Don Alfredo (46 page)

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Authors: Miguel Bonasso

Tags: #Relato, #Intriga

BOOK: Don Alfredo
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Suena el vals y Don Alfredo sale al ruedo con su hija. Los invitados aplauden como si fuera Fred Astaire. Corte.

La cámara enfoca a la princesita, que, desde el proscenio, se dirige a la concurrencia: "La alegría sólo tiene sentido cuando se la comparte, por eso los invitamos a que volvamos a ver juntos esta fiesta que nunca voy a olvidar...".

Don Alfredo toma una pluma de ganso y escribe en el libro del recuerdo:

Querida Meli: tus quince tan ansiados ya están ahora, tenés toda la vida por delante, con infinitas alegrías, y algunos tropezones, pero siempre avanza sin desmayos y sé muy feliz para nuestra satisfacción. Papi.

Melina regresa al micrófono. La cámara enfoca a Don Alfredo que la escucha desde una de las mesas.

Melina (dirigiéndose a su padre): "Quiero compartir con vos este momento tan importante y que prendas una de las últimas velas por demostrarme todos los días tu inmenso amor y cariño por mí, porque si no no estaría aquí, hablando. Por eso y mucho más, Papi, te espero para encender esta vela juntos".

(La cámara enfoca una torta de varios pisos. Don Alfredo se levanta. La orquesta delira. Los aplausos ensordecen.)

Melina: "Porque todo el amor que tiene me lo brinda junto con su apoyo, me ayuda a salir adelante, y además sin ella tampoco estaría acá hablando, y porque la quiero con toda mi alma, acompañame, Mami, y no te olvidés, siempre tirá para arriba".

(Suena, con apropiada sincronización, la canción "Tirá para arriba" de Zas.)

Melina: "Sin ellos mi vida sería un aburrimiento, sé que harían de todo por mí porque siempre que tengo un problema son los primeros en ayudarme y aconsejarme lo mejor y aunque los dos son tan distintos, sé que tienen el mismo corazón. Porque los quiero con todo, vengan a compartir este momento conmigo, mis hermanos Pablo y Mariano".

(Pablo y Mariano suben al podio entre aplausos. Corte.)

La fiesta se prolongó hasta las nueve de la mañana. Los camarógrafos registraron todas sus secuencias, con las que el equipo especialmente contratado editó un tape de tres horas de duración. Estrictamente privado. El primer corte de la edición lo vieron amigos de Melina, Pablo y Mariano, en el microcine del palacio, a la hora del desayuno. Siete años más tarde, en los días que siguieron al escopetazo, Samuel Gelblung pasó unos minutos en su programa del viejo Canal 9, tal vez para mostrar el "rostro humano" del difunto. Pero en la emisión televisiva no se alcanzaron a ver algunos detalles que encantaron a la concurrencia, aquella noche primaveral del 26 de octubre de 1991. La mansión tenía en su interior un boliche para bailar, donde pantallas gigantes de video mostraban a las parejas su propia imagen danzante. La fiesta incluyó un show donde Jorge Corona desgranó sus chistes de revista y bailaron Las Paquitas. El nombre Melina estaba pintado o grabado en todos los platos, las copas y hasta los cubiertos. Para los fumadores había en las mesas atados de la marca Melina, que reiteraban las seis letras hasta en el papel metalizado.

Cuando los invitados se retiraron, descubrieron con placentera sorpresa que el servicio de
valet parking
de la casa les había lavado los autos. Y uno de ellos le comentó a la novia, también vestida de largo:

—Así son las cosas en lo de Yabrán. Todo a lo grande. Nunca a medias tintas.

El periodista de
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tiene un papelito en la mano y no sabe lo que va a encontrar en esa cortada perdida de un barrio lejano. El papel se lo dieron en la redacción y él se comunicó por teléfono con la voz hosca, recelosa, del desconocido que tiene una historia que contar sobre OCASA. Es mayo de 1997, Yabrán todavía está vivo y el hombre, comprensiblemente, tiene temor de quedar pegado con el teléfono obviamente pinchado del periodista. Porque ese hombre, que habla como si hubiera salido del infierno, le ha ganado una oscura batalla al
Amarillo
y piensa que algún día se la van a cobrar. El hombre le advirtió que el timbre estaba escondido, que la puerta no parecía la puerta de una casa, pero el periodista igual se equivoca y toca en otro lado. Mientras espera donde no debe, se abre una pequeña puerta a su costado y emerge un hombrecillo, extremadamente delgado y sarmentoso, con unos bigotes de morsa que saltan de la cara, como los ojos redondos e inquisitivos que escrutan al visitante, y lo palpan de armas e intenciones. Tiene una edad imprecisa, inmemorial, y la autoridad innata del que conoce los límites oscuros de la ciudad; los secretos engranajes que hacen crujir los huesos de las almas en pena.

—¿Torres? —Se equivoca el periodista.

El hombrecillo tuerce los bigotes de morsa en un rictus que equivale a la sonrisa y deja ver unos dientes enormes, percudidos de tabaco, que sancionan irónicamente el furcio.

—Ibarra. —Aclara, mientras el periodista repite el apellido como un alumno regañado por la maestra. Y en el tono con que lo dice va de suyo que defiende con orgullo su identidad. Al cabo, no es lo mismo Torres que Ibarra.

Culmina la inspección, deja pasar al periodista y luego lo precede por un pasillo breve y oscuro. Al darse la vuelta para encabezar la marcha, reluce —entre el cinturón y la camisa— el brillo niquelado de una Ballester Molina calibre 45, el arma que estará presente durante todo el diálogo. El periodista piensa por un momento que es un imbécil y ha caído en una trampa. No sabe que llegará a conocer muy bien al extraño personaje que parece arrancado de las páginas de Raymond Chandler y en ese momento se le antoja un paranoico peligroso. Allí, en una módica habitación, que sucede a un patio gris donde desembocan una pequeña cocina y un diminuto dormitorio, conocerá la historia de Pedro Ibarra. Este hombre será, días después, tapa de
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atraerá sobre sí las miradas de los medios y será protagonista de un extraño incidente, con individuos disfrazados de policías que interceptan el auto de los periodistas que lo llevan a una entrevista televisiva y no paran de molestar hasta que Ibarra saca una credencial del RENAR que lo habilita a portar un arma. El incidente, que se suma a otros, le servirá para ratificar una vieja sentencia: en ciertos casos, todo exceso de paranoia es poco.

El ex chofer habla trabajosamente, pero relaciona bien los sucesos, y los sustenta con una carpeta repleta de fotocopias. Alegatos, informes, testimonios y peritajes de la causa judicial que le ganó a Yabrán, en 1993.

Pedro Ibarra ingresó a OCASA en julio de 1981, a los treinta y un años de edad. Era un hombre normal, casado, con dos hijos pequeños, pesaba setenta kilos (dato importante a tener en cuenta) y tenía afición por la pintura y el grabado. Su cargo: chofer de Primera, Categoría 5, sección 04. Al comienzo pensó que había conseguido un buen trabajo, con una paga que se podía considerar decente si al básico se le añadían las horas extra. El patrón, que entonces era un perfecto desconocido, conocía a cada uno de sus dos mil empleados y cuando se los encontraba en la empresa de la calle Echeverría 1333, o en Echeverría 1256, donde estaba OCA, los saludaba con afecto, preguntándoles por la familia. En ocasiones, tomaba mate con los choferes, a los que cuidaba más que a los administrativos y a los "caminantes", que eran el último orejón del tarro. Con esos hombres sencillos estaba más a gusto que con abogados, ejecutivos y políticos que hablaban "en difícil". A veces se ponía solemne y desnudaba ante sus empleados los rudimentos de su filosofía empresaria: "En tiempos de inflación, hay que invertir en servicios", como si los choferes fueran potenciales inversionistas. Pero también bromeaba y permitía que le hicieran bromas con los abultados resúmenes de sus tarjetas de crédito, que esos mismos choferes habían llevado más de una vez a su casa de Martínez, la de la pista de karting. En ciertas fechas había grandes reuniones sociales —generalmente asados en algunos clubes— a los que iban con las familias, como parte de la "gran familia" que era OCASA. Y el patrón, solícito, seductor, se ganaba a las señoras con su amabilidad, su pinta y su labia. Eso sí, en la empresa no había negros ni judíos. Y si se sospechaba que alguien era "maricón" le hacían la vida imposible para que se las tomara. El horario de entrada era súper estricto, castrense. Pero eso a Pedro, que era un hombre cumplidor y formal, no le molestaba.

Durante algún tiempo Ibarra pensó que todo estaba bien, que Don Alfredo era un gran tipo y que valía la pena romperse la crisma por la "vocación de servicio" que el patrón de camisa negra y botas tejanas pregonaba. Aquello que le parecía excesivo o injusto lo cargaba en la cuenta de algunos jefes y gerentes despóticos o francamente sádicos. Pero los datos de la realidad, los padecimientos que observó en otros y luego sufrió en carne propia, además de su despejado entendimiento (Pedro tenía un IQ muy alto), lo llevaron a pensar que no había "malos" y "buenos" (aunque los hubiera en verdad, y pudieran distinguirse, como ese "señor", severo pero justo, que era el
Látigo
Abbate) sino un sistema, pensado y ejecutado en sus mínimos detalles. Y el dueño, que al principio tomaba mate con los choferes y luego empezó a distanciarse, no podía ser ajeno al plan divino que regía el universo de OCASA. Había horario de entrada y no de salida, porque no se salía hasta no haber finalizado el servicio. Trabajaban sábados y domingos y no tenían francos compensatorios. A Ibarra le había tocado un circuito, en la zona sur del Gran Buenos Aires, que se consideraba internamente como "maldito" por los accidentes que habían sufrido varias camionetas amarillas. La empresa enviaba auditores para controlar a los choferes a mitad del recorrido, que debía hacerse en tiempos imposibles de cumplir. Había que andar al mango —ciento veinte kilómetros por hora, o más— para poder cumplir los horarios establecidos. Y aun así, muchas veces no se llegaba. En ese caso, había una sanción, porque, según el testimonio judicial de Alberto Rivera, que fue jefe de Pedro Ibarra: "OCASA es una empresa que se maneja como servicio militar".

A principios de 1984 Ibarra comenzó a padecer repentinamente "cefaleas, con convulsiones y relajación de esfínteres". Un día se desmayó y lo llevaron a la Clínica del Salvador CF, de la obra social del sindicato de Choferes de Camiones. La tomografía reveló "angioma arteriovenoso parietal izquierdo". Un coágulo en suma, del que fue operado con éxito. Aunque se suele tratar en términos médicos, de un problema de malformación vascular congénita, Pedro comenzó a pensar que el constante estrés al que estaba sometido tenía algo que ver con el episodio. Y los análisis médicos que le hicieron después no dejaron de darle, en parte, la razón. En octubre del '84 se reintegró a su trabajo en la empresa, pero ahora en tareas administrativas, supervisando los recorridos de los choferes en la filial de Avellaneda. Al convaleciente le tocaron "jornadas agotadoras y prolongadas". Según el testigo Marcelo Daniel Czuchra, cuando entraba a trabajar a las ocho de la mañana, Ibarra "ya estaba" y "cuando el dicente se iba a las 20 hs. el actor seguía trabajando". No es de extrañar entonces que entre 1986 y 1987 comenzara a sufrir "cefaleas y convulsiones jacksonianas" y aunque un chequeo médico de CLINICAR reveló "hemianestesia facial", debió seguir "en tareas de responsabilidad y extenuantes", lo que a juicio de la perito psiquiatra "es posible que haya interferido en la recuperación orgánica".

Entonces los directivos de OCASA comenzaron a presionarlo para que aceptara voluntariamente bajar de categoría y cobrar casi la mitad de su sueldo. Como Ibarra se negó, el jefe de personal Carlos Cacciabue —un ex chofer que hizo carrera y dinero suficientes como para poner un
pub—
lo envió a "la Jaula de los Choferes", una "brillante" idea que se le había ocurrido para hacer méritos frente a Don Alfredo. La "Jaula" era una sala despojada y sórdida, sin adornos ni mayor mobiliario, alumbrada por un tubo de neón, que inicialmente estaba dotada de un televisor y servía como espacio de recreo para los choferes entre viaje y viaje. En la nueva versión de Cacciabue, la sala se convirtió literalmente en una celda, donde el chofer que no quería renunciar a la indemnización que le correspondía por ley, debía pasar las ocho horas reglamentarias de su jornada laboral, sin hacer nada, sin poder hablar con nadie y sin poder salir más que para ir al baño. Los testigos Privero y Pedro José Bares, la describieron con elocuencia: "Estar en esa jaula es una presión psicológica muy grande. Es una forma de segregación y una modalidad de presión psicológica. La gente pasaba y lo veía al actor (Ibarra) sin hacer nada. No podían pararse a hablar con él; tenían que pasar y verlo como si fuera un florero". Hubo muchos choferes confinados en la Jaula. En general, no aguantaban ni quince días. Renunciaban antes. Pedro Ibarra soportó nueve meses, al cabo de los cuales era un espectro de cuarenta y siete kilos. Para el perito médico legal no había dudas: el actor "ingresó en buena salud" a OCASA y "actualmente está con las secuelas propias de su patología, que además incluye ligera fotofobia, impotencia sexual, insomnio, etc.". "Que la demandada estuvo siempre en conocimiento de la patología del actor y de la necesidad de efectuar cambio de tareas en el mismo. Que esta patología puede estimarse como concausal con las tareas del actor y las condiciones ambientolaborativas". La perito psiquiatra constató "una actitud paranoide y querulante, con ideas deliroides de persecución, trastorno éste que lo invalida tanto o más que toda la sintomatología orgánica, y que se desarrolla a partir del período en que se mantuvo al paciente en la inactividad forzosa de cumplir horario sin asignarle tareas".

Ibarra rompió el tabú interno de que "no se le pueden hacer juicios laborales a OCASA porque siempre los gana", que sustentaban el personal y no pocos delegados del propio Sindicato de Camioneros, con el que Yabrán tenía una excelente relación. En parte era verdad, porque Don Alfredo prefería gastar mucho más en honorarios de abogados que en indemnizaciones a los trabajadores, "por el precedente que sientan". El 12 de agosto de 1992, el juzgado número 10 del foro laboral condenó a OCASA a pagar la indemnización reclamada por Pedro Alberto Ibarra de acuerdo con los términos de la ley 9.688. La empresa y su compañía de seguros (Omega) apelaron y recién un año más tarde hubo fallo de Cámara y el chofer pudo cobrar lo que según la ley le debían. Pero su coeficiente intelectual se había reducido en un 30 por ciento y su capacidad laboral en un 80 por ciento. Era un "desaparecido" de la democracia: un jubilado de cuarenta y dos años.

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