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Authors: Miguel Bonasso

Tags: #Relato, #Intriga

Don Alfredo (41 page)

BOOK: Don Alfredo
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Una respuesta, parcial, es que también estaba interesado en EDCADASSA y los negocios de los aeropuertos. Otra, anecdótica, era su disgusto ante los aprietes recibidos por sus emisarios. Pero debe haber razones que permanecen hasta hoy en las sombras. En todo caso, no cabe duda de que hizo todo lo posible para desmantelar el monopolio de Don Alfredo, a través de dos arietes formidables: el moreno embajador Terence Todman, a quien el gobierno menemista bautizó
el Virrey,
y su aliado, el canciller y luego ministro de Economía, Domingo Cavallo.

A mediados de 1990, cuando su amigo el vicepresidente Dan Quayle visitó la Argentina, lo incorporó a la comitiva de empresarios que lo acompañaba y lo presentó al gobierno menemista como "un ejemplo para los norteamericanos". Smith hizo buenos contactos en Buenos Aires y luego se marchó unos días a practicar
fly fishing
con las truchas de Bariloche. En la cena de recepción que ofreció Menem a Quayle en el viejo Palacio San Martín había un gigante barbado que estaba ansioso por conocer al dueño de Federal Express. Era Wenceslao Bunge, un hombre que coleccionaba contactos de primer nivel en los Estados Unidos como quien colecciona estampillas. En aquella época era todavía amigo y asesor
ad
honorem
del entonces canciller Cavallo, a quien había conocido en los tiempos de Harvard y en un estratégico seminario sobre las relaciones argentino-norteamericanas realizado en Georgetown en 1979. Con Alejandro Orfila, un argentino muy cercano al Departamento de Estado, que había sido secretario general de la OEA, Bunge había vendido aviones de la Mac Donnell Douglas. Los mismos que solía comprar el veterano piloto de Vietnam para su flota. Después de haber conectado a Cavallo con el ubicuo traficante de influencias Henry Kissinger, pretendía ahora que su amigo le presentara a Fred Smith. ¿Trabajaba ya para Yabrán? No, según sus recuerdos, que ubican la primera tarea que hizo para el
Amarillo
—también presuntamente
ad honorem—
en 1991. Sí, de acuerdo con lo que dice Garganta Dos, para quien Wenceslao, de añejos y sólidos contactos con la Aeronáutica, habría sido un agente doble en la corte de Cavallo.

—Necesito que me presentes a Fred Smith —pidió, masticando de costado su pipa de ciruelo. Y
Mingo,
en lo que Bunge interpretó como "un gesto de paquetería", fingió ignorar de quién le estaba hablando. Hasta que recuperó la memoria ("Ah, sí, viene en la comitiva de empresarios") y los presentó. Más tarde Bunge sabría aprovechar esta circunstancia para llegar hasta el cuartel general de Fred en Memphis, Tennessee, cuando se hizo imprescindible negociar un posible acuerdo, en nombre del
Cartero.

El hombre que fingía no conocer a Fred Smith y que, andando el tiempo, se convertiría en el enemigo jurado de Don Alfredo era un personaje singularmente duro y ambicioso. Estaba destinado a figurar en la historia, junto a su admirado y después odiado Carlos Menem, como los protagonistas de una transformación drástica y vertiginosa, que para algunos fue beneficiosa porque modernizó el país y acabó con la hiperinflación y para otros fue nefasta porque destruyó el Estado, desnacionalizó la economía y acabó con la red de protección social, enviando a millones de argentinos a la desocupación y la marginalidad.

La noche de la recepción a Dan Quayle, el personaje macizo, calvo, de ojos cándidamente celestes a lo Betty Boop y talante empecinado, había logrado parte de sus metas: ser canciller "extrapartidario" de un gobierno que se decía peronista. Tenía cuarenta y tres años y aún le faltaba la cartera de Economía, que pronto caería en sus manos, y la Presidencia de la República, a la que —Dios mediante— tal vez no llegue nunca. No era poco para el hijo de Felipe Cavallo, un fabricante de escobas de la ciudad de Córdoba. Como su amigo
Wences
(y como tantos hombres del poder), venía de las filas del estudiantado católico, donde incluso tuvo, en algún paro universitario, ciertos arrestos de dirigente rebelde que reprimió rápidamente para completar con éxito su carrera de economista, a diferencia de algunos de sus amigos y condiscípulos, como Juan Schiaretti, que se radicalizaron y se sumaron a los fuegos del Cordobazo.

Desde entonces no se equivocó más y estuvo siempre en la vereda de los ganadores. Fue funcionario provincial durante la dictadura militar de Juan Carlos Onganía; en 1975 se marchó con su mujer Sonia Abrazian y sus hijos a Harvard para obtener el ansiado
master.
Aunque la Universidad de Harvard no era la de Chicago, igual simpatizó con las tesis del padre de los "Chicago boys", Milton Friedman. Los ecos de las atrocidades que perpetraba la dictadura militar en el país no lo perturbaron ni lo apartaron un milímetro de la tesis que trabajó con tesón y rigor, como era su costumbre. En las aulas de Harvard se hizo amigo del mexicano Pedro Aspe, que llegaría a ser secretario de Hacienda de Carlos Salinas de Gortari y lo convencería de aplicar en la Argentina la receta neoliberal que terminó de sepultar bajo la lava tecnocrática la escasa credibilidad política del PRI.

Un amigo de aquellos años, Rosendo Fraga, hijo de un general homónimo, lo vinculó con el segundo dictador del Proceso, el general seudo "aperturista" Roberto Viola. En 1981 fue designado subsecretario del Interior, cuando la cartera estaba en manos del general Horacio Tomás Liendo. Después de la catastrófica derrota de Malvinas, cuando el Proceso agonizaba, fue presidente del Banco Central y "nacionalizó" lo único que nacionalizaría en su vida: la deuda privada de los empresarios, que a partir de ese momento pasó a ser la deuda de todos los argentinos. Unos años antes, en 1977, había logrado juntar un grupo de pequeñas y medianas empresas de Córdoba que le financiaron la Fundación Mediterránea, una mezcla de
think tank
y grupo de
lobbistas
que después le permitiría vivir con sus "imprescindibles" diez mil dólares mensuales, cuando el sueldo de ministro no superaba los mil ochocientos. Entre los mecenas destacaba Arcor, la fábrica de golosinas que le permitiría a su coterráneo, el embajador Jorge Vázquez, bautizarlo como "el gordito de los caramelos".

Cuando llegó la democracia, el dirigente justicialista cordobés José Manuel de la Sota lo incorporó como "extrapartidario" al bloque justicialista. Esa inclusión supuso una generosa contribución de la Fundación Mediterránea para la campaña partidaria del
Gallego
De la Sota.

Igual que a Bunge, la experiencia de Harvard lo había marcado para siempre: amaba y admiraba a los Estados Unidos. Y no tardaría en demostrarlo.

En su primer viaje a Washington como canciller, en julio de 1989, Cavallo recibió una fuerte apretada de su "colega" norteamericano, James Baker, para terminar con el Proyecto Cóndor. También tuvo una larga conversación con Carla Hills, la representante comercial de los Estados Unidos, que le planteó tres temas: alianza en el GATT para abogar por la liberalización de los productos agrícolas y torcerles el brazo a Europa y Japón; respeto irrestricto a las patentes de los medicamentos y eliminación del canon de entrada a los
couriers
internacionales. Los primeros dos puntos eran trascendentes y el Canciller los esperaba. El tercero lo sorprendió. Aún no conocía el tema Correo. De regreso en Buenos Aires planteó la cuestión al ministro de Obras y Servicios Públicos, Roberto Dromi, pero no avanzaron en el tema. Algunos meses más tarde, Cavallo insistió sobre el pedido norteamericano en una reunión de gabinete y se produjo un paso de comedia. "No podemos hacerle eso al
Amarillo",
dijo Dromi, mirando de soslayo al Presidente, que cambió de tema. Cavallo aún no sabía quién era el
Amarillo.
Se enteró después por el futuro ministro del Interior, José Luis Manzano, que en ese momento era jefe del bloque de diputados justicialistas. El
Amarillo
era Alfredo Yabrán. Un nombre que escuchó entonces por primera vez.

Poco después se reunió con Dromi y, tratando de hacer los deberes que le había encomendado Carla Hills, insistió en levantar el canon de entrada a los
couriers,
tal como se había comprometido el gobierno anterior. Dromi le hizo un guiño pícaro y le dijo que se interiorizara acerca del contrato que había firmado la Caja Nacional de Ahorro y Seguro —entonces en manos del riojano Juan Hermenegildo Gasset Waidat— con la empresa OCASA para distribuir las cartas-factura de las principales empresas públicas. También le recordó, con otro guiño, que la Caja dependía del ministro de Economía Erman González, con quien Dromi estaba enfrentado. El
Amarillo,
dedujo, tenía buenos padrinos. En el ínterin, el arremetedor Todman había vuelto sobre el tema Cóndor. Cavallo argumentó, como Caputo, que era un "vector" con fines pacíficos, pero no convenció al
Virrey.

En setiembre del '89 tuvo una reunión más relajada con Baker en el Waldorf Astoria de Nueva York. El secretario de Estado elogió el rumbo que iba tomando la economía y los pasos dados por la Cancillería argentina para tratar de restablecer relaciones con Gran Bretaña, pero insistió con el fatídico misil. Cavallo agradeció los elogios y explicó que el Cóndor había nacido precisamente como consecuencia de la guerra de las Malvinas y del subsiguiente embargo para la compra de armamentos. Si los Estados Unidos "ayudaban" levantando la restricción y las Fuerzas Armadas podían volver a comprar fragatas, tanques, cañones y aviones, tendría un argumento de peso para convencer a la Aeronáutica de que era imperativo dar por concluido el proyecto.

Días después, el Canciller viajó a Washington para acompañar a Menem en lo que éste consideraba un día de gloria: su primera visita privada al presidente George Bush. Todo fue muy agradable hasta que Bush sacó el tema del Cóndor. Menem prometió estudiar su cancelación. Pero la presión no aflojó. En una reunión posterior con el secretario de Comercio Robert Mosbacher, el funcionario volvió a la carga con el engendro misterioso de Falda del Carmen. Menem se sorprendió por la brusca inclusión de un asunto militar en una agenda que debía ceñirse al intercambio comercial, pero comprendió que había una voluntad muy seria y los estaban presionando en todos los frentes.

El 4 diciembre de ese año, George Bush visitó Buenos Aires apenas veinticuatro horas después de que el general Martín Balza aplastara el alzamiento de Mohamed Alí Seineldín y sus "carapintadas". Cavallo, espontáneamente, sacó el tema del Cóndor, dando a entender que se procedería a la cancelación del proyecto. Algunos días más tarde, cuando los Estados Unidos invadieron Panamá y secuestraron al general Manuel Noriega, la Cancillería argentina omitió condenar un hecho que violaba los principios de no intervención y autodeterminación y había suscitado enérgico rechazo en otros países latinoamericanos.

En abril del año siguiente, el entonces ministro de Defensa Humberto Romero ordenó la paralización del Cóndor II. Y en julio, Carlos Menem firmó un decreto secreto por el que se derogaban los otros dos decretos secretos de Alfonsín que habían dado inicio legal al proyecto. Terence Todman, el diplomático que podía servir tanto al liberal Carter como al conservador Bush, festejó su insólito triunfo. Pocos embajadores habían logrado que una nación presuntamente soberana renunciara a producir armamento sofisticado si estaba en condiciones de hacerlo. En Mendoza, el padre del Cóndor, Ernesto Crespo, se limitó a escupir: "Este es un país bananero".

En setiembre Cavallo anunció que la Argentina se sumaba con dos fragatas misilísticas a la guerra contra Saddam Hussein. La insignificancia militar del apoyo, que generó chistes crueles en todo el mundo, no ocultaba su grave significación política: el país rompía una tradición histórica de neutralidad y pasaba a subordinarse sin reservas a los Estados Unidos. Los que habían apostado a Menem con sus petrodólares tomaron nota. Y las guerras lejanas estallaron con ferocidad en las calles de Buenos Aires con los sucesivos atentados contra la embajada de Israel y la AMIA.

La Fuerza Aérea resistió la orden del poder político y el Cóndor tuvo una larga agonía, hasta ser físicamente aniquilado —bajo supervisión internacional— en 1993. Cavallo era ministro de Economía y su protegido Guido Di Tella lo había sucedido en la Cancillería, añadiendo a la política de su predecesor y mentor el rótulo contundente de unas "relaciones carnales" con la Casa Blanca en las que la Nación violada, como la doncella de un popular chiste machista, asume que hay que "relajarse y gozar".

Durante esos largos meses se desarrolló una guerra durísima entre Cavallo y Erman González que entonces era ministro de Defensa. Los temas aparentes y puntuales eran el Cóndor, EDCADASSA y los aeropuertos, pero formaban parte de un fenómeno más amplio: la feroz rebatiña entre grupos de poder, locales y extranjeros, por la forma y el destino de las privatizaciones.

En esa guerra, Cavallo se fue enfrentando sucesivamente con otros hombres del gobierno que consideraba "amarillos" y con el
Amarillo
mismo. Con este último, sin embargo, tuvo momentos de tregua y hasta de alianza tácita, como ocurrió cuando necesitó la colaboración de Diego Ibáñez para privatizar YPF con José Estenssoro a la cabeza. Hasta llegó a proponer el reparto del Correo por mitades, propuesta que Yabrán rechazó, a sabiendas de que eso lo llevaba a la confrontación total con el hombre que más llegó a odiar en su vida.

Pero nada de todo esto era aún perceptible para el gran público —ni siquiera para los propios protagonistas— en 1991, cuando Franco Caviglia hizo la primera denuncia y Carlos Manuel Acuña, un periodista vinculado con los ex represores que habían formado el MODÍN, con la DINA chilena y con la propia CIA, se hizo eco en el centenario matutino
La Prensa,
que todavía estaba en manos de los Gainza Paz. Don Alfredo sintió auténtico pavor al ver su nombre escrachado en el diario de la vieja oligarquía. Para colmo, lo vinculaban con una presunta causa por narcotráfico en la corte de Tampa, en el estado norteamericano de La Florida.

Fueron en total cuarenta y un notas, que salieron prácticamente a diario, alimentando sus justificadas sospechas de que alguien con poder había decidido montar una campaña periodística en su contra. No estaba errado: en mayo de 1975, Acuña había trabajado con el agente de la DINA Enrique Arancibia Clavel en una tenebrosa operación de intoxicación informativa que se conoció como Operación Colombo y consistió en hacer pasar como "un ajuste de cuentas en la izquierda" el secuestro y desaparición de ciento diecinueve chilenos opositores a la dictadura de Pinochet. Arancibia Clavel, el contacto de Acuña, también ha sido vinculado con el asesinato en Buenos Aires del general Prats y su esposa. La sensación se agravó cuando Carlos
Yeyé
Cabrera, el hombre que manejaba Intercargo e Interbaires, le comentó que tenían a los norteamericanos mirándolos por arriba del hombro. Entonces acudió a sus amigos en el gobierno, movilizó sus tropas, abrió la bolsa y apeló a todos los que podían tener acceso a los Estados Unidos y a su
Virrey.
Como el hombre de la pipa de ciruelo. Wenceslao Bunge, que le decía
Terry
al negro Todman.

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