Don Alfredo (15 page)

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Authors: Miguel Bonasso

Tags: #Relato, #Intriga

BOOK: Don Alfredo
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—¿Qué es todo?

—Todo es lo que estaban pasando. Lo de la otra mina. Qué sé yo. Todo. Uno siempre tiene que hacerse perdonar cosas. Incluso un duro, un omnipotente como Alfredo. Dejémoslo ahí. Lo cierto es que, con o sin momento de debilidad, agarró su bolsito, el
attaché
y
se fue con Aristimuño a jugar el juego del fundamentalista: todo o nada. Nunca sabremos si le largó la pregunta. Aunque a mí me lo dijo (no lo escriba) alguien de la Central.

Engulle dos pasteles en silencio, imaginando la escena que acaba de recrear en algún ámbito de la Fortaleza, y vuelve al terreno de las confidencias más seguras.

—Antes de que el emperador fuera enterrado ya empezaron a rodar las cabezas de algunos procónsules. Especialmente las de los que no habían entendido la nueva lógica de no hacer olas para que no siguiera pudriéndose el negocio. No se olvide de que ya en vida, Alfredo había vendido lo que decía que era suyo y lo que decía que no lo era al Exxel Group. Una operación bendecida por La Embajada y manejada por el amigo del puro, Juan Navarro, uno de los geniecitos que salieron del Citi. Un uruguayo con raíces oligarcas en la Argentina, Navarro Castex. Y Ocampo. ¿Le suenan los Ocampo? ¿Se acuerda del Banco Ganadero? Amigos de "Joe" Martínez de Hoz y del filántropo Rockefeller. En la línea del capital añejo, fino, al que nadie se atrevería a calificar de mafioso. Juan Navarro... Un tipo demasiado vivo como para dejar que los duros siguieran cagándose en Duhalde. ¿Me explico?

El escribano Wenceslao Bunge
—Wences
lo llaman los amigos— parecía Porthos por su altura descomunal, pero no tenía la cara del mosquetero bonachón, sino el rostro barbado del duque malvado (y español) de las películas de capa y espada. Como vocero de Alfredo Yabrán, había tratado de llevarse bien con esos muertos de hambre peligrosos que eran, para él, la mayoría de los periodistas. Pero no siempre sus esfuerzos de
lobbysta
se veían recompensados. Cada tanto exhumaban su biografía y le sacudían un brulote.
Wences
pertenecía a una familia patricia, había estudiado con los salesianos y expuesto su corpachón en las lides del rugby: después de cursar sus estudios en Buenos Aires había pasado por Harvard, donde había hecho excelentes relaciones para el futuro. Las emplearía en diversos
lobbies
para la dictadura militar, para Cavallo y finalmente para el
Cartero.
Por si fuera poco, la periodista Susana Viau destapó en
Página
/12
que había sido socio, en una extraña empresa cafetalera, de dos de los más sanguinarios represores del Proceso: los generales Ramón Camps y Carlos Guillermo Suárez Mason.

El día del escopetazo recibió en su escribanía de la calle Viamonte la visita de Raúl Kollmann, de
Página
/12,
que venía a pedirle un favor muy especial y algo arriesgado para un vocero que, aunque lo disimulara, ya había caído en desgracia. El reportero tenía un dato que le había proporcionado su propio diario: en el departamento de publicidad estaba pautada una solicitada firmada por Alfredo Yabrán, que hubiera debido ser publicada el día viernes y había sido levantada.

—Queremos el texto para darlo como información —dijo Kollmann.

Bunge lo miró en silencio, mientras chupaba la pipa. Luego levantó su gigantesca humanidad y se acercó a una biblioteca en la que resaltaba la maqueta de un velero azul, cuyo costo era de ciento veinte mil dólares y que había construido el astillero de Germán Frers para Bunge y su socio y amigo, el ex subsecretario estadounidense para asuntos hemisféricos William Rogers. Abrió una caja fuerte y sacó una hoja.

—Yo no te di nada —masculló con la pipa entre los dientes, mientras ordenaba a la secretaria que le hiciera una fotocopia.

Kollmann leyó con fruición. Era un notón. El texto póstumo del muerto llevaba como título "Mi nombre es Yabrán" y aunque no los nombraba, era un "Yo acuso" contra Domingo Cavallo, Duhalde y la Policía Bonaerense:

En un país en donde casi nadie hace plata trabajando, fui denunciado como mafioso por el más corrupto e hipócrita de los funcionarios con desmedidas ambiciones políticas y un excelente pasar económico que, sin duda, no podría justificar. Poco después de las denuncias del "Jefe de los Coimeros
",
un espantoso crimen común fue politizado. Por unos y por otros. Y también utilizado para tapar otros hechos aún más terribles, como el bombardeo de la AMIA
.
José Luis Cabezas perdió la vida. Yo sólo perdí la libertad de seguirme dedicando a mis negocios, que dan trabajo a muchos argentinos en distintos lugares del país. Ahora, a punto de perder la libertad por un crimen que no cometí, ni ordené, ni supe que se había cometido hasta que me enteré por los medios, he debido transformarme en un prófugo para no ser víctima de los mismos que asesinaron a Cabezas, armaron las pruebas, aportaron falsos testigos y compraron jueces. Pero mi nombre es Yabrán y los que me conocen saben que no pienso escaparme
(...)
Mientras tanto, que gran parte del periodismo no se olvide de Cabezas al condenar socialmente a un inocente.

Bunge cargaba la pipa y miraba al periodista, que leía el texto con sumo interés. Cuando Kollmann alzó la vista,
Wences
dijo con mirada oscura:

—Es terrible lo que han hecho con este hombre. Es un crimen. Algún día va a ser recordado como un patriota. Porque representaba al capital insolente.

El amigo de Henry Kissinger, William Rogers y Jeanne Kirkpatrick parecía querer rescatar una categoría de los años setenta, demolida por sus condiscípulos de Harvard: la del "empresariado nacional".

Carlos
Coco
Mouriño no era como esos cuchilleros de Borges, "capaces de no alzar la voz y de jugarse la vida". No sólo la alzaba sino que podía gritar durante horas, al compás de su verborrea incontenible. Se había desbocado totalmente con el estímulo de las cámaras, los micrófonos y la demanda de los movileros, a los que había logrado seducir con sus bestialidades. Cuando veían al
Coco,
los muchachos de los micrófonos se le iban al humo, seguros de que "había nota". Su patrón-amigo, Alfredo Yabrán, se lo había señalado con ironía. En un reciente cumpleaños de Mouriño le había regalado un compact para la camioneta con una tarjeta que decía: "Para que escuches buenas noticias, buena música... y no hagas más declaraciones". Un buen consejo que no aprovechó.

Alto, gordo, sanguíneo, Mouriño saltó al primer plano de la vida televisiva nacional cuando escoltó al Jefe en su primera declaración ante el juez Macchi en Dolores. Hizo tantas barbaridades ese día que periodistas y legisladores lo investigaron y descubrieron que era un "pesado" que había prestado servicios en el Congreso, donde su hermano sigue trabajando en el área de seguridad. Una circunstancia que le había venido muy bien a Don Alfredo el día que lo citó la Comisión Anti Mafia. Mouriño era una herencia que le había dejado a Yabrán su amigo Diego Ibáñez, quien fue durante décadas el jefe del sindicato de petroleros y uno de los capos del gremialismo peronista. El
Coco
había sido guardaespaldas, empleado, confidente y "como hermano" del líder sindical, en ese entrecruzamiento de roles que se daban en las escoltas personales de los grandes burócratas del sindicalismo argentino. Cuando esos burócratas se enfrentaron con la izquierda peronista, Mouriño fue de los que salieron a darle cadenazos (o balas) a los "zurdos". Pero eso no lo salvó de ir a la cárcel durante la dictadura militar, por "tenencia de armas de guerra".

El miércoles 20, poco después de las tres de la tarde, Mouriño entraba con su camioneta en Dolores, donde pensaba ver a su abogado para agregar datos en una causa que tenía contra el comisario mayor Quinteros, de la Bonaerense, al que acusaba de "meter carne podrida" en el caso Cabezas. Entonces escuchó las declaraciones de Pablo Argibay Molina, en el acto de los albañiles, desmintiendo la muerte de Yabrán. Sintonizó otras radios y escuchó los trascendidos: "Se habría suicidado el empresario Alfredo Yabrán". Detuvo la camioneta y llamó a Gustavo, el secretario de Alfredo, que le contestó llorando. Entonces "se le borró la película". Iba escuchando en la radio a Lorena Maciel, quien informaba que el juez Macchi estaba por subir a un helicóptero para viajar a Entre Ríos. Empezó a buscar el helicóptero para chocarlo, como en las películas, y casi se sube a la acera y se estrella contra una casa. Finalmente dio con el domicilio particular del juez Macchi y se acordó de su propio hermano alcohólico y de que eso "era una enfermedad", cuando empezó a patear la puerta y vociferar, delante de las cámaras de televisión.

—¡Vení, borracho, vení! Vení, empleado de Duhalde, asesino, borracho. Yabrán se suicidó porque no se dejó manejar por el falopero hijo de puta de Duhalde. El hijo de puta mayor, Duhalde y ese otro hijo de puta de Arslanian. Voy a venir todos los días acá, hasta que abras, borracho...

Nadie lo metió preso, ni lo procesó. Alguien que podía amenazar a un juez, un ministro y un gobernador, en vivo y en directo, tenía apoyos gordos por detrás. Al día siguiente, por el influjo de la carta de Yabrán, que exculpaba a Macchi y por indicación de la familia, que no quería "de ahora en adelante, ofender a nadie", Mouriño tuvo que ir, con sus lentes negros, a pedir disculpas al juez frente a su casa. Y, como el día anterior, en vivo y en directo.

Los funerales suelen decir mucho sobre el hombre al que se está enterrando. Ofrecen claves de su pasado, virtudes públicas y vicios privados. Amigos, enemigos, traidores, prudentes que se quedan en su casa. Una mano enguantada que deja caer una rosa. Un murmullo chismoso al paso de una mujer enigmática. El desconsuelo de aquel que no puede salir de su congoja y la cara de circunstancias de quien fue "para cumplir". Las complicidades. Las miserias. Los reales afectos. Las señales de pasos y etapas sucesivas en una parábola absurda que termina en el hoyo.

Curiosamente, el terrateniente Yabrán fue enterrado en el lote cedido por un amigo, el también "turco" Aldo Elías, dueño del Hotel Presidente, donde el finado —antes de perder su condición de Invisible— tenía siempre una
suite
a su disposición, tanto para las relaciones públicas como para las privadas y aun las secretas. Elías juraba que no tenía negocios con Yabrán, pero era, casualmente, el hombre que había reemplazado al presunto suicida Echegoyen al frente de la Aduana. Bajo, calvo, de anteojos, se veía realmente destrozado durante el funeral. Era diez años mayor que Alfredo y lo quería como a un hermano menor. Pero a la vez lo tenía en las alturas como a un líder inigualable. "Era un visionario —diría meses después en su despacho del Hotel Presidente—, un Bill Gates que supo ver antes que nadie lo que podía llegar a ser el correo privado".

La ambulancia con el cadáver llegó a las ocho y media de la mañana y se produjo el quilombo que había profetizado el
Gordo
Argibay. Aunque los hombres más notorios de Bridees no estaban y, en concordancia con los nuevos tiempos, se había buscado que los horribles no lo parecieran tanto, el cementerio parecía ocupado por el FBI en una película de gangsters. A los "vigiladores" de la familia había que sumar una multitud de policías, uniformados y de civil, y la miríada de informantes de todos los servicios. Además, las órdenes de los custodios eran tan estrictas que dejaron afuera a familiares y amigos. Uno de los que tuvo que luchar a brazo partido para entrar fue el
Toto,
que acababa de llegar del Norte, desesperado y lleno de culpa. Detrás de él pugnaban el circunspecto Guillermo Ledesma, con su eterno aspecto de funebrero, y el rugbyman Bunge, que aprovechó sus dos metros para abrirse paso.

Tantos controles eran exagerados para lo exiguo de la concurrencia. Apenas cincuenta personas entre familiares y amigos. Seis veces menos que los participantes del cumpleaños número quince de Melina, que había sido "sólo para íntimos". Y excepto el corredor de turismo de carretera, Juan María Traverso, no estaba ninguno de esos famosos que habían recibido del finado regalos principescos. Generalmente casas, que elegía él en persona.

Los medios, odiados en forma unánime por todos los asistentes al funeral, habían sido colocados a una prudente distancia. Eso no evitó, sin embargo, algunos acercamientos que provocaron encontronazos con parientes y amigos de Yabrán. Una señora mayor chillaba con la papada temblorosa: "¿Están contentos con lo que hicieron?". Y un pariente del finado gritaba, descontrolado: "Después piden respeto por Cabezas".

Hasta el Vocero le mostró los dientes a la prensa: "No lo respetaron en vida, respétenlo ahora", ordenó. Después, como
Coco,
se arrepintió de su exabrupto y pidió disculpas.

El
Gordo
Argibay constató que no había puesto la cara ni uno solo de "los muchachos del poder". Y todo el mundo reparó en la ausencia de la viuda, María Cristina. Y en la presencia de Ada Fonre, la ex secretaria privada, que aún era atractiva, pero en los ochenta alborotaba a todos los que se acercaban al bunker del
Cartero.
Los teleobjetivos siguieron a la rubia mitológica, que caminaba cabizbaja por un sendero asfaltado, festoneado de cipreses. Llevaba anteojos y pantalones negros y arrebujaba el escalofrío con un sacón claro de lana. La ex secretaria había dado un salto económico de siete leguas: con dos socios conducía el lujoso restaurante Piégari, en la calle Posadas, bajo la autopista y a un costado del Hyatt, en el rincón más falso de Buenos Aires, conformado por las que habían sido las calles más bacanas de Barrio Norte, y donde ahora los menemistas comían y hacían negocios. El mismo lugar donde Yabrán y el vicario de Córdoba, monseñor Marcelo Martorell, cenaron más de una noche en una mesa alejada y discreta, y donde se cocinaron muchos secretos del
Cartero.
A la vuelta de las oficinas de Juan Navarro, y de otro restaurante símbolo de la crema del menemismo: Harry Cipriani —cuyos habitués, desde Franco Macri y Flavia Palmiero, hasta Jorge Born, Galimberti, Susana Giménez y Jorge Rodríguez, son los que saturan revistas como
Caras
y muchas otras publicaciones que han incluido la sección vidriera para estar a tono con el signo de la época.

Los hijos estuvieron en toda la ceremonia pública y en la privada, y en algún momento de rigurosa privacidad debieron abrir el ataúd para cerciorarse, ellos también, de que se trataba del
viejo.
Los tres sufrían, sin duda, pero la tragedia parecía concentrarse en la muchacha de jeans azules, pullover beige y zapatillas, que en esta ocasión no se veía como una princesa. Ni los periodistas ni el público en general prestaron atención a un hombre que apareció en algunas fotos al lado del féretro y que era el verdadero amigo personal de Yabrán. Su compañero en el inicio de OCASA y aun antes. El demiurgo que le había abierto las puertas de la fortuna en ese tramo velado de todas las biografías donde nace el primer millón de todos los millonarios.

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