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Authors: Jordi Sierra

Donde esté mi corazón (10 page)

BOOK: Donde esté mi corazón
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Se sirvió los cereales y los bañó en leche.
 

Su madre se giró con la cafetera en la mano.
 

Se encontró con las miradas de su marido y de su hijo.
 

Entonces vio la cicatriz, el escote.
 

Pero por encima de todo, la vio sonreír y comer con buen apetito.
 

Todos, hasta Montse, se dieron cuenta de su espasmo y del súbito enrojecimiento de sus ojos. Pero de nuevo nadie habló hasta que lo hizo la mujer.
 

—Bueno, hoy pensaba preparar chuletas —dijo buscando un atisbo de consistencia en la voz—. ¿Os apetecen?
 

—¡Oh, sí!
 

—¡Bien!
 

—¡Humm...!
 

Y todos se pusieron a hablar de chuletas, como si fuera el tema de más candente actualidad del mundo.
 

 

Veintinueve

 

C
arolina llegó cuando Montse acababa de terminar su desayuno y se disponía a arreglar un poco su habitación por propia iniciativa. Ni siquiera había empezado, así que salió dispuesta a dejarlo para mejor ocasión, porque ardía en deseos de contárselo todo a su amiga. No había querido llamarla por teléfono. Había cosas que debían decirse cara a cara. Con el rostro iluminado corrió hacia la puerta y ni siquiera la dejó entrar.
 

—¡Ven, vamos a la piscina! —la empujó—. ¡Cuando te lo cuente...!

—Espera, ¡espera! —trató de detenerla la recién llegada—. Tengo algo para...
 

—No, primero yo. Nada es más importante, te lo aseguro.
 

—Cuando sepas qué es ya...
 

Fue inútil. Montse era un manojo de nervios a punto de estallar. La arrastraba, la dominaba, así que Carolina acabó cediendo. Llevaba un sobre en la mano, pero Montse no le dio ninguna relevancia al detalle.
 

Al llegar a la piscina, a escasos metros de la esquina izquierda de la casa, Montse empujó a su amiga sobre una de las tumbonas. Ni siquiera esperó a que se acomodara.
 

—¿Dispuesta? —anunció.
 

Carolina levantó la mano con la que sostenía el sobre, poniendo cara de pillina.
 

—Ya está —dijo Montse pasando de ello—. ¡Ya está!
 

Logró captar su atención. La mano, con el sobre, se quedó quieta.
 

—¿Qué es lo que ya está? —preguntó.
 

—¡Anoche nos besamos! —saltó Montse.
 

—¿Sí?
 

—¡Siiiiiiií! —gritó alargando la «i» hasta el infinito.
 

Fue extraño. El rostro de Carolina no reflejó el entusiasmo que se suponía debía reflejar. Más bien se llenó de sombras y dudas, como si no entendiera algo concreto.
 

Miró el sobre que seguía sosteniendo su mano.
 

Y lo dijo.
 

—Acabo de verlo. Y me ha dado esto para ti.
 

Ahora fue Montse la que parecía no entender nada.
 

—¿Qué?
 

—Me ha dado esto —Carolina se lo tendió tras repetirlo—. Y lo que menos
parecía era... feliz. Incluso le he preguntado qué le pasaba, pero no me ha dicho nada. No entiendo...
 

Montse cogió el sobre. Su ceño quedó fruncido, evidenciando que ella tampoco entendía muy bien lo que sucedía. Carolina reparó por primera vez en el escote de su amiga, que dejaba ver la cicatriz de su operación. De todas formas ya ninguna de las
dos habló. Aquella carta centraba todo su interés.
 

Rasgó el sobre y extrajo de su interior una hoja de papel pulcramente escrita a mano. Tuvo que sentarse, junto a Carolina, porque las piernas, de pronto, eran incapaces de sostenerla. Luego, sus palabras formaron un extraño rosario de difícil comprensión, porque justo en el día más feliz de su nueva vida le abrían de nuevo la puerta del pasado, del dolor.
 

 

«Querida Montse: No sé muy bien cómo empezar estas líneas, ni qué decirte en ellas, sobre todo para no hacerte ningún daño. Anoche, cuando me oí a mí mismo decirte lo que llevo en mi corazón, me asusté mucho, tuve miedo. Todo desapareció cuando nos besamos y entonces supe que hasta el más extraordinario de los sueños es posible si se ama. Tus labios sellaron un montón de heridas y el tiempo dejó de contar para mí. Lo que buscaba, lo que necesitaba estaba allí, en ese momento preciso. Y cuando te fuiste, me quedé flotando en una hermosa nube de colores. Eso fue anoche.

Pero a lo largo de una noche sin dormir, como acabo de pasar, he comprendido que los sueños son traidores, porque a veces te anestesian y, al despertar
de ellos, todo vuelve a ser como era antes. Hay muchas
cosas que no cambian, aunque el amor, siempre él, las haga más llevaderas. Te estarás preguntando a qué viene esto, qué pasa, pero por mucho que escriba y escriba, no lo entenderás. Casi ni lo entiendo yo mismo.
 

Hay una verdad: te quiero. Me he enamorado de ti. No era mi intención, pero ha sucedido. Verte fue sentirme atraído por ti, y conocerte, desear dártelo todo. Sin embargo, no es tan sencillo y no quiero hacerte daño. Ya te lo han hecho antes, así que es mejor no seguir con esto. También a mí me han hecho mucho daño y tengo heridas invisibles en el alma. Soy un cobarde, lo reconozco. Pero no puedo decirte más. La culpa es mía y sólo mía. Tenía que haberme ido antes, sin llegar a esto. Eres especial y mereces toda la felicidad que, estoy seguro, no tardarás en encontrar. Yo, probablemente, no conoceré ya a nadie como tú. Supongo que lo tendré merecido, por jugar con el destino.

Gracias por darme una esperanza. Te quiero.»

 

Y firmaba con un simple «Sergio».

La carta tembló en sus manos cuando éstas se dejaron caer sobre el regazo. A su lado, oyó la voz quebrada de Carolina musitando:

—¡Anda la... !

—¿Cuándo te la ha dado? —preguntó de pronto Montse.

—Pues... ahora mismo, antes de llegar. No hace ni dos minutos.

Carolina se fijó en su amiga. No parecía estar destrozada, ni hecha polvo, ni a punto de llorar. Sus ojos miraban hacia un punto invisible situado en algún lugar, delante de ella.

Con fija determinación.

—¡Vamos! —dijo Montse levantándose de golpe.

 

Treinta

 

L
legaron a la pensión La Rosa corriendo, jadeando y cubiertas de sudor. Carolina no hacía más que mirar a Montse, temiendo que fuera a caerse de un momento a otro a causa de aquel esfuerzo. Pero si aún dudaba de sus fuerzas, aquello la convenció de una vez por todas de que su amiga ya estaba perfectamente. O bien, su ciega determinación la empujaba hasta límites insospechados.
 

La dueña de la pensión estaba en la recepción, controlando algo en su libro de anotaciones. Se sobresaltó al verlas aparecer, tanto por la forma intempestiva con que entraron como por su aspecto de absoluto descontrol. Parecía imposible que pudieran articular palabra, pero Montse lo logró.

—Sergio... ¿Dónde está... Sergio, por... favor?

Tardó un segundo en reaccionar, un segundo que se le antojó una eternidad.

—Se ha ido —anunció la mujer—, no hace ni cinco minutos.

—¿Dónde... se ha ido? —insistió Montse.

—No lo sé —la dueña de la pensión las miró como si estuviesen locas—. Ha pagado, ha recogido sus cosas y se ha ido con su moto.

Montse y Carolina se miraron. La primera tenía las mandíbulas apretadas, pero ni aun así daba muestras de rendirse. La segunda estaba expectante.

—¿Ha dejado algún recado, algo...? —insistió Montse.

—No, nada —la mujer la miró con cierta alarma—.
¿Estás bien?
 

No lo estaba, pero le dijo que sí y salieron fuera. Se quedaron en mitad de la acera sin saber qué hacer, aunque Montse centró su atención en la carretera, primero hacia arriba, después hacia abajo.
 

—Ha vuelto a Tarragona —dijo reflexiva—, pero ¿por dónde?
 

Carolina entendió su razonamiento. Había dos caminos. Uno era por la N-340 en dirección al puerto de Ordal, para coger la autopista pasado Vilafranca del Penedés, a mitad de camino de Tarragona. El otro, por la misma N-340 pero en sentido contrario, diez kilómetros hasta Molins y allí enlazar con la misma autopista casi desde el comienzo: noventa kilómetros hasta Tarragona. Los dos trayectos eran lógicos pues se tardaba más o menos lo mismo en llegar a Tarragona, pero el primero pasaba por un puerto de montaña y varios pueblos, mientras que el segundo era todo autopista, libre para correr.
 

—Va en moto, puede que... —vaciló Carolina.
 

—Le gusta conducir, no correr —Montse miró a la derecha, en dirección al puerto de Ordal—. Me lo dijo.
 

—¿Crees que...? —Carolina señaló en la misma dirección en que miraba ella.
 

—Sea como sea, ya no lo alcanzaremos...
 

Montse mostró por primera vez su abatimiento; se hundía en un pozo sin fondo.
 

—¡Espera! —los ojos de Carolina se abrieron como platos—. ¡Ven, deprisa!
 

La cogió de la mano y tiró de ella. Volvieron a correr, como locas, pero en esta ocasión fue un corto trayecto de doscientos metros. Montse entendió a dónde iban al ver cerca la casa de Carolina. No tuvo tiempo de hacer o decir nada, porque ahora la iniciativa la llevaba su amiga. Fue la primera en meterse dentro, tomando al asalto la sala de estar y dando un buen susto a su hermano mayor, Tomás, que veía un vídeo en la tele aprovechando que era sábado.
 

—¡Tomás, tienes que ayudarnos, te necesitamos! —gritó Carolina.
 

—¿Pero qué...? —se alarmó el muchacho, porque encima estaba en calzoncillos.
 

—¡Tienes que llevar a Montse a Vilafranca, Tomás! ¡Es cuestión de vida o muerte! ¡Vamos, vamos, muévete!
 

Lo empujó hacia su habitación. Tomás apenas si pudo articular palabra. Montse lo conocía bien. Era un buen tío, una excelente persona y, al contrario que muchos hermanos, que están siempre como el perro y el gato, él adoraba a Carolina; habría hecho cualquier cosa que le pidiese.
 

Tomás salió de nuevo en menos de diez segundos. Fue el tiempo que tardó su hermana en explicarle de qué iba la cosa. Era como si la misma Carolina lo hubiese vestido.
 

—¡Lo atraparás! —dijo ella mirando a Montse con pleno convencimiento—. ¡Si no le gusta correr y con el tráfico de coches que hay en sábado..., lo atraparás! ¡Menudo es éste cuando se pone a zumbar con su 500! —y le palmeó a Tomás la espalda, orgullosa, antes de volver a gritar—: ¡Vamos!, ¿a qué estáis esperando? ¡Cada segundo cuenta!
 

 

Treinta y uno

 

S
ergio tal vez no corriera, como le había dicho, pero Tomás sí, mucho, quizás demasiado. Y tan malo sería para su objetivo un accidente como que la policía lo detuviera por alguna infracción o por exceso de velocidad.
 

Montse, agarrada a él, le pidió que condujera con prudencia sin apartar la vista de delante para intentar ver la moto de Sergio, su casco blanco, una esperanza.
 

Tal vez hubiera sido todo más fácil preguntándole a la dueña de la pensión las señas de Sergio. Ella debía de tenerlas en su registro.
 

Bueno, era una posibilidad más.
 

¿Por qué Sergio nunca se las había dado?
 

Claro que, ¿para qué dárselas? Ya no vivía en Tarragona.
 

¿O sí?
 

Su cabeza estaba a punto de estallar. No comprendía nada, nada en absoluto. De pronto todo era irreal, había sucedido en un abrir y cerrar de ojos y, mientras corrían devorando kilómetros por la carretera, los fragmentos de la carta zumbaban en su mente como aguijones, clavándose en las paredes de su cerebro: «Tus labios sellaron un montón de heridas», «los sueños son traidores», «no era mi intención, pero ha sucedido», «no es tan sencillo», «también a mí me han hecho mucho daño», «jugar con el destino»... Sus palabras y los recuerdos llenaban su mente: la timidez de Sergio, su miedo, la atracción que ambos habían sentido desde el primer día, pero contra la que, de una forma u otra, ahora se daba cuenta, habían luchado.
 

Montse tenía sus razones, ¿y él?
 

La moto se situó a la izquierda para adelantar una fila de coches parados delante de uno de esos semáforos que se activan según la velocidad de los vehículos y que salpican las entradas de los pueblos. Uno de los automovilistas hizo sonar el claxon en señal de protesta por el adelantamiento. Tomás ni se inmutó. El semáforo cambió de nuevo a verde cuando llegaba él, así que aceleró y volvió a darle gas.
 

Montse, ante la sensación de velocidad, sentía el vértigo del miedo mezclado con esperanza. La moto de Tomás volaba y, sin embargo, sus esperanzas empezaron a agonizar al ver Vilafranca del Penedés a lo lejos, a unos tres kilómetros.
 

La autopista para Tarragona se cogía pasado el pueblo, no antes, y en sábado, los numerosos semáforos que jalonaban el paso de la carretera por la localidad ejercían de continuos tapones. Quizás ésa era la clave.
 

 

Parecía imposible, pero, aprovechando la larga recta, hicieron los tres kilómetros en un tiempo récord. Tomás quería cumplir la promesa hecha a Carolina, porque su hermana era peligrosa, capaz de arrancarle los ojos si fallaba.
 

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