Don Alfredo (42 page)

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Authors: Miguel Bonasso

Tags: #Relato, #Intriga

BOOK: Don Alfredo
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24

Cuando Carlos Manuel Acuña comenzó su saga de cuarenta y un notas sobre Yabrán y EDCADASSA, la realidad empezó a ponerse rara. A partir del segundo artículo comenzaron las llamadas de madrugada. Al principio había silencios, en los que podía escucharse claramente la respiración del "fantasma" que no hablaba. Después, empezaron las amenazas. Durante casi un mes, un Peugeot blanco importado insistió en estacionarse detrás de su auto, cerca de su casa, en Gelly y Obes y Las Heras. Un joven bien vestido, con inconfundibles anteojos negros, estaba siempre recostado junto a la puerta del coche y lo miraba de manera descarada. Una mañana lo llamaron por teléfono para decirle —de parte de alguien "muy importante"— que ese mediodía lo esperaban a almorzar en el Hotel Continental. Cuando Acuña llegó al hotel, el joven del Peugeot estaba en la puerta y lo acompañó con la mirada. En el restaurante del hotel no lo esperaba nadie. Luego empezó el acoso de los fotógrafos. A cada lugar donde iba, extraños
paparazzi
emergían de la nada, le sacaban una instantánea y se esfumaban, sin darle tiempo a reaccionar. Y no sólo lo retrataban a él, también a sus ocasionales acompañantes. Después descubrió que debía llevarse informes y documentos a su casa, porque alguien abría los cajones de su escritorio en el diario
La Prensa
y le robaba las informaciones más valiosas, como las que le habían suministrado "un joven militar y un retirado" que, según Acuña, "eran patriotas e idealistas" y tenían "elementos probatorios del contrabando en Ezeiza", o como el dato sobre ciertos caminos de tierra que salían secretamente del aeropuerto y por los que —según esas fuentes— transitaba la mercadería no controlada. Y algunos túneles que evocaban folletines del siglo pasado.

Acuña tenía muchos, demasiados, amigos militares. Especialmente algunos ex represores del Proceso enrolados en el grupo de los carapintadas. Como el propio líder del movimiento, el coronel Mohamed Alí Seineldín, de quien se sigue considerando amigo. Incluso se enroló en las filas del MODÍN, el partido creado por otro golpista, Aldo Rico, que se había peleado con Seineldín. Allí, recuerda, llegó a candidatearse para un cargo electivo. Un amigo "muy influyente" lo invitó entonces a comer para decirle que lo quería "apoyar económicamente en la campaña". La única condición: que dejara de escribir sobre Yabrán. Acuña se rehusó y en un nuevo encuentro el amigo influyente aumentó la apuesta: le daría treinta mil dólares para que archivara las denuncias. Volvió a negarse. Una noche, alrededor de las diez, un desconocido llamó a su casa por un "tema muy importante de trabajo". Lo hizo subir y, según su testimonio, escuchó una nueva proposición. El extraño personaje le pintó con entusiasmo un trabajo de "asesor periodístico", que no le supondría prácticamente ningún esfuerzo y por el cual le darían, "si era razonable", de "diez a veinte mil dólares mensuales". El amigo que ofrecía sufragarle la campaña aumentó también su apuesta y le habló de comprarle una radio, "AM o FM, lo que vos quieras".

En
esos días, al entonces director de
La Prensa,
Máximo
Maxi
Gainza Paz, le llegaron fotocopias de "varios traslados de dominio en las empresas de Yabrán". Se las pasó al periodista que llevaba el tema, para que continuara la campaña. La vieja
Prensa,
la de los ancestros de
Maxi,
había tenido siempre una relación muy especial, hasta se podría decir orgánica, con Washington y su embajada, antes incluso del 26 de enero de 1951, cuando fue expropiada por el presidente Perón y pasada a la CGT. Esa relación se mantenía cuando el último Gainza Paz autorizó los artículos sobre
EDCADASSA.

Al diario llegó también una curiosa foto del misterioso Yabrán, "robada" con teleobjetivo.
No
se animaron a publicarla.

La realidad se puso aún más rara. Acuña —que de eso entendía— encontraba "micrófonos por todos lados". Y, según él, también le dispararon una bala por la luneta trasera del auto cuando volvía de acompañar a su hijo, que acababa de sacar el registro de conductor. Uno de sus amigos militares, un conocido aviador que actualmente revista en actividad con el grado de brigadier, lo invitó a cenar y le dijo: "Vos sos mi amigo y sabés cómo es esto. Te pido por tu bien que no escribas más".

Pero una serie de acontecimientos extraños hizo innecesario el consejo. Acuña había basado buena parte de su campaña en los tres escritos que Franco Caviglia había presentado sucesivamente a la jueza Servini de Cubría. Especialmente el último, un frondoso documento de treinta carillas que Acuña fue complementando con las informaciones que le llegaban de los propios pilotos enfrentados con Juliá y con frecuentes charlas telefónicas con Caviglia. En sus primeras notas, el periodista trató al diputado con gran respeto; luego se pelearon. El hombre de
La Prensa
quiso hacerle un largo reportaje al joven diputado, pero éste se negó. Hubo una agria discusión telefónica que terminó cuando Caviglia, antes de cortar, le gritó:

—¡Yo con usted no quiero saber nada más, porque usted labura para los servicios!

Acuña sacó el hacha de guerra y le dio con todo. Afirmó que el diputado había decidido "salir de la escena" al remitir al juez Héctor Acuña, ante el cual "había elevado la denuncia", un escrito "para señalarle que carecía de probanzas, que las recibidas fueron anónimas (¡sic!) y que por razones de 'economía procesal' consideraba que podría resultar conveniente el archivo del tema". En rigor, el escrito, citado de manera textual en un artículo anterior de Acuña, recordaba que había otra denuncia en el juzgado a cargo de Servini de Cubría y le proponía —ante la falta de nuevas probanzas— remitir la presentación ante ese tribunal o, en su defecto, "proceder al archivo de estas actuaciones, según lo considere V.S.". Caviglia, por su parte, sostiene en la actualidad que no recuerda a ningún juez Héctor Acuña y que su denuncia original, ante Servini de Cubría, sigue abierta, pese a un letargo de ocho años.

Un buen día Acuña llegó a
La Prensa
y fue citado al despacho del director. Según los recuerdos del periodista, Gainza le reveló que había venido a visitarlo un tal Wenceslao Bunge, "a quien no conocía". Le preguntó si él sabía algo sobre el visitante. "Es un tránsfuga —habría respondido Acuña— que intervino en la importación de los aviones Douglas y ha cagado a gente de su propia familia." Gainza contó que el gigante barbado aclaró de entrada que no trabajaba para Yabrán sino "para Federal Express" (que era "la contra"), pero que todo lo escrito por Acuña sobre el empresario postal era falso. Bunge recordaría mucho después su entrevista con Gainza Paz, pero sin mencionar el dato de Federal Express y dando a entender —por la familiaridad con que habla de
Maxi—
que ambos patricios se conocían desde mucho antes, lo cual es sumamente probable. También es probable la especulación actual de Acuña: que Bunge ya trabajaba en el '91 para el
Amarillo,
del que recién pasaría a ser oficialmente vocero en 1995.

Luego ocurrió lo que no había pasado en más de un siglo: Gainza Paz vendió
La Prensa.
El diario fue comprado por doña Amalita Lacroze de Fortabat (otra patricia que se había convertido en consentida del plebeyo Menem). Acuña dejó el diario. Poco después de su partida sonrió malignamente al descubrir en
La Prensa
un aviso institucional de EDCADASSA de media página. La guerra había terminado. Pero le dejó una secuela: aún hoy camina mirando continuamente para atrás.

Al joven Caviglia la realidad también se le puso rara. Menudearon las consabidas amenazas y empezó a ver a su alrededor ciertos vehículos que parecían colocados a propósito para pasarle un mensaje inequívoco. En aquella época el diputado alquilaba un departamento en Rivadavia entre Combate de los Pozos y Sarandí, a pocos metros del Congreso, donde iba todas las mañanas. Por las noches, cuando regresaba de los debates y de sus tareas en la Comisión de Legislación Penal, encontraba, invariablemente, una o dos camionetas estacionadas en las inmediaciones de su casa. A veces eran las amarillas de OCASA; otras, lucían el púrpura cardenalicio de OCA. En tres oportunidades la presión se hizo insoportable y decidió alejar a su esposa de la Capital Federal. Tuvo entonces que buscar cobertura y protección en hombres rudos y peligrosos que habían chocado con el
Amarillo
por intereses contrapuestos. Los encontró en las filas de la Gendarmería, fuertemente enfrentada con la Aeronáutica por el control de la seguridad en Ezeiza.

A la semana de hacer pública la denuncia aparecieron en su despacho dos personajes de aquellos que se mueven en los sótanos del Estado. Uno era oficial de Gendarmería, "Dalla Rosa o Della Rosa", y el otro, un civil de apellido Miele, que trabajaba como informante para el servicio de inteligencia de la fuerza de frontera. Los dos traían papeles en sus portafolios y una voluntad ostensible de apoyarlo en su "patriótica denuncia". Con el paso del tiempo Caviglia se avivó de que lo estaban usando, pero se dejó usar porque se le había agotado la cantera de datos y no tenía con qué "mantener viva la investigación". Más tarde Miele terminaría trabajando en las empresas del aeropuerto cuando Walter de Fortuna (un hombre de Cavallo que después sería, a su turno, denunciado ante la Justicia) intervino en el tema de la "aduana paralela". Esa circunstancia suscitó una doble sospecha: Cavallo pensaba que era un "filtro" que le había metido Yabrán y Don Alfredo estaba seguro de que Miele se había pasado al bando de Cavallo.

Los informantes trataron de explicar a Caviglia algo que aún no era muy conocido: las vinculaciones del
Amarillo
con hombres del riñón de Menem y con el propio Jefe. Le contaron, por ejemplo, que cuando el riojano estaba en su primera campaña para la presidencia, Yabrán quiso apoyarlo económicamente y el candidato lo hizo investigar por Juan Bautista
el Tata
Yofre, que después sería —por poco tiempo— el primer
Señor Cinco
de la SIDE. El
Tata
habría encargado la delicada tarea a uno de sus interesantes conocidos, un ex capitán del Batallón 601 de Inteligencia llamado Gustavo Bunze. El capitán tenía ahora una empresa de investigaciones, de las tantas que empezaron a proliferar en la democracia para darle trabajo a la "mano de obra desocupada". Alguien le pasó la carpeta a Diego Ibáñez y el petrolero montó en cólera. Una tarde se descolgó por el cuartel general de la campaña y arrojó el
dossier
sobre un escritorio gritando: "¡Esto es todo basura!". Algunos sostienen que, a partir de ese momento, comenzó el declive de Yofre en el entorno de Menem. Al capitán Bunze le habría ido peor: los "fantasmas" le robaron los papelitos que había usado en la investigación y le metieron dos bombas en las oficinas.

Una tarde, Caviglia fue citado al despacho del presidente de la Cámara de Diputados, Alberto Pierri, un empresario papelero, caudillo de La Matanza, que había ingresado al peronismo por la puerta grande gracias al generoso Antonio Cafiero, que también había convertido a la fe justicialista al ex comando civil de la "Libertadora", Guido Di Tella. Caviglia sabía que el
Muñeco
Pierri no era lo que se suele llamar un carmelita descalzo, pero ignoraba algunos datos de su currículum: que le había vendido papel al almirante Massera para el diario
Convicción y
que en las fichas del poder, que empezaba a elaborar el nuevo
Señor Cinco
(Hugo Anzorreguy), figuraba en color amarillo.

Pierri felicitó al diputado por su valentía, le recordó que él mismo había encabezado investigaciones similares, pero que había desistido de ellas cuando las veía agotadas, para no desgastarse. Ni siquiera le dijo que suspendiera la investigación. Todo lo que hizo fue muy elíptico, con simples alusiones. La charla duró quince minutos y Caviglia salió del despacho decidido —según recuerda— "a no darle bola".

Algún tiempo después, el
Muñeco
recibió en esa misma oficina la visita del
Dibujante,
otro personaje que hizo carrera en el gobierno menemista, pasando sucesivamente de la dirección de SOMISA a la Secretaría de Seguridad Interior del Ministerio del Interior y finalmente a la Dirección de Migraciones, cuando la cartera política estaba en manos de Carlos Corach, un político que también tenía su tarjeta amarilla en el fichero personal de Hugo Anzorreguy. El
Dibujante
se llamaba Hugo Franco y tenía algunas cosas en común con el presidente de la Cámara: vínculos históricos con el Almirante (con quien se había conectado por cuestiones de negocios cuando fue empresario chatarrero) y una relación intensa, de amor y odio, con el
Amarillo.

Según el periodista Horacio Verbitsky, "Franco fue bautizado en la ESMA como
el Dibujante,
en alusión a las inversiones de Massera en empresas que se encargaba de dibujar. Entró a la Escuela (de Mecánica de la Armada) en un Renault 4 y salió en un BMW, recuerda un oficial que lo conoció allí entonces". A través de Massera, Franco se vinculó con Isabel Perón y cuando José López Rega fue extraditado a la Argentina, el abogado del
Brujo
negoció con Franco el posible acceso a una cuenta conjunta en Suiza, pero la viuda de Perón se negó. Ingresó al gobierno menemista de la mano de su pariente, el arzobispo de Córdoba, monseñor Primatesta, y de su segundo, monseñor Martorell, a quienes aconsejó invertir los dinerillos de la Arquidiócesis mediterránea en la empresa OCA. "En el mismo paquete —escribió Verbitsky— venía el ex funcionario de la presidencia bajo los dictadores Viola y Bignone, Esteban Caselli, el gestor de los espacios en el Aeroparque para la empresa aérea de Yabrán, remitido ahora a guisa de embajador al Vaticano."

En los tiempos de su visita a Pierri, el
Dibujante
de la ESMA tenía su búnker en un petit hotel de cinco pisos ubicado en Venezuela 1823, a pocos metros de la avenida Entre Ríos. Allí funcionó durante algunos meses la editorial
La Pléyade,
que montó Massera durante el Mundial del '78 para editar la revista
La Cancha
y otras publicaciones. Allí funciona también la Fundación del Obispado de Córdoba. Y, por si fuera poco, allí se realizó la primera reunión privada entre Alfredo Yabrán y la directora de la revista
Noticias
Teresa Pacitti, después de que un vigilador celoso abriera fuego contra un cronista del semanario en la acera de la Mansión del Águila.

Hugo Franco llegó al despacho de Pierri con un portafolio en la mano y dijo sonriente:

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