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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantasía

Dominio de dragones (8 page)

BOOK: Dominio de dragones
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Las dos muchachas dothrakis intercambiaron miradas.

—El agua venenosa está maldita,
khaleesi
—dijo Irri—. Los caballos no la pueden beber.

—Lo sabe todo el mundo —asintió Jhiqui.

—No tenéis por qué venir conmigo —les respondió Dany—. Sois mis sirvientas, no mis esclavas. Por eso mismo sois libres de ir adonde queráis.

Cuando volvieron Reznak y Skahaz no pudo evitar mirarlos de soslayo, con el recuerdo de las tres traiciones. «Tened cuidado con el senescal perfumado.» Olfateó a Reznak mo Reznak con cautela. Nunca había llegado a confiar en él pese a todas sus promesas de lealtad.

«Podría ordenarle al Cabeza Afeitada que lo arrestara y lo interrogara.» ¿Se anticiparía a la profecía si lo mataba antes de que tuviera ocasión de traicionarla? ¿O aparecería otro traidor que ocuparía su lugar? «Las profecías son engañosas —se recordó—, y puede que Reznak sea lo que parece ser, nada más.»

Cuando llegó a la sala violeta, Dany se encontró un montón de cojines de seda sobre el banco de ébano. Aquello le dibujó una sonrisa triste en los labios. «Es cosa de Ser Barristan», supo al instante. El anciano caballero era un buen hombre, pero demasiado literal en ocasiones. «Sólo era una broma, ser», pensó, pero se sentó en los cojines.

Aquella mañana había menos demandantes. Por lo menos, algo de lo que alegrarse. Lord Grael, como siempre, fue el primero en intervenir. El enviado astapori parecía aún más desdichado que de costumbre cuando le hizo la reverencia.

—Esplendor —dijo—, os traigo muy malas nuevas. Los ejércitos de los yunkios han caído sobre Astapor. En estos momentos asedian nuestra hermosa ciudad libre. Cleon el Grande ha conseguido a duras penas haceros llegar este mensaje. ¡Tenéis que ayudarnos! ¡Os lo suplico, acudid al sur con todos vuestros ejércitos!

—Mis ejércitos hacen falta aquí. Ya le advertí a vuestro rey que esa guerra era una locura; está cosechando lo que sembró.

—Lo único que quería Cleon el Grande era terminar la obra que inició Su Magnificencia, y acabar con los malvados esclavistas de Yunkai —replicó Ghael entre los dientes cariados—. Sé que la Madre de Dragones no nos abandonará cuando más la necesitamos. Si no podéis acudir en persona, prestadnos a vuestros Inmaculados para que defendamos las murallas de la ciudad.

«Sin los Inmaculados no podré seguir dominando Meereen», pensó Dany, aunque no se atrevió a reconocerlo ante los presentes.

—Hemos entrenado a tres compañías de libertos. Algunos de ellos eran esclavos en Astapor. Tal vez podamos enviar una en auxilio del rey Cleon. Tendré que pensarlo, y tendré que consultar con el consejo y con mis comandantes.

—¡No hay tiempo! Tenéis que acudir ya, con vuestros dragones.

«¿Ir con mis dragones para salvar esa ciudad? Lo más probable sería que la redujeran a cenizas.»

—Eso es imposible.

—Entonces, estamos condenados. —Ghael se puso en pie; tenía los ojos extraviados—. Nos disteis la muerte, no la libertad.

Y le escupió a la cara.

Belwas el Fuerte lo agarró por los hombros y lo estampó contra el suelo de mármol con tal fuerza que Dany oyó cómo se le rompían los dientes. Skahaz habría llegado mucho más lejos, pero ella lo contuvo.

—Basta —dijo al tiempo que se limpiaba la mejilla con una punta del
tokar
—. La saliva nunca ha matado a nadie. Lleváoslo.

Lo sacaron a rastras por los pies, dejando a su paso una estela de sangre y dientes rotos. Dany contempló la escena con el corazón entumecido.

«Yo los liberé. Rompí sus cadenas y les di consejeros para que los gobernaran, un sanador, un sabio y un sacerdote.»

De buena gana se habría librado del resto de los demandantes, pero no podía. «Soy su reina. Acuden a mí para pedir justicia.» De modo que siguió en su trono de ébano, aunque tuvo que contenerse para no bostezar mientras Reznak mo Reznak parloteaba ante ella acerca de los gremios de artesanos.

Por lo visto, los constructores estaban enfadados con ella, y también los albañiles. Algunos antiguos esclavos estaban tallando piedras y colocando ladrillos, les quitaban el trabajo a los obreros y a los maestros del gremio.

—Los libertos trabajan por muy poco, Magnificencia —dijo Reznak—. Algunos dicen ser oficiales, o hasta maestros, y por derecho, esos títulos les corresponden a los artesanos de los gremios. Suplican a Vuestra Magnificencia con todo respeto que defienda sus derechos y costumbres, que les vienen de antiguo.

Dany frunció el ceño.

—Los libertos trabajan a precios bajos porque tienen hambre —señaló—. Si les prohibo tallar piedras o poner ladrillos, lo siguiente será que los cereros, los tejedores y los orfebres llamarán a mi puerta para pedirme que impida que los antiguos esclavos practiquen esos oficios. —Se paró un momento a pensar—. Establezcamos que, de ahora en adelante, sólo los miembros del gremio puedan decir que son oficiales o maestros… siempre que los gremios se abran a cualquier liberto que demuestre poseer los conocimientos necesarios.

—Así será proclamado. —Reznak recorrió la estancia con la mirada—. ¿Querrá Su Adoración escuchar de nuevo la petición del noble Hizdahr zo Loraq?

«¿Es que no se va a dar por vencido nunca?»

—Que se adelante.

Aquel día, Hizdahr no vestía su
tokar
, sino que llevaba una túnica gris y azul más sencilla. También se había rasurado. «Se ha afeitado la barba y se ha cortado el pelo», advirtió Dany. No se había afeitado la cabeza, al menos del todo, pero por lo menos había prescindido de aquellas alas absurdas.

—Vuestro barbero ha hecho un buen trabajo, Hizdahr —señaló—. Espero que hayáis venido a mostrármelo, y no a incordiarme más acerca de los reñideros.

El hombre hizo una marcada reverencia.

—Mucho me temo que no tengo más remedio, Alteza.

—Seis veces ya me he negado a vuestra petición.

—Su esplendor tiene siete dioses, de manera que tal vez mirará con buenos ojos mi séptima súplica. Y hoy no vengo solo. ¿Querréis escuchar a mis amigos? Ellos también son siete. —Se los fue presentando de uno en uno—. Este es Khrazz. Esta es Barsena Pelonegro, la valerosa. Estos son Camarron del Condado y Goghor el Gigante. Este es el Gato Moteado y este Ithoke el Temerario. Y por último, Belaquo Rompehuesos. Han venido para sumar sus voces a la mía y pedirle a Su Alteza que vuelva a abrir nuestras arenas de combate.

Dany conocía de nombre, aunque no de vista, a sus siete acompañantes. Antes de que cerrara los reñideros eran algunos de los esclavos de combate más famosos de Meereen. No podía rechazarlos sin antes oír lo que quisieran decirle. «Una reina debe escuchar a su pueblo.» Los esclavos de combate, después de que sus ratas de cloaca los liberaran de las cadenas, fueron los que encabezaron el alzamiento que la hizo señora de la ciudad. Tenía una deuda de sangre con ellos.

—Os escucharé —concedió.

Uno tras otro le suplicaron que volviera a abrir las arenas de combate.

—¿Por qué? —quiso saber cuanto Ithoke terminó de hablar—. Ya no sois esclavos; ya no tenéis que morir por el capricho de un amo. Os he liberado. ¿Por qué queréis que vuestra vida termine en las arenas rojas?

—Entreno desde tres años —dijo Goghor el Gigante—. Mato desde seis años. Madre de Dragones dice yo libre. ¿Por qué no libre para luchar?

—Si lo que queréis es luchar, luchad por mí —replicó Dany—. Juradles lealtad a los Hombres de la Madre, o a los Hermanos Libres, o a los Escudos Fornidos. Enseñad a luchar a mis otros libertos.

Goghor sacudió la cabeza.

—Antes yo lucho por amo. Vos decís lucha por mí. Yo digo lucho por mí. —El hombretón se golpeó el pecho con un puño del tamaño de un jamón—. Por oro. Por gloria.

—Todos pensamos lo mismo que Goghor —dijo el Gato Moteado, que llevaba una piel de leopardo sobre los hombros—. La última vez que me vendieron, mi precio fue de trescientos mil honores. Cuando era esclavo dormía sobre pieles y comía carne. Ahora que soy libre duermo en un lecho de paja y, si tengo suerte, como pescado en salazón.

—Hizdahr jura que los vencedores tendrán derecho a la mitad del dinero de las entradas —intervino Khrazz—. La mitad, lo ha jurado, y Hizdahr es un hombre honrado.

«No —pensó Daenerys—, es un hombre astuto.» Se sentía atrapada.

—¿Y los perdedores? ¿Qué recibirán los que pierdan?

—Sus nombres quedarán grabados en las Puertas del Destino junto con los de todos los valientes caídos —declaró Barsena. Se decía que durante ocho años había matado a todas las mujeres con las que la enfrentaron—. A todo hombre y a toda mujer le llega la muerte… pero no todos serán recordados.

«A mí sí me recordarán —pensó Dany—. La Madre de Dragones, que trajo sobre ellos la guerra y la miseria.» Si de verdad era lo que su pueblo deseaba, si era lo que deseaban las propias víctimas de los reñideros, ¿qué derecho tenía a negarse? «Es su ciudad —se recordó—. Si las naves de Xaro son seguras, yo no tardaré en abandonarlos.»

—Meditaré sobre lo que me habéis dicho —respondió—. Os agradezco vuestros consejos. —Se levantó—. Estoy cansada. Continuaremos mañana por la mañana.

—¡Arrodillaos todos ante Daenerys de la Tormenta, La que no Arde, reina de Meereen, reina de los ándalos, los rhoynar y los primeros hombres,
khaleesi
del Gran Mar de Hierba, Rompedora de Cadenas y Madre de Dragones! —declamó Missandei.

—Avisad a todos mis capitanes y comandantes —le dijo Dany a Reznak antes de volver a sus habitaciones—. Quiero que se reúnan conmigo en la armería dentro de una hora.

—¿Ser Barristan también?

Selmy había ido con Groleo a la bahía de los Esclavos para supervisar la inspección de los barcos que le había ofrecido Xaro Xhoan Daxos.

—No —admitió—, pero que no falte nadie más.

Se reunió con sus hombres en torno a la larga mesa de la armería, entre hileras de lanzas, gavillas de flechas y paredes de las que pendían trofeos de batallas olvidadas muchos años atrás. Allí estaban Skahaz el Cabeza Afeitada; Gusano Gris y sus lugartenientes Caliando y Héroe; Moragy, de los Hombres de la Reina; Mollono Yos Dob, de los Escudos Fornidos, y Simón Espalda Lacerada, de los Hermanos Libres. Un anciano
jaqqa rhan
llamado Rommo, de ojos apagados y piernas torcidas, representaba a sus dothrakis.

Dany ocupó su lugar en la silla alta de la cabeza de la mesa, entre dos lanzas cruzadas y un látigo enrollado. Reznak mo Reznak se quedó de pie a su lado, y Belwas el Fuerte se situó detrás. Faltaban Ben Plumm el Moreno, sus tres valerosos jinetes de sangre, Barristan Selmy y Daario.

«Es inevitable. La guerra no espera.»

—Los yunkios han invadido Astapor —anunció—. El rey Cleon nos ha pedido ayuda.

—¿Es vuestro deseo salvar al Rey Carnicero? —preguntó Symon Espalda Lacerada, que tenía los hombros y la espalda surcados de cicatrices de los latigazos que había recibido cuando era esclavo en Astapor.

«No —pensó Dany—. Les di un consejo para que los gobernara. Un sanador, un sabio y un sacerdote.»

—Si podemos, sí —respondió—. Si Astapor cayera, nada impediría a los yunkios volverse hacia el norte contra Meereen.

Se acomodó en la silla y escuchó.

Aún seguía escuchando cuando la mañana dejó paso a la tarde y las sombras de las lanzas empezaron a reptar por el suelo de ladrillos multicolores.

Reznak se oponía a enviar ningún tipo de ayuda; temía que se debilitara su posición en Meereen. La propuesta de Moragy era atacar la propia Yunkai mientras sus guerreros estaban ocupados en Astapor; la Ciudad Amarilla estaba más cerca que la Roja, tal como señaló, y habría quedado casi desprotegida. Symon Espalda Lacerada decía que podía romper el asedio con sus Hermanos Libres si le proporcionaban caballería que luchara a su lado y les diera escolta: Ben el Moreno y los Segundos Hijos, o quizá Daario y sus Cuervos de Tormenta. Moragy no tenía tanta confianza en sus Hombres de la Madre. Decía que no cederían terreno en un frente de combate, pero sin el refuerzo de los Inmaculados carecían de la experiencia necesaria para enfrentarse solos a los curtidos mercenarios yunkios. Gusano Gris se limitó a señalar que, se decidiera lo que se decidiera, los Inmaculados obedecerían.

Mientras los capitanes discutían sin cesar, Dany descubrió que habría dado cualquier cosa por que Ser Jorah Mormont no la hubiera obligado a exiliarlo. «El sabría qué hacer —pensó—. Enviaba informes sobre mí, pero mi oso gruñón también me daba buenos consejos.» Pensar en él y en cómo la había traicionado la entristecía.

—Hay una manera segura de poner fin al asedio —dijo Mollono Yos Dob—. El rechoncho comandante de los Escudos Fornidos tenía más aspecto de escriba que de soldado; tenía las manos manchadas de tinta y la barriga redonda, pero pocos hombres había tan astutos como él—. Cuando era esclavo en Yunkai ayudaba a mi noble amo a negociar con las diferentes compañías, me encargaba de pagarles la soldada. Conozco a esos mercenarios, y sé que los Sabios Amos no les pagan lo suficiente para que se enfrenten a dragones.

Dany frunció el ceño. Sabía que más tarde o más temprano se tocaría aquel tema.

—Mis dragones son demasiado jóvenes. Ninguno tiene tamaño suficiente para cargar con el peso de un hombre en una batalla.

No quería hablar de Hazzea, ni de la fosa de los calabozos, ni de
Drogon
, que volaba salvaje más allá del río.

—Sólo con verlos bastaría para que nuestros enemigos se replantearan sus alianzas —señaló Mollono Yos Dob—. Si Su Alteza cabalgara hacia Astapor seguida por los dragones…

«¿Me seguirían? —se preguntó Daenerys—. ¿O quemarían mi ciudad hasta los cimientos en cuanto los desencadenara?» Los dioses les gastaban bromas crueles a los hombres. Si no, ¿por qué la Madre de Dragones, la Rompedora de Cadenas, tenía que encadenar a sus hijos para protegerse?

Estaba tratando de inventar alguna mentira verosímil que convenciera a Mollono cuando Ser Barristan y el almirante Groelo entraron en la armería. El rostro del anciano caballero estaba tan serio como de costumbre; no así el del marino.

Groleo había sido el hombre más desdichado del mundo desde que Dany hiciera pedazos su amada coca para construir las máquinas de asedio con las que tomaron Meereen. Ella había tratado de consolarlo nombrándolo Lord Almirante, pero ambos eran conscientes de que era un honor sin sentido; la flota meereena había zarpado hacia Yunkai cuando el ejército de Dany se aproximaba a la ciudad, de manera que el viejo pentoshi era un almirante sin naves. Pero en aquel momento, bajo la barba quemada por el salitre, sonreía con una sonrisa que la reina no le había visto nunca.

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