Don Alfredo (17 page)

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Authors: Miguel Bonasso

Tags: #Relato, #Intriga

BOOK: Don Alfredo
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Para ese entonces, el fundador Francesc llevaba diez años muerto y la manija de la nueva razón social (Transportadora de Caudales Juncadella SA) todavía se disputaba entre el aviador y el antiguo lector de Carlos Marx. Enrique se alejaría trece años más tarde y Amadeo quedaría como amo absoluto del ciento por ciento de las acciones. En 1988, para pagarle su parte a Enrique, Amadeo se vio obligado a vender el 48 por ciento a Citicorp Capital Investors SA, incorporando al directorio a un joven uruguayo de gran porvenir: Juan Navarro. En la Argentina finisecular los personajes de la política y las finanzas entran, salen y vuelven a reaparecer con otras capas, como los extras de
Aída
en las representaciones de provincias.

Alfredo Yabrán le cayó bien de entrada a don Amadeo Juncadella, porque era "simpático y entrador" (lugar común de todos los que conocieron al vendedor de Bourroughs) pero además (dicen las malas lenguas), porque lo ayudó a destrabar una jugosa licitación en el Banco de la Ciudad. El caso es que lo recibía y charlaba con él, a pesar de que Amadeo ya era un empresario exitoso, que poseía la mayor flota de blindados y un gigantesco tesoro subterráneo, en la sede central, donde miles y miles de bolsas de lona precintadas, que contenían cientos de millones de pesos, pernoctaban en su incesante marcha de las empresas a los bancos y de los bancos a los bancos.

En una de esas charlas, Juncadella le confesó al astuto vendedor que tenía una pequeña compañía dedicada al transporte de cheques y otros documentos del
clearing
bancario que no iba ni "para atrás ni para adelante" y a la que no lograban ponerla en pie de ninguna manera. Inicialmente había sido una división de la Transportadora, pero había terminado por convertirse en una empresa diferente cuando los Juncadella se asociaron con OCA, una sociedad cordobesa que había nacido como correo interno de la automotriz IKA-Renault entre su planta de Córdoba y las oficinas administrativas de la Capital Federal. Poco a poco había incrementado su correspondencia y su autonomía de la firma francesa hasta llegar a ser un correo privado. Una rareza inexplicable para aquellos tiempos en los que regía el monopolio absoluto del Correo estatal. De la unión de OCA y Juncadella había nacido ese engendro llamado OCASA (Organización Clearing Argentino Sociedad Anónima). Cuenta la leyenda que Yabrán lo miró y le dijo con su característica resolución: "Pásemela a mí que yo la voy a hacer caminar". Veinte años después, cuando ya estaba en la mira de Domingo Cavallo, Yabrán evocó la escena en una carta enviada a la revista
Noticias:
"Un amigo empresario me ofreció el 50 por ciento de OCASA, una empresa muy pequeña que prestaba servicios preferentemente a los bancos. Como nosotros éramos eficientes y el correo un desastre, empezamos a tentarnos con nuevos servicios, nos gustó y desarrollamos la OCASA pujante que hoy se conoce, de la cual soy en la actualidad el accionista mayoritario". Un documento oficial del Grupo Juncadella (en agosto de 1998) contaría la historia de otra manera: "A principios de 1976 sus accionistas, los señores Amadeo Francisco Juncadella y Enrique Juan Juncadella venden la totalidad del paquete accionario de OCASA, concluyendo de esa manera sus participaciones en dicha compañía". En rigor, Yabrán había pasado a ser accionista mayoritario de OCASA en una fecha muy precisa: el 28 de junio de 1975. El mismo mes en que los trabajadores peronistas estallaban de furia contra "su propio gobierno", el que presidía la viuda de Perón, Isabel Martínez. En esas fechas, el hombre fuerte que silabeaba los discursos en el balcón mientras Isabelita desplegaba su estridente oratoria, el jefe de la Triple A que ordenaba acribillar izquierdistas en los bosques de Ezeiza, se veía obligado a abandonar precipitadamente el gobierno y el país, pero dejaba descendencia. Uno de sus operadores políticos había pasado también por OCASA, para terminar fundando su propia empresa transportadora de caudales —Tab Torres—, que veinte años después aparecería vinculada al Yomagate. Un tal Mario Caserta.

Según la saga de la familia Yabrán, Alfredo inició OCASA con cinco o seis camionetas descascaradas que hubo que pintar de amarillo. Amadeo Juncadella, con precisión catalana, contabilizaría cuarenta. Una cantidad que suponía un capital respetable, simplemente para pagarlas, guardarlas, mantenerlas y hacerlas rodar. La leyenda de Larroque sugiere que el viejo Nallib rompió la tinaja oculta del abuelo y se decidió, no sin cavilaciones, a prestarle las monedas de oro a su séptimo hijo.

Alberto Ferrari y Alberto Ronzoni, los primeros periodistas que, en 1987, develaron el nombre ignoto de Alfredo Yabrán en el desaparecido semanario
El Porteño,
arriesgaron que "El
Turco
fue la mano derecha de Amadeo Juncadella hasta que se independizó. En realidad, se convirtió en un testaferro al constituirse una empresa optativa para actuar en plaza". OCASA, en la hipótesis de los dos periodistas, habría surgido en realidad como "una competidora de paja" que presentaba "presupuestos optativos en las licitaciones". Como la que convocó, a principios de 1976, el Banco de la Provincia de Buenos Aires, "donde se presentaron dos ofertantes: Juncadella y OCASA, con valores actualizados superiores a los que el banco pagaba por el servicio de
clearing".
Muchos años después, versiones surgidas en los sótanos del
Señor Cinco
sugerían que el presunto testaferro había llegado a comprar al amo, a través de Juan Navarro. Un displicente Juncadella, de pelo canoso y saco blazer, solía burlarse de esos comentarios ante sus íntimos: "Los que dicen semejantes estupideces no entienden lo que es el Citicorp. No entienden cómo funciona el capitalismo". Y en 1998, cuando aquel muchacho entrador que le había comprado la empresa desahuciada se había convertido en el demonio mayor del infierno argentino, don Amadeo rompió su mutismo habitual para despegarse del incómodo fantasma que traía pegado a la espalda. Con toda intención, le dijo al periodista Julio Villalonga: "Yo no transporto paquetitos". Mientras el imaginario popular alimentaba la ficción de un túnel que unía la Fortaleza con la mansión que el transportador de caudales posee en la misma barranca mágica de Martínez, Amadeo juraba que no había comido ni un simple asado con Yabrán en los últimos diez años. Probablemente fuera cierto. Lo cual no impidió, en julio de 1976, que Alfredo Yabrán viajara a Tucumán con una encomienda del transportador de caudales. Y que en esa provincia, que había servido como laboratorio del terrorismo de Estado, donde gobernaba un general argentino formado por la CIA en Vietnam (un general que, casualmente, también había nacido en Entre Ríos), el Miguel Strogoff de los paquetitos, se entrevistara en secreto, para hablar de negocios, con el coronel Luis Vera Robinson, jefe del distrito militar Tucumán y mano derecha del gobernador militar, el general de Hanoi, Antonio Domingo Bussi.

—O sea que fue el gran testaferro del botín de guerra.

Ante la suposición, que extrema sus propias confidencias de esa tarde, Garganta Dos esboza una sonrisa desvaída. Está cansado. Es una orquídea mustia que sólo quiere despegarse del intruso que toma notas, cerrar la puerta y los ojos en esa absurda casa de campo, con muebles demasiado urbanos. Desea permanecer envuelto en el aura verdosa de su propio pasado, junto a la mujer invisible que ha servido los varios tés de la tarde y simula mirar la tele en el comedor.

—Fue el cajero de la corrupción —dice, ahogado por una tos inesperada—. Pero él no la inventó.

Finalmente se levanta, dando por concluida la entrevista. Parece una despedida definitiva. Pero ya en el porche húmedo y oscuro, mientras saluda con su mano blanda, abre la puerta hacia un nuevo encuentro. Hace mucho frío y se escucha el lejano rumor de la autopista.

—Llámeme. Voy a tratar de recibirlo. Pero con la condición que fijamos, ¿no? Y, por favor, no me hable desde su teléfono. Tanto el suyo como el mío están pinchados. Usted es Roberto y quiere hacerme una oferta por la casa. Perdone tanta insistencia pero yo sé por qué lo digo.

Se queda rumiando algo en la oscuridad, luego pega una breve palmadita que es un empujón para alejar al intruso y subraya, en voz muy baja:

—No quisiera que ellos vinieran a visitarme.

11

Así eran todos los viajantes, los vendedores. Ocultaban la soledad y el vacío de sus vidas con los chistes verdes en la sobremesa de una parrilla. Mientras miraban turbiamente a la señora estupenda que se alejaba con algún boludo y removían entre los dientes el palillo del resentimiento. Después de ver a los clientes, se lanzaban a la caza de las provincianas, porque la manta más abrigada es una mujer y porque no podían descender en el ranking de los piolas. Abandonar una plaza sin un levante era como perder una venta. Una humillación que no tardaban en descubrir y escarbar con crueldad los otros vendedores. Generalmente, los que tenían más labia conseguían el objetivo: alguna provinciana hastiada de la cárcel pueblerina comenzaba a girar en torno de uno de los Mercurios que llegaba de la metrópoli y aceptaba, con una mezcla de excitación y fatalismo, el papel predeterminado del pajarito que se fascina con la serpiente. No pocas tenían novios y maridos y se arriesgaban, como heroínas de telenovela, amparadas en la complicidad de una amiga que asumía, con humor y solvencia, su papel de alcahueta. En los intervalos del amor, en la pieza del hotel, mientras el mercurio satisfecho admiraba las corvas que había sobado un rato antes, saboreando por anticipado el relato de la aventura que aumentaría su prestigio ante los otros vendedores, ellas desgranaban sus frustraciones, anécdotas intrascendentes, preguntándose y preguntándole en voz alta cuánto tardaría en olvidarla. Los más pícaros le tomaban el teléfono para su colección de novias de provincia, pensando en tener una mina agendada para cuando regresaran al pueblo. Los más sensibles, la minoría, intuían que esa intimidad fugaz había logrado perforar su soledad, iluminando el viaje de ventas con el lujo de una real aventura. Imaginaban que el aroma de esa escena perduraría en los días grises del futuro cuando costara reconstruir los rasgos de la mujer que los estaba acariciando.

En algunas ocasiones, cuando no picaban ni los bagres, los vendedores asumían con resignación o con bullanguería adolescente que era obligatorio ir de putas. Y recalaban en la trastienda de algún piringundín sórdido al costado de la ruta, bebiendo cerveza y poniendo monedas en la fonola para bailar con las chicas y armar una mesa escandalosa, antes de pasar a la pieza. Allí se empachaban con un perfume demasiado obvio y acechaban el momento crucial en que la gorda que les había tocado en gracia se desprendiera el bretel del corpiño.

Quico
era vendedor y solía decirle a sus amigos de las parrillas: "Me gustan las mujeres más que el dulce de leche, y como dulce de leche todos los días". También sabía a la perfección, sin haberlo leído en ningún libro, que el sexo es instrumento, recompensa y símbolo del poder desde mucho antes del clan y de la horda, desde las forestas primigenias. Llegado el momento sabría echar mano de esa intuición para alcanzar la cima de la colina, donde sólo pueden sentarse los machos de espalda plateada. Los machos Alpha.

Julio de 1976. Tucumán no era precisamente el reino de Eros, sino el de Tánatos. Allí el Ejército había ocupado el territorio durante el gobierno seudoconstitucional de Isabel Perón, que lo había autorizado a exterminar la guerrilla guevarista del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) y su "Compañía de Monte". En Tucumán, los militares habían ensayado y puesto a punto los tenebrosos mecanismos del terrorismo de Estado que extenderían a todo el país, a partir del golpe del 24 de marzo de 1976, empezando por el método que singularizaría a la Argentina en la historia mundial de la represión: la desaparición forzada de personas. En la escuelita de Famaillá funcionó, a partir de 1975, el primer centro clandestino de reclusión, donde centenares de prisioneros inermes fueron torturados y asesinados, sin que se les otorgara el derecho a la defensa y sin otra ley que el arbitrio de los generales dueños de vidas y haciendas. El ensayo del terror se hizo bajo el pomposo nombre de "Operativo Independencia" y tuvo como protagonistas al general Acdel Vilas, un fascista que se proclamaba peronista, y al general Antonio Domingo Bussi. De su paso por Vietnam, Bussi había importado algunas tácticas que le resultarían muy útiles, como la creación de las "aldeas estratégicas", núcleos poblacionales privilegiados por su relación orgánica con el Ejército, que iban formando el "cordón sanitario" para aislar y cercar a los guerrilleros. En este terreno, Bussi fue un pionero en América latina: sus aldeas estratégicas le ganaron por cinco años a las que implantaría en Guatemala otro general genocida, Efraín Ríos Montt. Pero el general vernáculo no se limitaba a la estrategia: solía recorrer los campos de concentración y de vez en cuando, para dar el ejemplo a los menos decididos, sacaba la pistola del cinto y le volaba la cabeza a un prisionero. Como la adolescente de dieciséis años Ana Corral.

Julio de 1976. Bussi era gobernador militar de Tucumán y, pese a sus ojos desorbitados y sus maneras brutales, había evidenciado astucia política al usar parte de los ingentes recursos que le mandaba el gobierno central para desarrollar planes asistenciales, ampliamente publicitados, que le granjearían el apoyo de los sectores más despojados de la población y le permitirían, casi dos décadas más tarde, ser elegido durante la democracia como gobernador constitucional de la provincia. Tampoco era lerdo para los negocios personales, alimentados por la extorsión solapada, bajo el título castrense de Fondo Patriótico, a varios empresarios de la provincia. El producto de sus negociados y rapiña se descubriría veinte años después, cuando la lupa de Baltasar Garzón se posara sobre sus abultadas cuentas en Suiza. Entonces el general de modales cuarteleros, que llamaba "guerra" al asesinato de prisioneros desarmados, se puso a llorar delante de los periodistas.

En julio de 1976, el ERP estaba totalmente aniquilado, pero Bussi seguía "en operaciones" y mantenía a la provincia bajo el régimen del terror.

Julio de 1976. Llegan al Tucumán de Bussi dos enviados de la firma Juncadella, que se manejan de riguroso incógnito. Uno de ellos ya estaba acostumbrado a ocultar su identidad bajo nombres supuestos, tales como "señor Ferrari", pero se llamaba Alfredo Enrique Nallib Yabrán. El otro, un directivo de la Transportadora de Caudales, permanece hasta hoy en las sombras. En el viejo aeropuerto de San Miguel los esperaba un hombre de la mayor confianza de Bussi, el coronel Luis Vera Robinson, a la sazón jefe del distrito militar Tucumán.

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