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Authors: Jordi Sierra

Donde esté mi corazón (8 page)

BOOK: Donde esté mi corazón
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—Te estaba esperando.
 

—¿Por qué no llamabas? —se extrañó ella.
 

—No me atrevía.
 

—¡No seas tonto! Si hubiera sabido que estabas aquí...
 

—También me dio corte la otra noche —reconoció Sergio.
 

Montse se puso ligeramente colorada, pero lo dominó. Quería oír lo que tuviera que decirle. Al ver que él no seguía, lo intentó por su parte.
 

—Sí, me di cuenta —manifestó—. Casi echaste a correr.
 

—Soy un idiota, lo siento.
 

—No eres un idiota. Ningún idiota le dice a una chica que es preciosa de la forma en que tú me lo dijiste. Y hay momentos en que a una le hace falta que le digan algo así, ¿sabes?
 

Se miraron fijamente, bañados por el sol de julio que caía a plomo pese a la presencia de numerosas nubes negras que ellos ni notaban.
 

En ese instante, Montse se rindió.
 

Y deseó que él la tocara, aunque sólo fuera un roce.
 

—Montse, yo... —comenzó a decir.
 

Tal vez necesitaba de la noche y el silencio para expresarse, porque lo cierto es que ahí acabó todo. Los dos fueron despertados de su abstracción por el ruido de un coche doblando la esquina. Miraron hacia él y Montse reconoció el viejo cacharro de su madre, que sólo usaba para hacer recados en el pueblo o para no volver demasiado cargada de la compra.
 

Odió la interrupción y su mala suerte.
 

—Es mi madre —suspiró.
 

Sergio dio un paso atrás. El coche no aparcó delante de la casa, sino que dio un giro y se quedó ya de cara a la puerta del garaje. Maite bajó de él sudorosa y congestionada.
 

—¡Ay, hija, qué bien! —fue su primer saludo—. Ayúdame con esto, ¿quieres? —miró a su acompañante y, sin cortarse, preguntó—: ¿Quién es tu amigo? ¿No me presentas?
 

Montse quiso que se la tragara la tierra.
 

—Mamá, Sergio. Sergio, mi madre.
 

Ya no había magia. Eran un chico y una chica, en verano, con una señora madre en medio.
 

—¿Qué tal, señora? Encantado.
 

—Bien, hijo. ¿Nos echas una mano? Entre los tres...
 

Sergio lo hubiera hecho igualmente, porque ya se movía en esa dirección después de darle la mano. Fue a la parte de atrás del coche y cogió la mayoría de las bolsas él solo.
 

—¿Qué haces? ¡Déjanos alguna! —protestó con simpleza la mujer—. ¡Oh, qué fuerte! Bueno, vale, como quieras.
 

Entraron los tres, aunque Montse sabía que Sergio tardaría menos de un minuto en irse.
 

 

Veintitrés

 

E
speró justo lo prudencial y, al ver que su hija no abría la boca, entró en el tema directamente.
 

—¿Quién era?
 

Montse ya se lo esperaba.
 

—Un amigo, mamá.
 

—No lo tengo visto.
 

—Porque es nuevo. Está buscando trabajo.
 

—¿Aquí?
 

—Sí.
 

—¿Y cómo lo has conocido?
 

—Mamá, qué pregunta, pues por ahí, en la piscina.
 

—Parece buen chico.
 

—Lo es —aseguró Montse asintiendo con la cabeza.
 

—¿Y Arturo?
 

Ésa era la clase de indiscreción que no esperaba ni comprendía. Se sintió irritada una vez más por el poco tacto de su madre.
 

—Arturo nada, mamá. ¿Por qué?
 

—Bueno, antes...
 

—Tú lo has dicho: antes.
 

—¿Os habéis enfadado? Ya decía yo que durante estos meses... Bueno, no te preocupes, a tu edad os enfadáis y desenfadáis como si nada.
 

Montse la miró con horror. ¿A su edad? Pero, ¿de qué estaba hablando? A veces tenía la sensación de que seguía tratándola como a una niña, y más después de su enfermedad. Tuvo que contar hasta tres para calmarse.
 

—Déjalo, mamá, ¿quieres?
 

—¿Por qué? A mí me parece que eso de que el hijo de los Gaspar se interese por ti es...
 

—¿Así que es eso? Porque es el hijo de los Gaspar, ¡hala, a abrirse de piernas!
 

—¡Montse! —se escandalizó su madre.
 

—Si es que dices cada cosa, mamá. ¿A mí qué me importa de quién sea hijo Arturo, Sergio o quien sea? ¿De qué vas?
 

—Yo, de nada, pero su madre me comentaba el otro día lo bien que le caías, y
recordaba que el verano pasado ibais juntos y hacíais una pareja estupenda.
 

—Genial —suspiró Montse disponiéndose a salir de la cocina.
 

—Montse —la detuvo su madre—, ¿qué te pasa?
 

—¿A mí? ¡Nada!
 

—Has cambiado, hija. Estás... irritable. Y no lo digo por lo de ayer con los señores de la tele, que ya lo hablamos y lo entiendo, aunque no lo comparta. Lo digo porque... ¡Ay, mira, no sé!
 

—Mamá, hemos cambiado todos —le dijo seriamente—. Tú estás como un flan y todo el día encima de mí. Pero yo me siento de fábula, puedes creerme, y estaré mejor cuando todo el mundo deje de recordarme lo que pasó. Y si a pesar de todo he cambiado, para bien o para mal, es porque me vi muerta, y eso da qué pensar, ¿entiendes? Ahora las cosas más sencillas me parecen las más importantes, y viceversa, porque las importantes se me antojan idiotas. Aquellos días, cuando creí que me iba de este mundo, me decía a mí misma que era injusto. ¿Por qué yo? Ahora estoy viva y... aún me hago la misma pregunta. Pienso en esa otra persona que murió para que yo...
 

—Calla, por favor —se estremeció su madre.
 

Se calló, pero no porque se lo acabara de pedir temblando su madre, sino porque su padre apareció en la cocina recién llegado a casa del trabajo, aunque ninguna de las dos lo había oído entrar por la puerta.
 

—¡Hola, familia! —saludó el hombre.
 

Le dio un beso a Montse. Luego le pasó un brazo por los hombros.
 

—¿Qué hora es? —se extrañó Maite.
 

—Hoy he salido antes —anunció su marido—. Y esta noche nos vamos a cenar al Maremagnum, todos.
 

Montse lo miró horrorizada.
 

—¿Esta noche?
 

—Sí, ¿por qué?
 

Su padre salía poco. No podía decirle que había quedado. Había muchas noches. El verano estaba lleno de ellas, aunque cada una fuese especial, diferente, sobre todo cuando había alguien esperándote.
 

Había quedado con Sergio rápida y fugazmente al irse.
 

—No, no, por nada, papá. Me parece bien —dijo dándole un beso en la mejilla y abrazándole con cariño.
 

 

Veinticuatro

 

L
a tormenta de verano descargaba con fría furia sobre el pueblo. Todo se había puesto repentinamente negro, en cuestión de minutos, y todo volvería a ser diáfanamente azul en cuestión de pocos minutos más. Era lo típico.
 

No le gustaban los días de lluvia.
 

Eran días tristes, melancólicos. Y aunque la lluvia fuese como aquélla, súbita y pasajera, a ella le poblaba el alma de vértigos fúnebres. La inundaba de sentimientos negativos.
 

Lo peor había pasado ya. Hacía rato que ni siquiera tronaba y algunos rayos de sol atravesaban el cielo, pero aún llovía aunque con menor intensidad. Optó por descolgar el auricular del teléfono tras asegurarse de que estaba sola y nadie la oía. Marcó el número de Carolina y esperó.
 

Su amiga descolgó el teléfono al otro lado antes de que pudiera morir el primer zumbido.
 

—¡Sí! —gritó.
 

—Soy yo.
 

—Ah, hola. ¿Has visto qué porquería de día?
 

—Mejor que llueva y se mojen los bosques, y que no tengamos que ir a apagar incendios como cada año, ¿no?
 

—Ya, me olvidaba que eres «Doña Nohaymalqueporbiennovenga» y «Doña
Positiva» en una sola pieza. ¿Qué hay?
 

—Ha venido a verme.
 

—¡Huy, qué osado!
 

—Bueno, no ha entrado, estaba en la calle. Luego sí, cuando ha llegado mi madre.
 

—¿Tu madre? Cuenta, cuenta.
 

—No es lo que crees. Estábamos hablando y, justo en lo mejor, ha aparecido mamá, cargada, y él la ha ayudado a meter las bolsas. Luego se ha ido. Hemos quedado.
 

—¡Bien!
 

—Lo malo es que papá quiere ir esta noche a Barcelona.
 

—Bueno, que sufra un poco.
 

—Ha estado encantador, parecía...
 

—¿Parecía qué? ¡Vamos, sigue!
 

—Ha dicho que era un idiota por haber salido corriendo la otra noche; yo le he dicho que ningún idiota le dice a una chica que es preciosa de la forma en que él lo hizo...
 

—¡Muy bueno, diez puntos!
 

—...Y justo cuando me miraba con esos ojitos tan especiales..., ha llegado mi madre.
 

—¡Anda que tu socia!
 

—Inoportuna del todo, aunque no sé qué habría podido pasar.
 

—Tal y como lo pintas, ése se te declara a la primera.
 

—¿Declararse?
 

—Sí, sí, declararse, a la antigua, «me gustas», «te quiero» y cosas así.
 

—No creo —vaciló Montse.
 

—¿Qué harás si lo hace?
 

—¿Yo? Nada.
 

—Hazme caso, dale pie.
 

—Sí, mujer, eso.
 

—¡No lo pienses más!, ¿quieres? ¡Es perfecto!
 

Montse no respondió a los efusivos consejos de su amiga. Calló y el silencio llegó hasta el otro lado del hilo telefónico.
 

—Vale, perdona —dijo Carolina—, pero es que... ¡Jo, tía, que te lo mereces!
 

—Gracias.
 

—Si fuera yo... ¡Huy, si fuera yo!
 

—Pero yo no soy tú.
 

—Yo me lo ligaba. Mira, tal y como tengo el cuerpo, que no sé qué me pasa, que unos días tengo ganas de gritar y otros de llorar, porque es como si me faltara hasta el aire...
 

—A eso se le llama adolescencia —dijo Montse.
 

—Vale, abuelita, ponte una mecha y enciéndete.
 

—No quiero problemas sentimentales —se justificó ella.
 

—¡Tener un rollo de verano no es tener un problema sentimental, a no ser que te lo tomes tan en serio como te lo estás tomando! ¡Pásate un buen verano, sin preguntarte nada, sin plantearte nada, dejándote llevar!
 

Cada vez acababan hablando de lo mismo y Carolina le decía también lo mismo. Montse no lograba hacerle ver su punto de vista y, aunque lo hiciera, su amiga no la escuchaba. Era tozuda hasta...
 

—Debería decirle lo que me pasó, ¿verdad?
 

—Sí, del todo. Ya te lo dije.
 

—Lo haré.
 

—Sé legal, es lo mejor.
 

—Vale, vale. Espera —miró hacia la puerta de la sala al oír el timbre exterior—. Han llamado y no sé si hay alguien para abrir.
 

Escuchó a su madre haciéndolo. Luego, una voz, y de nuevo los pasos de su madre, ahora acercándose a la sala.
 

—Te llamaré después —se despidió Montse.
 

—¿Es él?
 

—¡Y yo qué sé, adiós!
 

Colgó exactamente en el momento en que su madre asomaba la cabeza por la puerta.
 

—Montse —anunció Maite con infinita prevención y tacto—. Está aquí Arturo.
 

 

Veinticinco

 

E
staba alucinada, pero disimuló para que no se le notara, y menos su madre. Primero miró por la ventana. La lluvia había perdido su fuerza, pero se resistía a abandonarlos y caía de manera persistente. No podían salir fuera, ni verse allí, en la sala, donde su madre podía oírla. Para hablar en privado sólo se le ocurría su propia habitación. Algo que la molestaba profundamente.
 

Arturo no tenía por qué entrar allí.
 

Salió de la sala y se encontró con él. Su madre se alejaba hacia la cocina. La primera mirada fue de ira, pero la de su visitante era de súplica. No cambió la suya, ni dijo nada. Le bastó con hacer un movimiento de cabeza para que Arturo la siguiera. Montse entró en su habitación, esperó a que él hiciera lo mismo y cerró la puerta. Sólo entonces se cruzó de brazos, se volvió hacia él y se le enfrentó, decidida.
 

—¿Qué quieres?
 

Arturo no la miraba a los ojos, sino que recorría con la vista su entorno. Parecía buscar cambios, recuerdos. Montse volvió a sentirse llena de ira, como si estuviese robándole su intimidad.
 

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