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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantasía

Dominio de dragones (2 page)

BOOK: Dominio de dragones
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—Cuando los Cuervos de Tormenta vuelvan de Lhazar pensaré en ponerlos a patrullar las calles —le dijo a Ser Barristan—, pero hasta entonces sólo cuento con los Inmaculados.

Dany habría dado cualquier cosa por saber si Daario había llegado a Lhazar. «Daario no me fallará; pero, aunque me fallara, yo encontraría otra vía. Es lo que tienen que hacer las reinas: encontrar otra vía. Que no implique mandar arados al otro lado del río.» Hasta el hambre era preferible a cruzar el Skahazadhan con arados. Todo el mundo lo sabía.

—Vais a tener que perdonarme, ser —dijo—. Los peticionarios no tardarán en estar ante las puertas. He de ponerme las orejas largas y convertirme otra vez en su reina. Llamad a Reznak y al Cabeza Afeitada; los recibiré en cuanto me vista.

Selmy hizo una reverencia.

—Como ordene Su Alteza.

La Gran Pirámide se alzaba hasta una altura de trescientas varas desde la enorme base cuadrada hasta la elevada cima donde estaban las estancias privadas de la reina, rodeadas de follaje verde y aromáticas albercas. Mientras el fresco amanecer azul se abría sobre la ciudad, Dany salió a la amplia terraza. Hacia el oeste, la luz arrancaba destellos de las cúpulas doradas del Templo de las Gracias y proyectaba sombras oscuras tras las pirámides escalonadas de los poderosos.

«En algunas de esas pirámides, los Hijos de la Arpía planean en este momento nuevos asesinatos —pensó—, y no puedo hacer nada para detenerlos.»
Viserion
percibió su desasosiego. El dragón blanco estaba enroscado a un peral, con la cabeza recostada en la cola. Cuando Dany pasó junto a él abrió los ojos, dos estanques de oro fundido. Sus cuernos también eran de oro, al igual que las escamas que le bajaban por el lomo desde la cabeza hasta la cola.

—Eres un perezoso —le dijo al tiempo que lo rascaba bajo la quijada. Las escamas estaban calientes, como una armadura que hubiera quedado demasiado tiempo al sol. «Los dragones son fuego hecho carne.» Lo había leído en uno de los libros que Ser Jorah le diera como regalo de bodas—. ¿Qué haces que no estás cazando con tus hermanos? ¿Es que te has peleado con
Drogon
otra vez?

En los últimos tiempos, sus dragones estaban cada vez más indómitos.
Rhaegal
le había lanzado una dentellada a Irri, y
Viserion
le había prendido fuego al
tokar
de Reznak durante la última visita del senescal.

«Los he tenido muy abandonados, pero ¿de dónde voy a sacar tiempo para ellos?»

Viserion
sacudió la cola hacia un lado y golpeó el tronco del árbol con tal fuerza que una pera cayó de la rama y rodó hasta los pies de Dany. El dragón desplegó las alas y, en una mezcla de vuelo y salto, se posó en el pretil. «Está creciendo —pensó mientras el dragón remontaba el vuelo—. Igual que los otros dos. No tardarán en tener tamaño suficiente para soportar mi peso.» Entonces volaría, igual que había volado Aegon el Conquistador, alto, muy alto, hasta que Meereen fuera apenas una manchita que se pudiera ocultar con el pulgar.

Observó cómo
Viserion
ascendía en círculos cada vez más amplios hasta que se perdió de vista más allá de las aguas turbias del Skahazadhan. Entonces volvió Dany al interior de la pirámide, donde Irri y Jhiqui la esperaban para desenredarle los mechones de cabello y vestirla como correspondía a la reina de Meereen, con un
tokar
ghiscario.

El atuendo era engorroso: una tela larga y suelta que tenía que ponerse en torno a las caderas, bajo un brazo y por encima de un hombro, con los flecos colgantes dispuestos en esmeradas capas. Si no se lo apretaba suficiente, se le caería; si se lo apretaba demasiado, se arrugaría y la haría tropezar. Incluso bien puesto el
tokar
, era imprescindible mantenerlo en su sitio con la mano izquierda. Caminar con un
tokar
obligaba a dar pasos cortos y remilgados, con un equilibrio exquisito, para no enredarse los pies con los pesados flecos. No era atuendo para nadie que tuviera que trabajar. El
tokar
era la vestimenta de los amos, señal de poder y riqueza.

Cuando se apoderó de Meereen, Dany quiso prohibir el
tokar
, pero el consejo la disuadió.

—La Madre de Dragones tiene que vestir el
tokar
o se granjeará el odio eterno de sus súbditos —le advirtió la Gracia Verde, Galazza Galare—. Con las prendas de lana de Poniente o con una túnica de encaje myriense, Su Esplendor será siempre una forastera entre nosotros, una extranjera grotesca, una bárbara conquistadora. La reina de Meereen tiene que ser una dama del Antiguo Ghis.

Ben Plumm el Moreno, el capitán de los Segundos Hijos, lo había expresado de manera más sucinta.

—Para ser el rey de los conejos hay que ponerse unas orejas largas.

Las orejas largas que utilizó aquel día eran de puro lino blanco, con un ribete de flecos rematados en borlas doradas. Con la ayuda de Jhiqui consiguió envolverse correctamente en el
tokar
al tercer intento. Irri le llevó la corona, forjada con la forma del dragón tricéfalo de su Casa. El cuerpo era de oro; las alas, de plata, y las tres cabezas, de marfil, ónice y jade. Antes de que terminara la jornada, su peso haría que Dany sintiera el cuello y los hombros rígidos y doloridos. «La corona no debe ser cómoda», había dicho uno de sus antepasados.

«Un Aegon, seguro, pero ¿cuál?»

Cinco Aegons habían gobernado los Siete Reinos de Poniente, y habría habido un sexto si los perros del Usurpador no hubieran asesinado al hijo de su hermano cuando no era más que un niño de pecho. «Si hubiera vivido, tal vez me habría casado con él. La edad de Aegon se aproximaba a la mía más que la de Viserys.» La madre de Dany apenas si la había concebido cuando Aegon y su hermana fueron asesinados. El padre de ambos había muerto antes, a manos del Usurpador, en el Tridente. Su otro hermano, Viserys, había muerto entre aullidos en Vaes Dothrak, con una corona de oro fundido en la cabeza. «Y si lo permito, también me matarán a mí. Los cuchillos que acabaron con mi Escudo Fornido me estaban buscando.»

No había olvidado a los niños esclavos que los Grandes Amos habían clavado a lo largo del camino de Yunkai. Los había contado: ciento sesenta y tres, un niño cada milla, clavados a los mojones con un brazo extendido para señalarle el camino.

Tras la caída de Meereen, Dany había empalado al mismo número de Grandes Amos. Enjambres de moscas los acosaron durante la lenta agonía, y el hedor tardó mucho en desaparecer de la plaza. Pero, en ciertas ocasiones, tenía la sensación de que no había ido tan lejos como debería. El meereeno era un pueblo artero y testarudo, que se resistía a su voluntad a cada paso. Habían liberado a los esclavos, sí, pero sólo para volver a contratarlos como siervos con salarios tan escasos que la mayor parte de ellos no se podían pagar ni la comida. Los libertos que eran demasiado viejos o demasiado jóvenes para resultar útiles habían quedado en las calles, al igual que los enfermos y los tullidos. Y, aun así, los Grandes Amos se reunían en las cimas de sus pirámides para quejarse porque la reina dragón había llenado las calles de su noble ciudad de sucias hordas de mendigos, ladrones y prostitutas.

«Para reinar en Meereen tengo que ganarme a los meereenos, por mucho que los desprecie.»

—Ya estoy preparada —le dijo a Irri.

Reznak y Skahaz aguardaban ante las escaleras de mármol.

—Oh, gran reina —declamó Reznak mo Reznak—, hoy estáis tan radiante que me da miedo miraros.

El senescal vestía un
tokar
de seda marrón con flecos dorados. Era un hombre menudo, pringoso, que olía como si se bañara en perfume y hablaba un dialecto burdo del alto valyrio, muy corrompido y maltratado por el ronco gruñido ghiscari.

—Sois muy amable —respondió Dany en una versión más depurada del mismo idioma.

—Mi reina —gruñó Skahaz mo Kandaq, el de la cabeza afeitada. El cabello ghiscari era espeso y fuerte; durante mucho tiempo, la moda había impuesto que los hombres de las ciudades esclavistas se lo peinaran en forma de cuernos, de púas o de alas. Al rasurarse, Skahaz había dejado atrás al antiguo Meereen para aceptar el nuevo. Los otros Kandaq hicieron lo mismo tras las huellas de su ejemplo. Otros los imitaron, aunque Dany no habría sabido decir si fue por miedo, por moda o por ambición. Los llamaban
cabezas afeitadas
. Skahaz era el Cabeza Afeitada… y, para los Hijos de la Arpía y los de su calaña, era también el peor de los traidores—. Nos hemos enterado de lo del eunuco.

—Se llamaba Escudo Fornido.

—Si no se castiga a los asesinos, habrá muchos más crímenes.

Hasta con la cabeza rasurada, el rostro de Skahaz era repulsivo: ceño protuberante; ojos diminutos con gruesas ojeras; nariz grande llena de puntos negros; piel grasienta, más amarilla aún que la ambarina habitual en los ghiscari… Era un rostro burdo, brutal, airado. La única esperanza que le cabía a Dany era que fuera, además, un rostro sincero.

—¿Cómo puedo castigarlos si no sé quiénes son? —le replicó—. Decidme eso, bravo Skahaz.

—Enemigos no os faltan, Alteza. Desde vuestra terraza se ven sus pirámides. Zhak, Hazkar, Ghazeen, Merreq, Loraq… Todas las antiguas familias de esclavistas. La familia Pahl es la peor. Ahora es una casa de mujeres, de mujeres viejas que quieren sangre. Las mujeres no olvidan. Las mujeres no perdonan.

«No —pensó Dany—, y los perros del Usurpador lo descubrirán cuando vuelva a Poniente.» Pero era verdad que la sangre se interponía entre ella y la casa de Pahl. Oznak zo Pahl había sido el héroe de Meereen hasta que Belwas el Fuerte lo mató. Su padre, comandante de la guardia de la ciudad, había muerto defendiendo las puertas cuando la Polla de Joso las hizo astillas. Su tío había sido uno de los ciento sesenta y tres de la plaza.

—¿Cuánto oro hemos ofrecido por cualquier información sobre los Hijos de la Arpía? —preguntó a Reznak.

—Cien honores, si a Su Esplendor le parece bien.

—Mil honores me parecería mejor. Encargaos.

—Vuestra Alteza no me ha pedido consejo —intervino Skahaz, el Cabeza Afeitada—, pero en mi opinión la sangre se paga con sangre. Elegid a un hombre de cada una de las familias que he nombrado y matadlo. La próxima vez que asesinen a uno de los vuestros, elegid a dos de cada casa importante y matadlos. No habrá un tercer crimen.

Reznak dejó escapar un gemido de horror.

—Nooo… No, bondadosa reina, tamaña crueldad desencadenaría la ira de los dioses. Daremos con los asesinos, os lo prometo, y entonces veréis cómo son gentuza de baja ralea, seguro.

El senescal era tan calvo como Skahaz, pero en su caso los culpables eran los dioses. «Si un solo cabello tuviera la insolencia de aparecer, se encontraría a mi barbero con la navaja lista», le había dicho cuando lo eligió. En algunas ocasiones, Dany se preguntaba si no sería mejor utilizar aquella navaja contra la garganta de Reznak. Le resultaba útil, pero no le gustaba en absoluto, y desde luego, no confiaba en él. No había olvidado a la
maegi
Mirri Maz Duur, que le había pagado su bondad asesinando a su sol y estrellas y a su hijo nonato.

Los Eternos le habían dicho que sufriría tres traiciones. La de la
maegi
había sido la primera; la de Ser Jorah, la segunda. «¿Quién será el tercero? ¿Reznak, el Cabeza Afeitada, Daario…? ¿O tal vez alguien de quien jamás sospecharía? ¿Ser Barristan, Gusano Gris, Missandei…?»

—Skahaz —le dijo al Cabeza Afeitada—, os agradezco vuestro consejo. Reznak, a ver qué conseguimos con mil honores.

Daenerys se sujetó el
tokar
, pasó ante ellos e inició el descenso por la amplia escalera de mármol. Sólo podía dar pasitos menudos; de lo contrario se enredaría con los flecos y caería rodando hasta el patio.

Missandei era la encargada de anunciarla. La pequeña escriba tenía una voz dulce, potente.

—¡De rodillas todos para recibir a Daenerys de la Tormenta, La que no Arde, reina de Meereen, reina de los ándalos y los rhoynar y los primeros hombres,
khaleesi
del Gran Mar de Hierba, Rompedora de Cadenas y Madre de Dragones! —declamó mientras Dany descendía poco a poco.

La sala estaba abarrotada. Los Inmaculados estaban firmes, con la espalda contra las columnas, escudos y lanzas en ristre, las púas de los cascos hacia arriba como una hilera de cuchillos. Los meereenos se habían agrupado bajo las cristaleras del lado este, una mezcolanza de cabezas rasuradas y peinados en forma de cuernos, manos o espirales. Los libertos de Dany estaban bien lejos de sus antiguos amos.

«Mientras no se mezclen, Meereen no conocerá la paz.»

—Levantaos.

Dany se acomodó en su banco. En la sala, todos se incorporaron. «Mira, al menos una cosa que hacen igual.»

Reznak mo Reznak tenía una lista. La tradición exigía que la reina empezara con el enviado astapori, un antiguo esclavo que se hacía llamar Lord Ghael, aunque nadie sabía de qué era señor.

Lord Ghael tenía los dientes negros y cariados, y el rostro amarillento y afilado de una comadreja. También tenía un regalo. Para ella.

—Cleon el Grande envía estas zapatillas como prueba de su amor hacia Daenerys de la Tormenta, la Madre de Dragones —anunció.

Irri tomó las zapatillas y se las puso a Dany. Eran de cuero laminado en oro, con adornos de perlas verdes de agua dulce. «¿Acaso cree el Rey Carnicero que conseguirá mi mano a cambio de un par de zapatillas?»

—Qué generoso es el rey Cleon —dijo—. Dadle las gracias por tan hermoso regalo.

«Hermoso, pero de la talla de una niña.» Dany tenía los pies pequeños, y aun así, las zapatillas le apretaban los dedos.

—Cleon el Grande estará satisfecho de que os hayan gustado —dijo Lord Ghael—. Su Magnificencia me ordena deciros que está preparado para defender a la Madre de Dragones de todos sus enemigos.

«Como me vuelva a proponer que me case con Cleon, le tiro una zapatilla a la cabeza», pensó Dany, pero por una vez, el enviado astapori no mencionó el matrimonio.

—Ha llegado la hora —dijo en cambio— de que Astapor y Meereen pongan fin al cruel dominio de los Sabios Amos de Yunkai, enemigos acérrimos de todos aquellos que viven en libertad. El Gran Cleon me ordena deciros que pronto atacará con sus nuevos Inmaculados.

«Sus nuevos Inmaculados son un chiste obsceno.»

—El rey Cleon haría mejor en cuidar de sus jardines y dejar que los yunkios se ocupen de los suyos. —No era que sintiera el menor cariño por Yunkai. Cada día que pasaba lamentaba más no haber tomado la Ciudad Amarilla después de derrotar a su ejército en el campo de batalla. Los Sabios Amos habían vuelto a capturar esclavos en cuanto se alejó de allí, y estaban muy ocupados recaudando impuestos, contratando mercenarios y pactando alianzas contra ella. Pero Cleon, autodenominado el Grande, no les iba a la zaga. El Rey Carnicero había reinstaurado la esclavitud en Astapor; el único cambio consistía en que los antiguos esclavos eran los amos, y los amos se habían convertido en sus esclavos. «Sigue siendo un carnicero; tiene las manos llenas de sangre»—. No soy más que una niña y desconozco el arte de la guerra —siguió—, pero se comenta que Astapor se muere de hambre. Que el rey Cleon alimente a su pueblo antes de llevarlo a la batalla.

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