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Authors: Jordi Sierra

Donde esté mi corazón (9 page)

BOOK: Donde esté mi corazón
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—¡Eh! —llamó su atención—. Te he hecho una pregunta. Contéstala y vete.
 

—Quiero que me perdones —pidió él.
 

—¿Así de fácil?
 

—Sí.
 

—¿Y por qué habría de perdonarte?
 

—Porque te echo de menos.
 

—Oh, vaya. Tú a mí, claro.
 

—Te quiero.
 

La golpeó de lleno, en mitad de la conciencia. Hacía un minuto Carolina y ella estaban hablando de Sergio, y el que se declaraba era Arturo. Pensó que la vida estaba llena de curiosos contrasentidos.
 

¿Notaría él que se había puesto roja? No había mucha luz en la habitación, sólo la claridad difusa que entraba a través de la ventana.
 

Ahora sí que la miraba a ella.
 

Un par de semanas antes, la petición de Arturo tal vez hubiera tenido otro significado.
 

Ahora...
 

—Arturo, por favor —suspiró cansada.
 

—¡Entiéndelo! —casi gritó él—. ¡Ya te lo dije: creí que ibas a morir, todo el mundo lo decía, y fui cobarde, pero sólo porque no quería verte morir.
 

—¡No es una justificación! —le espetó Montse—. ¡Era cuando más te necesitaba!
 

—¡Lo sé! ¿Crees que no lo sé? Me volví loco...
 

—¿Con Mercedes? ¿O ella era tu aspirina? —apretó las mandíbulas con determinación—. Yo sí me volví loca. No sabes lo que es estar allí esperando cada minuto, mientras todo se desvanece a tu alrededor. No lo sabes, Arturo. Por eso ya no soy la misma.
 

—Sí lo eres. Los sentimientos no cambian.
 

Dio un paso en su dirección, tratando de cogerla, pero Montse lo apartó con algo más que genio. Con auténtica fiereza.
 

—Se acabó —le dijo tajantemente—. En mi vida ha habido un vértice, un antes y un después. Tú perteneces al antes. Olvídame.
 

—Te estás vengando.
 

—¿Sí? ¿Tú crees que es una venganza? ¿Tan inmadura piensas que soy? Te diré algo: estoy bien, muy bien, pero... ¿y si pasa algo?
 

—¿Algo?
 

—Sí, algo, un rechazo retardado o una recaída o... qué sé yo, algo, ya me entiendes. ¿Qué harás?
 

—Esta vez no te fallaré.
 

Montse no se lo pensó dos veces. Se quitó la camiseta, con un gesto de absoluta determinación, y se quedó ante él sólo con el sujetador. La cicatriz, de arriba abajo, apareció con toda su crueldad.
 

—¿Y esto, Arturo? —se la tocó con la mano—. ¿Podrás soportar esto?
 

El muchacho estaba boquiabierto. No espantado, ni con expresión de asco, ni siquiera de dolor, sólo sorprendido.
 

—Montse... —trató de decir algo.
 

—Vete, por favor —le repitió ella.
 

—Déjame...
 

—Vete, ¿vale? Ya sabes el camino.
 

No se puso la camiseta. Lo empujó hacia la puerta. Fue el único contacto. Pero esta vez, él no se atrevió a tocarla ni a tratar de retenerla. Le bastó con mirarla a los ojos. Se encontró tras la puerta, en el pasillo, al otro lado. Montse la cerró de golpe.
 

Y se quedó sola, en su habitación.
 

Acompañada por su imagen en el espejo.
 

No estaba llorando; al contrario, se sentía fuerte,
libre.
 

Sobre todo, libre.
 

Por eso, al pensar en Sergio, de pronto, y sentir que se le disparaba el corazón, supo finalmente lo que tenía que hacer.
 

 

Veintiséis

 

E
l cielo volvía a estar despejado, sin nubes. La tormenta de verano había cesado hacía rato, pero ella seguía mirando arriba, como si esperase algo, mientras moría el día y el anochecer asomaba por la esquina del tiempo.
 

Ya estaba vestida y arreglada. Se irían al Maremagnum en cinco o diez minutos.

Todos. La familia feliz.

Comprobó la hora y se mordió el labio inferior. Sus dudas aún la hacían debatirse entre llamar a Carolina para que ella fuese a decirle a Sergio que no podrían verse o...

¿Y por qué no?

La visita de Arturo le había despejado la última clave.

Ahora lo tenía claro y no le importaba nada más.

La vida era riesgo, y acertar o equivocarse era parte de ese riesgo. Cada día tenía su propio valor. Cada minuto contaba. La felicidad de hoy no se recupera mañana, porque mañana es otro día.

Hoy, hoy, hoy.

Ahora.

Tomó la decisión cuando sus reflejos ya la habían tomado por ella: se había puesto en pie adelantándose a la orden de su mente. Salió de la habitación y buscó a sus padres. Los encontró en el baño: él, afeitándose de nuevo, y ella, acabando de peinarse.

—Salgo un momento —les dijo—. Me recogéis en la piscina, ¿vale?

—¿Cómo que...? —saltó el hombre.

—¿Dónde vas? —inquirió la mujer.

—He de ver a alguien. Había quedado y no me he acordado de llamar.

—Bueno, vamos todos, bajas y te esperamos —propuso su padre.

—Yo ya estoy, y vosotros aún tardaréis diez minutos. Me adelanto y listo.

—¿Y vas a ir corriendo hasta la piscina?

Ésa era su preocupación, y su madre se traicionó al decirlo. Lo que no querían era que corriera y se cansara, que acelerara los latidos de su corazón. Por eso casi se echó a reír. Si ellos supieran lo acelerados que sonaban en aquel momento.

—Tranquila, que voy caminando —le dijo sin enfadarse—. Y tú no te preocupes, papá. Estaré lista. Tocáis el claxon y subo.

Los dejó con su última protesta en los labios y caminó en dirección a la puerta. No echó a correr hasta que no hubo puesto cierta distancia entre ella y su casa, y era verdaderamente la primera vez que lo hacía. Luego sí, bajó las calles de la urbanización hasta el pueblo y, una vez en él, continuó corriendo, jadeando, pero sintiéndose fuerte, como no se había sentido en las pasadas semanas.

Ya no iba a pasarle nada.

Era demasiado feliz.

Miró de nuevo la hora. Habían transcurrido diez minutos desde que salió de casa. Sus padres no tardarían demasiado. Tenía que encontrarlo antes de que ellos hicieran sonar el claxon reclamándola o su madre se asomara desde la carretera, mirara hacia abajo y pudiera verlos. Por eso no había querido que la acompañaran.

Llegó a las escalinatas de la piscina y se asomó al muro. No lo vio, pero las bajó igualmente, porque el espacio era lo bastante grande como para que pudiera estar en cualquier parte. Una vez abajo, primero fue hacia el bar, pasando entre las mesas abarrotadas de personas que tomaban algo o cenaban temprano. Sergio no se encontraba allí. Fue hacia las pistas; luego, hacia el recinto de la piscina. Nada. Empezó a creer que él ya se había ido al ver que no aparecía, o que aún no había llegado por alguna razón. Iba a regresar arriba, abatida, cuando lo vio bajando las escaleras.

Echó a correr hacia él.

—¡Sergio!

El muchacho se detuvo en el último peldaño. Miró en su dirección. Sonrió al verla correr y bajó a su encuentro. Montse no se detuvo hasta casi saltarle encima. Sus ojos brillaban.

—Escucha —le dijo jadeando—, no puedo quedarme, he de ir con mis padres a cenar a Barcelona, pero no quería irme sin decírtelo.

—Ah —mostró su desilusión él antes de fruncir el ceño ante la sonrisa de Montse—. ¿Qué te pasa?

—¿Tú qué crees?

—No sé, pero pareces otra.

—Soy feliz.

Y lo abrazó.

Uno, dos, tres largos segundos. Una corta pero intensa eternidad.

En ese momento se escuchó un claxon.

Montse se apartó de él. Le bastó con verle la cara para saber que lo había entendido, a pesar de su perplejidad.

—He de irme, ¡adiós!

—¡Montse! —la retuvo con su voz.

Ella se quedó quieta en el primer peldaño de la escalera.

—¿Qué?

Sergio vaciló.

—Nada —dijo con incierta vaguedad.

Montse volvió a bajar el escalón. Cubrió los tres pasos que la separaban de su contacto y se detuvo muy cerca de él. El claxon del coche sonó por segunda vez.

—Dilo —le pidió.

Lo hizo.

Aunque sus ojos hablaron antes que su voz.

—Te quiero —dijo Sergio.

—Ya lo sé —sonrió ella—, pero quería oírtelo
decir.

 

Su sonrisa lo atrapó, le hizo perder el temor final, lo obligó también a sonreír, despacio, al comprender que era verdad, que no se trataba de un sueño.

Todo estaba allí, en sus ojos, en esas sonrisas. Después, se miraron a los labios, mutuamente, y tras una cómplice aceptación se acercaron, todavía sin tocarse.

No llegaron a hacerlo.

Sólo sus labios.

Pero fue como si uno y otra se fundieran en un solo ser.

El claxon sonó por tercera vez, sólo que ahora Montse fue incapaz de oírlo.

 

CUARTO
LATIDO

 

Veintisiete

 

A
brió los ojos y se quedó inmóvil, en la cama, apenas cubierta por el revoltillo de la sábana.
 

Miró el techo, pero no lo vio. El techo no existía. La realidad estaba más allá de él, en forma de cielo azul.

Alzó una mano y fue como si pudiera tocarlo. Tocarlo y sentirlo. Llevarlo hasta dentro de sí misma.

—¡Dios! —suspiró.

Era cierto, no lo había soñado. Además, sus sueños solían tener forma de pesadillas, no de besos o de felicidad agazapada a flor de piel.

Bajó la mano y se tocó los labios con la yema del dedo corazón. Lo hizo con suavidad, para no borrar la huella de aquel beso, su único beso antes de salir disparada escaleras arriba. Había sido suficiente para llenarla, para hacerla sentir saciada, más feliz de lo que había sido jamás. El resto de la noche no había importado, aunque sus padres y sus hermanos tuvieron que preguntarle qué le pasaba, porque no paraba de hablar, reír, gritar.

Le habría gustado decírselo, anunciarlo a los cuatro vientos, pero eso hubiera sido demasiado. Le pertenecía a ella y sólo a ella. Bueno, a ella y a él.

—Sergio —musitó.

Todo había sido tan imprevisto. Todo, tan rápido. Todo, tan increíble.

Tal vez sí. Tal vez la vida estuviese en deuda con ella y empezara a pagarle.

Se había enamorado.

Así de fácil, sin problemas. Lo único que tenía que hacer era aceptarlo.

Creerlo.

—Sergio.

Se pellizcó para estar segura. Le hizo daño y se alegró de ello. Después continuó en la cama, arropada por el silencio, disfrutando de la paz del primer día del resto de su vida. Cerraba los ojos y ahí estaba él. Los abría y lo mismo. Había una justicia.

De los interrogantes de su agonía, de los «por qué yo», a los «por fin yo», a la confirmación de su felicidad.

La vida era una cosa muy rara.

—Sergio —suspiró por tercera vez con un murmullo.

 

Veintiocho

 

S
alió del baño metida en su albornoz, sólo por si se encontraba con alguien de la familia en el breve trecho de tres pasos que separaba la puerta del lavabo de la de su habitación. No se tropezó con nadie y, al sentirse de nuevo a salvo, se lo quitó y lo dejó caer directamente al suelo. Completamente desnuda, se miró en el espejo.
 

El amor hacía milagros.
 

Se encontró guapa, perfecta. Y no era una ilusión.
 

No perdió demasiado tiempo mirándose a sí misma. Ya había tomado la primera
gran decisión de su nueva vida. Primero se puso la ropa interior; después escogió unos pantalones cortos y raídos por el muslo. Finalmente cogió una de sus viejas blusas, apartadas y olvidadas, que dormía su retiro en el fondo del armario. Una blusa que había sido su favorita, con un escote que en su momento había alarmado a su padre y a su hermano mayor. Un escote en forma de pico.
 

Respiró con fuerza, llenando sus pulmones de aire, antes de volver a mirarse en el espejo. La cicatriz asomaba por el vértice del pico y ascendía casi hasta su cuello. No parecía tan dramática como viéndola en su totalidad, pero sí anunciaba el camino de la realidad, era el testimonio de todo, un grito silencioso que ya no quería ocultar.
 

Y le pertenecía. Esa cicatriz la acompañaría el resto de su vida.
 

Su vida.
 

Sin ella habría muerto, así que no era el recuerdo de un horror, sino la llave de su supervivencia.
 

Ya no se echó atrás. Buscó las zapatillas y se las calzó sin necesidad de agacharse, completado así su atuendo estival. Salió de la habitación y caminó hasta la cocina para buscar algo que desayunar. Era sábado, así que su padre estaba en casa, y también Julio. Les oyó hablar antes de entrar.
 

—¡Hola, familia! —saludó con vitalidad.
 

—¡Vaya horas! —rezongó su hermano mayor.
 

—¿No irás a desayunar ahora? —protestó su madre.
 

—Hola, cariño —dijo su padre.
 

Fue el primero en verlo, el primero en darse cuenta. Montse se percató de ello, pero fingió ignorarlo. Lo mismo hizo con su hermano cuando el silencio de su padre le obligó a mirarla. Quedaba Maite, que aún parloteaba de espaldas a ella. Montse fue a la n
evera y sacó la leche. Luego se dirigió a la estantería, de donde cogió un
paquete de cereales. Actuaba con normalidad y lo único que pedía al cielo era que no le hicieran preguntas. No habría sabido qué decir.
 

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