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Authors: Jordi Sierra

Donde esté mi corazón (15 page)

BOOK: Donde esté mi corazón
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De todas formas, le llamó por segunda vez.

—Sergio.

No sabía qué hacer. Si la llave no estaba abajo, era porque Sergio estaba en la pensión. Y además, no se iría sin cerrar la puerta. Pensó en la terraza. Él le había comentado que se lavaba parte de la ropa, calcetines y prendas interiores, y la tendía arriba. Era una posibilidad.

Iba a salir de nuevo, para buscarlo allí o bajar a recepción, cuando se detuvo.

Allí vivía él, allí dormía él. Todo estaba impregnado de su persona, de su ser, de su esencia.

Acabó por entrar, pero dejó la puerta abierta, por si acaso. La habitación era pequeña y en ella sólo había una cama, un armario y una mesita con una silla. La cama también era pequeña y eso la hizo sonreír. Pasó una mano por las sábanas, como si las acariciara o como si a través de ese contacto percibiera el calor de él. Luego miró el armario, que estaba cerrado, y finalmente la mesita.

Entonces la vio.

La fotografía.

La fotografía de una chica rubia, de ojos grises, que sonreía con una luminosidad especial, llena de encanto.

Estaba situada en el ángulo más alejado, en el rincón de la pared, y tenía un marco de plata como soporte. Montse sintió un pequeño mareo, pero aun así continuó sus movimientos. Dio un paso y se quedó allí, quieta, mirando aquel rostro que le sonreía abiertamente. Después alargó la mano y la cogió. Con la proximidad, la sonrisa de la chica se hizo más visible, más patente y luminosa. En el margen inferior derecho, había una dedicatoria.

 

Todas y cada una de aquellas palabras se le clavaron en la mente como espinas.

«Eternamente tuya, con amor, de Gloria.»

Su cabeza estaba en blanco, su corazón paralizado, la sangre ya no corría por sus venas. Estaban ella y el mundo, pero el mundo ya no era más que una masa de algodón, sin forma, situada a una gran distancia de sí misma, porque ella flotaba en un vacío incierto.

Continuó mirando aquel rostro y tal vez lo hubiera hecho durante horas, o unos simples segundos antes de echar a correr, de no ser porque la rescató una voz.

Una voz familiar, conocida, cercana.

La voz de Sergio, desde la puerta.

—Quise decírtelo.

No se sobresaltó. Miró hacia él y lo vio pálido, tan destrozado como lo estaba ella. El silencio se hizo insoportable. Ninguno de los dos se movió. Era como si alguien hubiese accionado el botón de la pausa en un imaginario mando a distancia que los gobernara.

Después, se oyó a sí misma preguntar:

—¿Quién es?

—Se llamaba Gloria.

Un nuevo silencio, una larga pausa, hasta la revelación final.

—Tú llevas su corazón —dijo Sergio.

 

Cuarenta y cinco

 

T
ardó una eternidad en llegar hasta ella, en acercársele. Para cuando lo hizo, Montse ya tenía saturado todo su ser con la nueva realidad. Se sentía igual que una jarra colmada por cuyos bordes rebosaba cuanto no cabía en su interior. Y tenerlo cerca ni siquiera bastaba para hacerlo todo más llevadero; al contrario.
 

Ahora la verdad los aplastaba.

Cada frase de aquella carta adquiría sentido.

«...Para no hacerte ningún daño... Hasta el más extraordinario de los sueños es posible si se ama... Los sueños son traidores... Me he enamorado de ti. No era mi intención, pero ha sucedido... Sin embargo, no es tan sencillo y no quiero hacerte daño... También a mí me han hecho mucho daño y tengo heridas invisibles en el alma... Soy un cobarde... Tenía que haberme ido
antes, sin llegar a esto... Supongo que lo tendré mere
cido, por jugar con el destino. Gracias por darme una esperanza.»
 

¿Una esperanza?
 

Sergio intentó cogerle una mano. Ella la apartó, casi visceralmente, con un movimiento seco. La otra, la que sostenía todavía el retrato de Gloria, tembló con el gesto. Lo mismo que su voz.
 

—¿Quién eres? —preguntó Montse.
 

—Sergio, nada más.
 

—No, no te conozco.
 

—Montse...
 

Se apartó dando un paso hacia la izquierda. No dejó el portarretratos en la mesita. Parecía estar unida a él en cuerpo y alma. El segundo rechazo hizo que Sergio se derrumbara. Pese a todo, había un equilibrio entre ambos, una especie de delicado hilo conductor que los hacía permanecer en pie, cara a cara.
 

—Háblame de ella —pidió Montse.
 

—¿Qué puedo decirte?
 

—¿La querías?
 

—Sí —reconoció él.
 

—¿Desde cuándo?
 

—Nos conocimos hace casi dos años. Los habría hecho en otoño. Éramos unos críos pero...
 

—¿Qué sucedió?
 

—Por favor...
 

—¡Dímelo!
 

Su grito fue igual que una bofetada. Lo alcanzó de lleno y le hizo acusar el golpe. El rostro de Montse, en cambio, era una máscara inamovible.
 

—¿Qué quieres que te diga? —se rindió Sergio—. Estaba tan llena de vida, tan... —superó un primer ahogo, tragó saliva y pudo continuar, con mayor entereza—. Era socia de Greenpeace, de Amnistía Internacional, de Médicos sin Fronteras y, por supuesto, un día ella y varias de su clase se hicieron donantes de órganos. Cuando me lo contó, me quedé un poco alucinado. Yo no... Bueno, da igual —lo apartó de su mente—. Recuerdo que un día, bromeando, me dijo que, si se moría, algo de ella quedaría en este mundo.
Y cuando le dije que eso era absurdo, porque ella era ella y nadie más, me contestó: «Si me quieres, seguiré viva para ti, porque estaré donde esté mi corazón». Me pareció una frase tonta, propia de sus fantasías, aunque ellas la hacían muy especial. Luego, aquel día, cuando tuvimos el accidente y la vi desangrarse dentro del coche, me la repitió, y entonces...
 

Llegó al límite, pero Montse no le dejó.
 

—¿Cómo supiste que yo llevaba su corazón?
 

—Mi hermano es médico, ¿recuerdas? Y un tío mío también lo es. Además, mi familia es de las que tiene peso. No fue difícil saberlo. Esas cosas se mantienen en secreto, pero fue muy fácil. Un corazón de una chica de diecisiete años sólo puede trasplantarse a otra persona más o menos de la misma edad, por razones de tamaño y otros detalles. Yo estaba destrozado, pero sus palabras no dejaban de dar golpes en mi cabeza: «estaré donde esté mi corazón»... Y era el mismo corazón que había latido por mí, el mismo corazón que latía todavía, sólo que en otro cuerpo. Así que..., cuando supe quién eras y que vivías tan cerca, pensé casi que era el destino. Lo único que yo quería era verte, saber quién llevaba ese corazón, averiguar... no sé...
 

—¿Si lo merecía?
 

—¡No lo sé! —gritó Sergio por primera vez—. ¿Puedes entenderlo? ¡Me sentía muy mal y lo único que quería era verte! ¡Por eso vine! Algo me atraía, algo que fui incapaz de dominar o vencer y contra lo que no pude luchar. Fue una escapada. Lo que menos pretendía era... —no consiguió articular la palabra, así que acabó con una desfallecida confesión—. Apenas si puedo creerlo, todavía me parece una burla, un sueño.
 

—O una pesadilla.
 

—¡No! ¿Es que no te das cuenta? ¡Te quiero! ¡Ésa es la única verdad: te quiero! Nunca te he mentido acerca de eso. Te vi y... sucedió. No sé si de golpe, pero lo cierto es que, cuando hablamos, cuando me asomé a tus ojos, cuando vi cómo eres... ¡Estoy enamorado de ti como nunca...!
 

—No, Sergio, no —movió la cabeza ella y, por fin, pudo dejar el retrato de Gloria en la mesa—. Crees que me amas, pero no es verdad.
 

—¡Sí lo es!
 

—¡Amas el recuerdo de Gloria y el latido de ese corazón, pero no me amas a mí! ¡Sigues queriéndola a ella! ¡Has seguido ese latido, nada más! ¡Es como si fuera un eco!
 

—Te juro que...
 

—¡No! —gritó ella.
 

Intentó cogerla, casi se lanzó encima, pero Montse le llevaba una fracción de segundo de ventaja. Escapó a su reacción, se apartó de su lado y echó a correr traspasando la puerta que permanecía abierta.
 

Sergio tardó en seguirla.
 

—¡Montse!
 

 

Cuarenta y seis

 

L
e llevaba unos cuatro o cinco metros de delantera y fueron suficientes para que no la atrapara inmediatamente. Montse bajó las escaleras saltando los peldaños de tres en tres, llegó al vestíbulo de la pensión y salió a la calle, a la luz, que la golpeó de pleno. Quedó cegada por ello y por las lágrimas que ya fluían de sus ojos. No se detuvo en la puerta. Dobló a la izquierda y siguió corriendo.
 

—¡Montse! —volvió a oír la voz de Sergio.

Pudo notar su presencia, cada vez más cerca, y se preparó para el contacto. Llegó a agarrotar los músculos para rechazarlo, mientras eludía a la gente que circulaba por la acera y se apartaba ante su carrera con cara de asombro. Finalmente, a unos escasos diez metros de la pensión, Sergio la atrapó.

Fue electrizante.

—¡No! ¡Déjame!

—¡Ven aquí, por favor!

—¡Vete, vete!

La obligó no sólo a detenerse, sino a girar el cuerpo y mirarlo. Montse cerró los ojos, negándose a ello. De pronto se dio cuenta de que casi no podía ni hablar, porque el corazón le golpeaba el pecho como si quisiera salir de él.

Y tal vez fuera así.

Se asustó por primera vez.

—Montse, ¿qué te pasa? —oyó preguntar a Sergio.

¿Qué le sucedía? ¿Le preguntaba qué le sucedía?

Sí, ¿qué le estaba sucediendo?

El corazón de Gloria, su corazón, ya no latía con aquel paso firme y sereno al que estaba acostumbrada. Ahora sus latidos eran irregulares, anárquicos, se aceleraban de forma súbita y de repente se detenían y se volvían atropelladamente lentos. Sintió una angustiosa presión en la mente. Una presión que ya conocía.

Y sus rodillas se doblaron.

—¡Montse! —volvió a gritar él.

Hubiera caído al suelo de no ser por Sergio, que la tenía cogida. Aun así, lo único que pudo hacer fue acompañarla al vencerse su cuerpo, derrotado por el miedo tanto como por el efecto de aquel fenómeno. Esta vez sí lo miró.

—Ser...gio... —murmuró.

Estaba pálido, tan asustado como ella.

—¿Qué tienes? ¡Por Dios!, ¿qué tienes?

No pudo decirle nada. El corazón ya no conocía ninguna regla. Iba y venía a su antojo, sus latidos se aceleraban y se amortiguaban como si bailara a su aire. Quiso levantar una mano, para acariciarle la mejilla, como solía hacer siempre, y se encontró sin fuerzas.

Las primeras personas se arremolinaban ya a su alrededor. Sergio miró hacia ellas.

—¡Una ambulancia, por favor! —gritó entonces—.
¡Que alguien llame a una ambulancia!
 

 

Cuarenta y siete

 

L
a abrazó, llorando, sin dejar que nadie la tocara.
—Montse..., no te mueras, por favor..., no te mueras...
 

—¿Por qué?

Apenas era un hilo de voz. Sólo pudo oírla él, que la tenía estrechamente abrazada.

—Tienes que vivir —le dijo.

—¿Porque llevo su... cora...zón...?

—No, cariño —la besó en la frente primero y en los labios después—. Porque te quiero, y porque ya no importa el pasado, sino esto, tú y yo. Por favor, Montse, vuelve a luchar... Por favor...

Se escuchó una sirena, a lo lejos.

—Sergio.

—¿Qué?

—Sergio...

Sólo repetía su nombre. Había cerrado los ojos y se desvanecía muy lentamente.

La sirena se acercaba.

Sergio le puso una mano en el pecho. Tres latidos muy rápidos, una pausa, dos muy lentos, otros cinco seguidos, otra pausa y tres más sin apenas ritmo. Era como si allí dentro algo anduviera a oscuras, sin encontrar una puerta, dándose golpes contra las paredes, cada vez más asustado.

La sirena ya estaba allí.

La gente empezó a moverse y las voces se elevaron. Voces extrañas.

—¡Es Montse, la hija de los Ventura!

—¡Pobrecilla!

—Ya sabía yo que esas cosas...

—¡Apartaos, apartaos!

—¡Aquí, aquí!

El resto fue muy rápido. Aparecieron dos hombres vestidos de blanco, le prestaron los primeros auxilios mientras la gente, toda la gente, les decía de quién se trataba y lo de su corazón. Luego la metieron en la ambulancia. Sergio trató de seguirla.

—No puedes subir, chico —le detuvo uno de los dos enfermeros.

—Es que...

—Tranquilo, ¿vale? Avisa a su familia.

Rápido, muy rápido. A vida o muerte. La miró por última vez y luego todo desapareció. La ambulancia se alejó carretera abajo, en dirección a Barcelona.

 

Cuarenta y ocho

 

Fue la misma Carolina la que abrió la puerta, así que se encontró con ella cara a cara. En el rostro de la mejor amiga de Montse no apareció ninguna señal de alegría, ningún signo de paz. Sus ojos hablaron de lo que sentía mucho antes de que lo hicieran sus labios. Sin embargo, Sergio pasó esta guerra por alto. Sólo le hizo una pregunta, por otra parte obvia.
 

—¿Cómo está?

La respuesta fue un bálsamo. Cayó sobre él liberándolo de todas las angustias.

—Fuera de peligro —dijo Carolina.

—Dios...

Tuvo que apoyarse en el quicio de la puerta. Le era difícil mantener el equilibrio. Cerró los ojos, así que las palabras de la chica cayeron sobre su ánimo como una lluvia vivificadora.

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