus crímenes con la muerte, en Sevilla, por el procedimiento más infamante de ejecución que existe en España, el «garrote vil» (dispositivo estrangulador consistente en una cuerda movida por una palanca giratoria).
Es bien sabido que, entre los asesinados, también figura el último descendiente directo de Cristóbal Colón. Posiblemente se conozcan menos las circunstancias pormenorizadas que arrojan una luz significativa sobre la situación del momento, especialmente por lo que respecta a la actitud del Gobierno. Este hombre, que se llamaba como su antepasado, Cristóbal Colón, Duque de Veragua, era de natural modesto y bondadoso y vivía muy sencillamente, en el antiguo palacio de sus antepasados. Tenía, además, una finca cerca de Toledo, en la que se ocupaba asiduamente de la explotación de una ganadería modelo. Trabajaba en inmejorable armonía con su personal y con los vecinos del pueblo de al lado; de todos era querido y respetado, por lo que las primeras semanas le dejaron tranquilo. Pero, por supuesto, una organización de trabajadores, requisó y ocupó una parte del viejo palacio. En la otra, vivía él, retirado, sin que le molestaran, hasta que, de repente, desapareció de su casa. Una Embajada sudamericana que permanecía en constante contacto con él, se lo comunicó inmediatamente al Gobierno. Éste prometió poner en movimiento todo lo necesario para informarse de su paradero. Pero no sacó nada en limpio. En cambio, la citada Embajada que, por su parte, recogía información, pudo establecer, a los pocos días, que le habían llevado a una «checa» comunista y que había quedado preso allí. Comunicó inmediatamente al Gobierno la dirección exacta de la misma y le exhortó a que ordenara su liberación.