Con ocasión de mis muchas visitas a las distintas prisiones, sus directores me daban a probar una muestra de la comida y, como ésta solía consistir únicamente en una sopa aguada con arroz o lentejas, replicaban a mis exigencias que no podían procurarse otra cosa y, sobre todo, no había modo de encontrar patatas, tan necesarias para saciarse. Nuestros camiones procuraron ayudar hasta que, en enero Melchor Rodríguez, un hombre de mucho mérito de quien hablaremos más adelante, se procuró en su calidad de Director de Prisiones de Madrid, medios propios de transporte y pudo encargarse de llevar a cabo el suministro.
Según avanzaba la contienda escasearon tanto los víveres en toda la zona dependiente del Gobierno rojo, que los camiones regresaban medio vacíos, a pesar de todas las mercancías que llevaban para el trueque. Entonces, en una situación de emergencia tuvimos que traer víveres de Marsella, mediante una comisión conjunta establecida, por el Cuerpo Diplomático. Mediada la guerra no había modo de conseguir ni siquiera aceite, y a principios de julio de 1937 no pudimos obtener ya ni un solo kilo de arroz, ni en Valencia, el gran centro arrocero, ni en sus alrededores que no cultivaban otra cosa.
Ya desde el mes de diciembre de 1936, Madrid padecía verdadera escasez. Y esta necesidad no consistía sólo en la falta de alimentos, sino que aún era casi peor la falta de combustible. Se formaban «colas» kilométricas. ¡Mujeres hubo que se habían puesto a la cola a las dos de la madrugada y que a las diez o a las once de la mañana no habían podido adquirir ni dos kilos de carbón! A pesar de que había una considerable reserva de carbón en Madrid. Se almacenaba en los trasteros de las casas señoriales, en las que, como de costumbre, ya desde principios de verano, se encerraba el carbón para la calefacción del próximo invierno. Todo esto había sido objeto de incautación, y el carbón que se suministraba al Cuerpo Diplomático procedía siempre de las carboneras de esas casas. ¿Qué iba a pasar el próximo invierno cuando dicha reserva faltara? Se abatieron árboles, en el mismo Madrid, y sobre todo en los alrededores, y esa leña verde, procedente de pueblos cercanos, se traía en carros arrastrados por mulas y burros a Madrid, donde se vendía a precio de «straperlo».
Las tiendas de comestibles abrían en su mayoría, pero casi no tenían género. De momento, la gente todavía recibía pan y cierta cantidad de arroz. El azúcar y el aceite se expendían en cantidades mínimas. Pero al cabo de algún tiempo empezó falta el pan, que es lo peor que les puede pasar a los españoles. Durante algunas semanas, en febrero de 1937, se iban formando, colas interminables para adquirirlo. Junto a la Dirección de Seguridad había una tahona, donde, naturalmente, se formaba una cola como en todas las demás. Me interesé a través de varias mujeres que consideré de mejor apariencia social las vicisitudes que tenían que soportar en la «cola» y así me enteré que llevaban allí de pie, alternándose unas con otras, tres noches desde las doce o la una para que a las diez de la mañana les dijeran finalmente que se había terminado todo el pan. O sea, que desde hacía tres días, y a pesar de todo ese esfuerzo, no habían recibido nada. En marzo, por fin, se empezó a suministrar el pan, a través de cartillas con raciones muy escasas, pero que, por lo menos, se adquiría con menos molestias.
Emocionante, ridículo y a la vez trágico era el espectáculo de los carritos de dos ruedas tirados por un burro, procedente de los pueblos colindantes, circulando por Madrid con algo de verdura o de fruta y conducidos por un viejo labrador, a quién seguían detrás, una caterva de mujeres, niños y algunas veces incluso hombres; andaban así hasta que el carro se paraba en cualquier sitio y entonces se procedía a la venta.
En el Madrid sitiado, llegó a adquirir la situación alimentaria extremos límites, verdaderamente angustiosos, en que fallaba hasta el racionamiento, teniéndose que valer los madrileños de los procedimientos más inusitados para poder llegar a adquirir un poco alimento, bien por intercambios de jabón, bebidas alcohólicas, tabaco…, muchos sucumbieron por el hambre, pero hubo muchísimos que lograron sobrevivir milagrosamente, porque parecía imposible pensar que se pudiera lograr vivir y subsistir durante cerca de tres años, cuando las personas que vivían en Madrid se quedaron literalmente en los huesos, perdiendo de su peso normal veinte, veinticinco e incluso treinta kilos, originándose, como consecuencia, en la población una endemia de avitaminosis y tuberculosis, con toda las consecuencias patológicas que esto conlleva.
La Legación de Noruega era conocida en Madrid por la alimentación y los cuidados convenientes que dispensaba a sus refugiados; también salían de allí diariamente víveres para los familiares que estaban fuera y para las cárceles. Al marcharme yo, en julio de 1937, la Legación estaba abastecida, en su almacén propio, con los víveres necesarios para mantener, durante unos meses, a un número de personas que oscilaba entre las ochocientas y las novecientas.
«Noruega» ¡tenía hasta sus propias vacas! ¡Nada menos que cincuenta! Porque la leche era naturalmente uno de los alimentos más escasos. Nosotros no las habíamos comprado, sino «controlado». Me explico: me había llamado la atención el pestilente olor, procedente de un edificio próximo a nuestra Legación y me percaté de que en dos almacenes, situados en los bajos del mismo, estaba instalado de modo totalmente provisional y primitivo un establo de vacas, que daban de todo menos leche y si de ésta daban algo, era muy poco porque las pobres estaban exhaustas. No había pienso que comprar en Madrid y su propietario no tenía medios de transporte de ninguna clase para procurárselo trayéndolo de otra parte. Dado que todos los propietarios de vacas estaban en la misma situación, ya se habían sacrificado gran parte de ellas, habida cuenta de que la carne se pagaba muy cara. Convine, pues, con el hombre en hacerme yo cargo de las vacas, a cambio del suministro exclusivamente a mi Legación de la leche producida, que le pagaría a precio normal, previa deducción del coste del pienso. Encontramos un establo apropiado en donde poder instalar y atender como es debido a los animales. Recogimos de lejos, pienso con nuestros camiones y obtuvimos un suministro de leche buena y abundante, sobre todo para nuestros ciento veinte niños.
Los garajes existentes en la casa se utilizaron ocasionalmente como mataderos, cuando las vacas ya se secaban o cuando se las podía comprar para sacrificarlas. Una vez, hubo que traerse a la Legación una vaca destinada al sacrificio. Pero el animal se negaba andar y la noche sorprendió al vendedor y a la vaca en las calles de Madrid. Con ello, el hombre causó extrañeza y acabó siendo conducido con su «acompañante» a la Comisaría y allí pasó la noche. La vaca se comió la colchoneta de un policía. A la mañana siguiente, tuve que reclamar la vaca por la vía diplomática, después de lo cual, la trajeron a empujones a la Legación, con su propietario por delante tirando y dos policías empujándola por detrás.
Todavía teníamos otras quince vacas más en régimen de «pro-indiviso». Pertenecían conjuntamente a Chile, Checoslovaquia y Noruega. Se hallaban en un establo chileno junto al hermoso palacio en el que estaba instalado el decanato del Cuerpo Diplomático. Checoslovaquia las había conseguido y Noruega cuidaba de procurarles el pienso. Su leche se repartía amistosamente entre los tres Estados y nunca se formularon reclamaciones diplomáticas aún cuando disminuyera con el tiempo, la ración y se aceptara que la proximidad «geográfica» favoreciera a nuestros amigos los chilenos.
La primera vez que establecí contacto con las cárceles fue a finales de septiembre de 1936, cuando acudí a visitar al abogado de la Legación de Noruega, Ricardo de la Cierva, en la llamada cárcel Modelo de Madrid, situada en un espléndido lugar limítrofe con la Moncloa, antigua posesión real. Se divisaban desde allí unas vistas magníficas de la Sierra de Guadarrama y de cincuenta kilómetros de meseta que la separa de la misma, más allá en el horizonte, se alcanzaba a ver la hermosa Sierra de Gredos, al sur de Ávila. Es una de las panorámicas más hermosas que puede haber, la de este grandioso paisaje, de ilimitada amplitud, con tonalidades azules y violetas en las cordilleras, y, en lo alto, ese cielo español, casi siempre de un azul intenso. No parecía sino que habían situado intencionadamente la cárcel en dicho lugar para que a las personas obligadas a disfrutar entre rejas de semejante espectáculo, se les hiciera doblemente penoso la pérdida de su libertad.
Esta era la única cárcel masculina oficial de Madrid. Había además, a la parte opuesta, en la periferia de la Ciudad, una cárcel de mujeres, de nueva construcción, que sustituyó a un viejo caserón situado en el centro de Madrid. Al estallar el Movimiento, las dos cárceles estaban ya llenas de presos políticos y de penados comunes. Pero la palabra «llenas» perdió su significado al forzarse la entrada de centenares de nuevos presos políticos. La cárcel Modelo proyectada para mil doscientos hombres, como máximo, llegó pronto a contener cinco mil. En las celdas individuales, cuyas dimensiones eran de 2 x 3 metros, se amontonaban cuatro, cinco y hasta seis personas. De colchones, por supuesto, ni se hablaba. ¡Puede uno imaginarse con estos datos cuáles eran las condiciones higiénicas!
Pero el ingreso de presos siguió en aumento y no era ya la Policía, sino el «pueblo libre» el que, con arreglo a su parecer, detenía a unos u otros. Cuando el farmacéutico Giral, en la noche del 10 al 11 de julio, asumió la Presidencia, recibida de manos del acobardado Gran Oriente de la Masonería, Martínez Barrio, no sólo había entregado a la plebe todas las armas disponibles sino que, al mismo tiempo, la había estimulado a que las usaran, a su libre albedrío, con el único fin de eliminar a sus enemigos. Las consecuencias de todo ello ya han sido descritas por mí; con frecuencia era suficiente llevar cuello y corbata para quedar detenido y, una vez en la cárcel, dichas personas quedaban allí, en la mayor parte de los casos, durante cuatro, cinco o seis meses, sin que se les interrogara ni se les tomara ninguna clase de declaración. Su número era ya abrumador y no había tribunales legales que pudieran hacerse cargo de administrar justicia, pues los primeros eliminados fueron los propios Magistrados, que nunca hubieran podido juzgar los «delitos» que les imputaban, al no estar previstos en parte alguna del Derecho Penal.
Así fue, pues, cómo se llenaron las celdas de la cárcel Modelo, tan deprisa, que, ya desde los primeros días, hubo que preparar más espacio para poder hacer frente a esa afluencia continua. De momento, fueron trasladadas las reclusas de la nueva Cárcel de Mujeres a un convento situado en el centro de Madrid, en la Plaza del Conde de Toreno, y a cuyas monjas se las puso, sin más, en la calle. En esta cárcel «conventual» pronto se encontraron señoras pertenecientes a la élite del mundo femenino, de la buena sociedad de Madrid, junto con mujeres de la vida que aún tenían delitos pasados por expiar. A las vigilantes les divertía mucho mezclar a las primeras con las últimas en una estrecha celda.
La antigua cárcel de mujeres quedó ocupada enseguida por hombres y, como tampoco resultó suficiente, se utilizó asimismo como prisión para hombres, otro convento, también situado en el Madrid viejo, San Antón. Pero tampoco bastó y se destinó parcialmente a prisión un amplio edificio escolar de una congregación religiosa, pero, poco a poco y siempre en aumento, se fue ampliando la ocupación hasta llegar finalmente a albergar a cinco mil presos. A esa cárcel, por el nombre de la calle en la que estaba, General Porlier, la llamaban «Porlier».
Pero, aún, seguía habiendo necesidad de locales. Era tan fácil hacer presos y eran tantos los seres vengativos, envidiosos, ofendidos, o simplemente malvados, ya fueran criados, mayordomos, cocheros, serenos, obreros, empleados u otros, que bastaba con hacer una sola denuncia, incluso anónima, o si no, sentarse con algunos compinches, echarse otras tantas pistolas al cinto e ir a buscar a la víctima. En las seis cárceles de Madrid, había pues, mucho trabajo.
La policía oficial quedaba limitada a registrar la masa de personas denunciadas o traídas al azar, de las que se hacía cargo, en la mayoría de los casos, sin comprobación alguna, y las mandaba a prisión, con lo que de nuevo escapaba a su control, puesto que la custodia y vigilancia de los presos, en las cárceles ya no incumbía a los órganos policiales sino a los milicianos de cada partido político; sobre todo socialistas, comunistas y anarquistas. La vigilancia y supervisión la ejercían los delegados de dichas organizaciones, llamados «responsables». El personal estatal, —directores, funcionarios y vigilantes— quedó completamente marginado y pronto no desempeñó más que un papel nominal. De estos funcionarios, los de derechas o simpatizantes, había sido destituidos o asesinados y, no quedaban, por tanto, en servicio más que los de izquierdas que, al poco tiempo, fueron desarmados y sometidos a la arbitrariedad de los milicianos.
Pero, tampoco, estas seis cárceles eran suficientes para saciar la locura persecutoria que continuó siendo el rasgo característico de toda esta revolución. Dado que, por decirlo así, la totalidad de los edificios de Madrid habían pasado a ser objeto de libre disposición por parte del pueblo soberano, no eran sólo las grandes organizaciones las que se habían adjudicado edificios lujosos e instalados sus diferentes departamentos en innumerables casas y villas, sino que también había pequeños grupos de individuos que, bajo denominaciones fantásticas, se «incautaban» de pisos particulares, las más de las veces sótanos donde instalaban sus cárceles privadas y lo que, aún era peor, ¡sus tribunales particulares! Nadie controlaba estas cuevas de bandidos, nadie sabía la identidad de los hombres y mujeres que allí languidecían injustamente sin poder hacer valer sus derechos, sin posibilidades de defensa, ni perspectivas de liberación, y sin que nadie frenara la brutalidad de sus «propietarios». La suerte de esos desgraciados se dejaba al criterio de camaradas irresponsables, casi siempre jóvenes; en cuanto al trato, más bien al mal trato, es cosa que cada cual puede imaginarse, sobre todo por lo que se refiere a las mujeres allí detenidas.
Aunque no hubieran cometido más delito que este inaudito abandono del poder del Estado ante los peores instintos del populacho, ya es suficiente para que los gobiernos españoles del Frente Popular se ganasen la condena general. Tal estado de cosas se mantuvo, todavía, por lo menos bajo la forma de cárceles privadas y secretas, dependientes de incontrolados y organizaciones políticas irresponsables, cuando yo abandoné España. Y al respecto, ¡el gobierno todavía quería hacer ver que seguía teniendo firmemente en sus manos las riendas del poder!