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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantasía

Dominio de dragones (7 page)

BOOK: Dominio de dragones
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Drogon
cazaba lejos de allí, pero cuando se saciaba le gustaba tomar el sol en la parte superior de la Gran Pirámide, en el lugar donde en el pasado estuviera la arpía de Meereen. Por tres veces habían intentado apresarlo allí, y por tres veces habían fracasado. Cuarenta de sus hombres más valientes se habían jugado la vida tratando de capturarlo. Casi todos sufrieron quemaduras, y cuatro de ellos murieron. Había visto a
Drogon
por última vez al anochecer del día del tercer intento. El dragón negro se perdió hacia el norte, volando sobre el Skahazadhan, hacia las altas hierbas del mar dothraki. No había regresado.

«Madre de dragones —pensó Daenerys—, madre de monstruos. ¿Qué fuerza he desencadenado sobre el mundo? —Se sentía sola hasta la desesperación—. Puede que sea la reina, pero mi trono es un trono de huesos quemados que se alza sobre arenas movedizas.» Sin dragones, ¿qué esperanza tenía de defender Meereen, por no hablar de recuperar Poniente? «Soy de la sangre del dragón —pensó—. Si ellos son monstruos, yo también.»

Rhaegal
rugió de nuevo. En aquella ocasión,
Viserion
se unió a él. Sus llamaradas ennegrecieron los ladrillos. La reina no parpadeó.

—Le dije a Xaro que sólo tenía miedo de una cosa.

—¿De los dragones? —inquirió Ser Barristan.

Dany se puso una mano sobre el pecho.

—De mí misma.

Tres

Estaba soñando con Daario cuando la despertaron.

—¿Qué pasa? —Se sobresaltó cuando Irri la sacudió suavemente por el hombro. En el exterior era noche cerrada. «Algo va mal», supo al instante—. ¿Se trata de Daario? ¿Qué ha pasado?.

En su sueño eran marido y mujer, gente sencilla que llevaba una vida sencilla en una casa de piedra con la puerta roja. En su sueño, él la besaba por todo el cuerpo, la boca, el cuello, los pechos…

—No,
khaleesi
—murmuró Irri—. Ha venido vuestro eunuco, Gusano Gris, con los hombres de cabeza afeitada. ¿Queréis recibirlos?

—Sí. —Tenía el pelo enmarañado y las ropas de dormir revueltas—. Ayúdame a vestirme. Y tráeme una copa de vino para despejarme la cabeza. —«Para ahogar mi sueño.» Le llegó el sonido de unos sollozos ahogados—. ¿Quién está llorando?

—Vuestra esclava Missandei —dijo Jhiqui—, que llevaba una vela en la mano.

—Mi sirvienta. Yo no tengo esclavos. —Dany seguía sin comprender—. ¿Por qué llora?

—Por el que era su hermano —le respondió Irri.

El resto lo supo por boca de Skahaz, Reznak y Gusano Gris cuando los hicieron pasar a su presencia. Antes de que dijeran una palabra, Dany sabía ya que traían malas noticias. Le bastó con ver la expresión del feo rostro del Cabeza Afeitada.

—¿Los Hijos de la Arpía?

Skahaz asintió. Tenía los labios fruncidos en una mueca.

—¿Cuántos muertos?

Reznak se retorció las manos.

—Nueve, Magnificencia. Ha sido un ataque sucio e infame. Qué noche más espantosa.

«Nueve.» La palabra se le clavó como un puñal en el corazón. Noche tras noche, la guerra contra las sombras se desencadenaba de nuevo al pie de las pirámides escalonadas de Meereen. Mañana tras mañana, el sol salía sobre nuevos cadáveres, con arpías pintadas en sangre en las paredes cercanas. Cualquier liberto demasiado próspero o demasiado locuaz podía ser el siguiente. «Pero nueve en una noche…» Aquello sí que la asustaba.

—Contádmelo todo —ordenó.

Fue Gusano Gris el que respondió.

—Tendieron una emboscada a vuestros siervos mientras patrullaban por el empedrado de Meereen para defender la paz de Su Alteza. Todos iban bien armados, con lanzas, escudos y espadas cortas. Iban de dos en dos, y de dos en dos murieron. Vuestros siervos Puño Negro y Cetherys fueron asesinados con saetas de ballesta en el Laberinto de Mazdhan. A vuestros siervos Mossador y Duran los aplastaron a pedradas al pie del muro del río. Vuestros siervos Eladon Pelodorado y Lanza Leal fueron envenenados en una casa de vinos a la que solían ir por las noches tras terminar la ronda.

«Mossador.» Dany apretó los puños. Unos jinetes de las islas del Basilisco habían secuestrado a Missandei y a sus hermanos en Naath, para luego venderlos como esclavos en Astapor. Pese a su juventud, Missandei había demostrado tal don para los idiomas que los Bondadosos Amos la habían formado como escriba. Mossador y Marselen no habían tenido tanta suerte. Los castraron y los convirtieron en Inmaculados.

—¿Habéis capturado a alguno de los asesinos? —le preguntó a Gusano Gris.

—Vuestros siervos han detenido al dueño de la casa de vinos y a sus hijas. Juran que no sabían nada y suplican misericordia.

«Todos juran que no sabían nada y suplican misericordia», pensó Dany.

—Entregádselos al Cabeza Afeitada. Que no se comuniquen entre ellos. Skahaz, quiero que los interroguéis.

—Así se hará, Vuestra Adoración. ¿Cómo preferís que sea el interrogatorio? ¿Delicado o brusco?

—Delicado al principio. A ver qué cuentan y qué nombres mencionan. Puede que no tengan nada que ver con esto. —Titubeó un instante—. El noble Reznak dice que fueron nueve. ¿Quiénes más?

—Tres libertos, asesinados en sus casas —respondió el Cabeza Afeitada—. Un prestamista, un zapatero y la arpista Rylona Rhee. Antes de matarla le cortaron los dedos.

La reina dragón entrecerró los ojos. Rylona Rhee tocaba el arpa con tanta dulzura como la Doncella. Mientras era esclava en Yunkai tocaba para todas las familias nobles de la ciudad. En Meereen se había convertido en una de las líderes yunkias de los libertos; los representaba en las sesiones del consejo de Dany.

—¿No tenemos más prisioneros que ese vendedor de vino?

—Uno lamenta confesar que no. Os suplicamos vuestro perdón.

«Más misericordia —pensó Dany—. Tendrán la misericordia del dragón.»

—He cambiado de opinión, Skahaz. Que el interrogatorio sea brusco.

—Muy bien —asintió—. También puedo interrogar con brusquedad a las hijas mientras el padre mira. Si os parece bien, así les sacaremos unos cuantos nombres.

—Haced lo que podáis, pero quiero esos nombres. —Sentía la rabia como una hoguera en el vientre—. No permitiré que asesinen a más Inmaculados. Que vuestros hombres se retiren a los barracones, Gusano Gris. De hoy en adelante vigilaran mis muros, mis puertas y a mí, nada más.

—Uno os escucha. Uno os obedece.

—A partir de ahora, los encargados de mantener la paz en Meereen serán los meereenos —declaró—. Quiero que creéis un nuevo cuerpo de guardia, Skahaz, que se componga a partes iguales de vuestros
cabezas afeitadas
y mis libertos.

—Como ordenéis. ¿Con cuántos hombres?

—Tantos como sean necesarios.

Reznak mo Reznak contuvo una exclamación.

—Magnificencia —intervino—, ¿de dónde sacaremos dinero para pagar el salario de tantos hombres?

—De las pirámides —replicó Dany—. Lo llamaremos impuesto de sangre. A cada pirámide le cobraré cien piezas de oro por cada uno de los libertos asesinados por los Hijos de la Arpía.

—¿Cien? —gimió Reznak—. Es demasiado; tengo miedo de que…

—Que sean ellos los que tengan miedo. Han despertado al dragón. —Dany se levantó—. Marchaos, id a cumplir las órdenes. Tengo que llorar a mis muertos.

Al regresar a sus habitaciones de la parte superior de la pirámide se encontró con Missandei, que lloraba quedamente en su cama y hacía lo posible por disimular el sonido de los sollozos.

—Ven a dormir conmigo —le dijo a la pequeña escriba—. Aún faltan horas para el amanecer.

—Su Alteza es muy bondadosa con una. —Missandei se deslizó bajo las sábanas—. Era un buen hermano.

Dany abrazó a la niña.

—Háblame de él.

—Cuando éramos pequeños me enseñó a trepar a los árboles. Era capaz de atrapar peces con las manos. Un día lo encontré dormido en nuestro jardín; se le había posado encima un centenar de mariposas. Aquel día estaba tan hermoso… Una… es decir, yo lo quería mucho.

—Igual que él a ti. —Dany acarició el pelo de la niña—. Xaro me ha ofrecido una flota. Si las naves son seguras, nos marcharemos de este lugar odioso. Te llevaré a casa, te lo prometo. A Naath.

—Prefiero quedarme con vos. En Naath me pasaría la vida aterrada, pensando que podrían volver los esclavistas. Cuando estoy con vos me siento a salvo.

A salvo. Aquellas palabras hicieron que a Dany se le llenaran los ojos de lágrimas.

—Quiero mantenerte a salvo, de verdad, pero… —Missandei no era más que una niña. A su lado se sentía con derecho a ser ella una niña también—. A mí nadie me mantuvo a salvo cuando era pequeña. Bueno, sí, Ser Willem, pero luego murió, y Viserys… Quiero protegerte, pero… Qué difícil es. Qué difícil es ser fuerte. No siempre sé qué debo hacer. Pero tengo que saberlo. Soy lo único que tienen. Soy la reina, la… la…

—La madre —susurró Missandei.

—La Madre de Dragones. —Dany se estremeció.

—No. La madre de todos nosotros. —Missandei se abrazó a ella con más fuerza—. Su Alteza debería dormir. Pronto llegará el amanecer, y se reunirá la corte.

—Las dos tenemos que dormir; soñaremos con días más hermosos. Cierra los ojos.

Missandei obedeció. Dany le dio un beso en los párpados y la hizo reír.

Por desgracia era más fácil besar que dormir. Dany cerró los ojos y trató de pensar en su hogar, en Rocadragón, en Desembarco del Rey, en todos los lugares de los que le había hablado Viserys, en una tierra más generosa que aquella… Pero sus pensamientos, como barcos zarandeados por un mal viento, volvían sin cesar a la bahía de los Esclavos. Cuando Missandei se quedó dormida, Dany se liberó de su abrazo y salió al aire fresco que precedía al amanecer.

«Un baño me tranquilizará», se dijo mientras se encaminaba descalza por la hierba hacia el estanque de la terraza.

Sintió el agua fresca contra la piel. Al principio le puso la carne de gallina, pero a los pocos instantes empezó a parecerle más tibia. Dany flotó con los ojos cerrados mientras los pececillos le mordisqueaban los brazos y las piernas.

«Si fuera un pez, podría ir nadando hasta Poniente —pensó—. No necesitaría a Xaro, ni sus barcos.» Se preguntó cuántos hombres podrían viajar en trece galeras. Para ir de Qarth a Astapor sólo había necesitado tres, pero aquello había sido antes de procurarse ocho mil Inmaculados, un millar de mercenarios con sus caballos y decenas de miles de libertos. «¿Y qué voy a hacer con los dragones?» Siempre tenía presentes a sus dragones, y también a Hazzea, la niña a la que no había llegado a conocer.


Drogon
—dijo en un susurró quedo—, ¿dónde estás?

Durante un momento casi le pareció verlo surcar el cielo, ocultando las estrellas con sus alas negras.

Un susurro suave le hizo abrir los ojos. Se incorporó en el agua.

—¿Missandei? —llamó—. ¿Irri? ¿Jhiqui?

—Duermen —fue la respuesta que le llegó.

Había una mujer junto al caqui; llevaba una túnica con capucha. El borde de la prenda llegaba hasta la hierba. El rostro que se divisaba bajo la capucha era duro y brillante. «Lleva una máscara —supo Dany al instante—, una máscara lacada de color rojo oscuro.»

—¿Quaithe? ¿Estoy soñando? ¿Me he quedado dormida? —Se pellizcó una oreja, e hizo una mueca de dolor—. Soñé con vos en la
Balerion
cuando vine a Astapor.

—No soñabais. Ni entonces ni ahora.

—¿Qué hacéis aquí?

—Vos me habéis llamado.

—No es verdad. ¿Cómo habéis pasado ante mis guardias?

—He venido por otro camino. Los guardias no me han visto.

—Si los llamo, os matarán.

—Os jurarán que no estoy aquí.

—¿Estáis aquí?

—No. Escuchadme bien, Daenerys Targaryen. Las velas de cristal están ardiendo. Pronto llega la yegua clara. Los otros vendrán tras ella. Cuervo y kraken, león y grifo, el hijo del sol y el titiritero del dragón. Recordad a los Eternos. Tened cuidado con el senescal perfumado.

—¿Con Reznak? ¿Por qué voy a tenerle miedo? —Dany salió del estanque. El agua le corrió por las piernas; el aire fresco de la noche le erizó el vello de los brazos—. Si queréis advertirme de algo, hablad sin rodeos. ¿Qué queréis de mí, Quaithe?

La luz de la luna brillaba en los ojos de la mujer.

—Quiero mostraros el camino.

—Ya conozco el camino. Para ir al norte, id al sur; para ir al este, id al oeste; atrás para ir adelante. Y para tocar la luz tengo que pasar por debajo de la sombra. —Se escurrió el agua de la melena plateada—. Estoy harta de acertijos. En Qarth era una mendiga, pero aquí soy la reina. Os ordeno que…

—Daenerys. Recordad a los Eternos. Recordad quién sois.

—La sangre del dragón. —«Pero mis dragones rugen ahora en la oscuridad»—. Recuerdo a los Eternos. Me llamaron «hija de tres». Tres monturas me prometieron, tres fuegos y tres traiciones. Una por sangre, otra por oro y otra por…

—¿Alteza? —Missandei estaba ante la puerta del dormitorio de la Reina, con un farolillo en la mano—. ¿Con quién habláis?

Dany volvió la vista hacia el caqui. Allí no había nadie. Ni rastro de Ia túnica, de la máscara lacada, de Quaithe.

«Con una sombra. Con un recuerdo. Con nadie.» Era de la sangre del dragón, pero Ser Barristan le había advertido que aquella sangre llevaba una lacra. «¿Me estoy volviendo loca?» A su padre lo habían llamado loco también.

—Estaba rezando —le dijo a la chiquilla naathi.

—Pronto será de día. Más vale que comáis algo antes de la audiencia. Os traeré el desayuno.

Cuando volvió a quedarse a solas, Dany rodeó toda la pirámide con la esperanza de dar con Quaithe, tal vez tras los árboles quemados y la tierra ennegrecida del lugar donde habían tratado de capturar a
Drogon
. Pero sólo se oía el viento entre los frutales, y en los jardines no había más criaturas que unas cuantas polillas blancuzcas.

Missandei regresó con un melón y un cuenco de huevos duros, pero Dany Se sentía inapetente. A medida que el cielo se iluminaba y las estrellas iban desapareciendo una tras otra, Irri y Jhiqui la ayudaron a ponerse un
tokar
de seda violeta con flecos de oro.

—Xaro Xhoan Daxos me ha ofrecido trece galeras —les contó.

—El trece es mal número,
khaleesi
—musitó Jhiqui en el idioma dothraki—. Lo sabe todo el mundo.

—Lo sabe todo el mundo —corroboró Irri.

—El treinta me gustaría más —asintió Daenerys—. Y el trescientos, más todavía. Pero con trece podemos llegar a Poniente.

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