Se acercó al chico que cuidaba de los animales. Entre la sombra de los árboles, y la tenue luz del atardecer, resultaba fácil confundir a la heredera de Rocagrís con un campesino cualquiera.
—¿A quién pertenecen estos cerdos, muchacho? —le preguntó disimulando la voz.
El porquerizo la miró con cierta desconfianza.
—Antes eran del duque Corven, pero ahora perteneces a los bárbaros. ¿Quién quiere saberlo?
—¿Y cómo es que hay tan pocos? —siguió preguntando Viana, ignorando su demanda—. Recuerdo una piara de más de tres docenas de animales. ¿Has sido negligente en tu tarea, muchacho?
—No sé lo que significa «nigligente» —respondió él con tono hosco—, pero si lo que quieres saber es si he perdido puercos, no, no es culpa mía. Esos condenados bárbaros cenan cerdo asado una noche sí y otra también. He intentado explicarles que los puercos no crecen en los árboles, pero no me han escuchado —suspiró de mal humor—. Pronto ya no tendré piara que cuidar, entonces, ¿qué será de mí? Pero eso, ¿a ti qué te importa?
Viana salió entonces de entre las sombras y se mostró abiertamente ante el mozo.
—Es natural que tenga interés en preservar lo que es mío —respondió con orgullo.
El porquerizo la miró un momento sin comprender.
Entonces, por fin, descubrió a su ama bajo aquel aspecto tan masculino, y se arrojó ante ella.
—¡Perdonadme, mi señora! —suplicó—. No sabía quién erais.
Viana rió.
—Y es mejor así —dijo—. No habría dicho mucho en favor de mi disfraz el que me hubieras reconocido —hizo una pausa para recordar su nombre—. Tú eres Vauc, ¿verdad?
—Sí, mi señora —respondió él, poniéndose colorado—. Me honra que os acordéis de mí.
Viana pensó que aquello no tenía nada de particular. Había jugado a perseguir los cerdos infinidad de veces cuando era niña. Sin embargo, para Vauc, aquella chiquilla traviesa se había convertido, pese a sus humildes vestimentas, en una mujer inalcanzable.
—¿Por qué habéis regresado? —dijo el porquerizo—. Si os descubren, ¡os matarán!
—No nos vas a delatar, ¿verdad?
—¿Yo? ¡Ni por todo el oro del mundo! ¡Así mueran todos los bárbaros escaldados en aceite hirviendo y les arranquen sus partes pudendas con tenazas al rojo vivo! —maldijo, y escupió para reforzar sus palabras. Luego pareció arrepentirse por haber sido tan grosero, y miró a Viena de reojo. Pero ella sonreía.
—Bien —dijo—, porque voy a necesitar la ayuda de alguien muy leal. ¿Estás dispuesto a echarme una mano?
Vauc la miró con cierto temor. Viana adivino que, aunque seguía siendo fiel a su familia, tampoco estaba muy dispuesto a arriesgar el pellejo. Era lógico. Si fuera así, no se habría quedado a trabajar para los bárbaros. Pero ella no podía reprochárselo.
—No tendrías que enfrentarte a ellos —lo tranquilizó—. Tan solo préstame la piara un rato. Si lo hacemos bien, nadie se enterará de que he estado aquí.
• • •
De modo que, cuando el sol ya se ponía por el horizonte, la piara de cerdos avanzó con cierto desorden hasta el portón del castillo. El guardia se envaró al ver al muchacho que los guiaba.
—¡Eh, tú! —lo llamó—. ¿Dónde está el porquerizo?
—Mi primo Vauc ha tenido que volver al pueblo de impro… de repente —se corrigió Viana—. Su madre, o sea, mi tía, se ha puesto enferma, ¿sabéis? Así que me pidió que trajera los puercos de vuelta en su lugar.
El guardia la miró de arriba abajo. Viana trató de mantener la calma, procurando ponerse a contraluz. Llevaba la capucha puesta, pero tampoco quería calársela demasiado, por si el bárbaro sospechaba de ella.
—No habrás perdido ningún cerdo, ¿no?
Viana trató de mostrarse convenientemente atemorizada.
—Espero que no, señor —respondió.
—Bien, porque responderás con diez latigazos por cada animal perdido. Y dile a tu primo que a él le reservo otros diez por abandonar su puesto.
—Claro, señor —asintió Viana, esta vez preocupada de verdad; cuando el duque de Corven gobernaba el dominio, ningún criado habría sido azotado por atender a su madre enferma. Deseó que fuera una simple amenaza y que Vauc no tuviera problemas por ayudarla.
Entró en el castillo con la piara —hubo de salir corriendo detrás de un cerdo descarriado, pero consiguió devolverlo a su lugar— y, sin detenerse a mirar a su alrededor, la condujo a la cochiquera y cerró la puerta, deseando que no se le hubiera despistado ningún animal por el camino.
Varios criados se quedaron mirándola, pero, por suerte para ella, todos eran nuevos y ninguno la conocía. Se caló bien la capucha y entró en la cocina.
Había contado con que habría mucho ajetreo allí, pues era hora de preparar la cena, y no se equivocó. Se quedó en un rincón oscuro, como si no se atreviera a entrar, y la cocinera apenas le dedicó un breve vistazo.
—¿Quién eres tú, zagal?
—Un amigo de Vauc, el porquerizo —respondió ella—. He traído los cerdos en su lugar. Él ha tenido que marcharse al pueblo.
—¡Otra vez! —se rio la cocinera—. El amo se va a enfadar mucho cuando se entere. Bien, muchacho, siéntate a la mesa y no molestes. Te daré algo de cenar cuando haya terminado.
Viana obedeció. Se dedicó a observar durante un instante a los criados que se movían por allí. Apenas le sonaban dos o tres, y la cocinera también era nueva. Respiró hondo y procuró no llamar la atención. Era habitual reservar un lugar en la mesa a mozos, repartidores y recaderos si llegaban al castillo demasiado tarde como para regresar a comer a sus casas. Viana lo sabía, y esperaba, por tanto, que a nadie le extrañara ver allí a un muchacho desconocido. Sin embargo, y aunque era poco probable que alguien la reconociera, debía andarse con ojo.
Comió rápidamente el plato de potaje que le sirvieron y se despidió enseguida. Nadie le prestó atención: estaban terminando de preparar la cena y tenían cosas más importantes en que pensar.
De modo que se deslizó rápidamente fuera de la cocina, sin que nadie lo advirtiera, y se coló discretamente por el pasillo que conducía a las escaleras. Sabía que todos los bárbaros se habían reunido en el salón, y esperaba poder llegar hasta su antigua habitación, en el piso de arriba, sin toparse con nadie. En ellos confiaba; de lo contrario, le habría resultado muy complicado explicar qué hacía el primo del porquerizo en los aposentos de los señores.
Se detuvo apenas un momento al pie de la escalera para escuchar lo que decían lo vozarrones provenientes del salón y trató de entender sus palabras. Parecían celebrar la noticia de que pronto habría otra guerra. Viana se arriesgó a quedarse allí un rato más para recibir más información. Los bárbaros hablaban de una nueva campaña que comenzaría hacia el final del verano, cuando volviera a soplar el frío viento del norte. Era bien sabido que las guerras debían iniciarse en primavera, pero los bárbaros peleaban mejor en invierno; así, mientras las primeras heladas templaban el ánimo del ejército meridional, los hombres de Harak lucharían con fuerzas renovadas.
Viana escapó escaleras arriba, pensando en lo que acababa de escuchar. Sabía que los reyes del sur habían pactado con Harak para evitar una guerra. Sin embargo, aquella paz era solo aparente. Si se enterases de lo que los bárbaros planeaban, caviló Viana, seguramente se unirían al ejército rebelde. Debía recordar transmitirle a Lobo aquella información.
Pero eso tendría que esperar. Por el momento, Viana tenía ante sí una tarea delicada, y debía concentrarse en ella.
No le resultó difícil llegar a la planta superior. Como sospechaba, tanto los amos del castillo como los criados estaban en el salón y sus inmediaciones.
Los recuerdos la asaltaron dolorosamente mientras recorría las estancias del que había sido su hogar. Por un momento deseó arrancarse aquellas prendas masculinas, embutirse en uno de sus antiguos vestidos y correr a su habitación a dejarse caer sobre su cama de dosel. Después se arreglaría para la cena y bajaría al salón, donde su padre la estaría esperando y un delicioso asado de cisne aguardaría sobre la mesa. Y hablarían de cosas intrascendentes, y al final, como siempre, comentaría lo poco que faltaba para la boda de Viana con Robian.
Robian. Al pensar en él, la muchacha volvió a la realidad, apretó los dientes y sacudió la cabeza. No. Nada volvería a ser como antes. Los viejos tiempo habían quedado atrás.
Mientras recorría la galería, en la que colgaban los retratos de los más ilustres miembros de su linaje, sus ojos se clavaron en el escudo de armas de Rocagrís que adornaba el manto de uno de ellos. Aunque su padre lo había exhibido con orgullo, a Viana siempre le había parecido demasiado sobrio: no contenía nada más que un roque de oro en campo de de plata. Sin embargo, en aquel momento comprendió que ella, como superviviente de la estirpe de Rocagrís, era la única con derecho a ostentar aquel distintivo. Se juró a sí misma que lo recuperaría de alguna manera, junto con el castillo y el dominio entero.
De alguna manera.
Reprimiendo un suspiro, empujó la puerta de su antigua habitación y se coló en el interior…
…Para descubrir que ya estaba ocupada.
Viana se detuvo en seco junto a la entrada, paralizada por el pánico; en el interior de la estancia, una joven en camisón lanzó un grito ahogado mientras la contemplaba con horror.
—¿Quién eres tú, muchacho, y cómo osas irrumpir así en mi alcoba? — exigió saber la chica con voz aguda, cubriéndose pudorosamente con ambos brazos.
—Yo… yo… —acertó a decir Viana—. Buscaba las cocinas y… —se detuvo un momento para observar a la dama—. No puede ser. ¿Belicia? — preguntó, incrédula.
Ella dejó escapar una exclamación enojada.
—¿Todavía sigues ahí? ¡Fuera de aquí, pícaro insolente, o llamaré a mi esposo para que se haga un abrigo con tu piel!
—Eso debe de doler —murmuró Viana, desconcertada y divertida a partes iguales.
Era Belicia de Valnevado, naturalmente. Aunque estaba más delgada y desmejorada en general. Las ojeras que subrayaban sus ojos destacan contra la marmórea palidez de su rostro. Su cabello, que Viana recordaba como una masa vivaz y rebelde de rizos castaños, se encrespaba ahora sobre sus hombros, sin brillo, sin gracia. La sonrisa que asomaba a los labios de la intrusa se borró rápidamente al ver que la adversidad había dejado una profunda huella en su amiga.
—Belicia, ¿qué te ha pasado? —preguntó.
Entonces, ella reconoció su voz y se quedó mirándola como si hubiese visto un fantasma.
—Pero tú… tú… —balbució.
—Soy yo, Belicia. Viana. Te acuerdas de mí, ¿verdad?
Belicia estalló en una risa histérica regada con lágrimas de alegría y nerviosismo.
—¿Cómo no me voy a acordar de ti, boba? Las dos amigas se fundieron en un abrazo.
—Apestas a cuadra —dijo Belicia arrugando la nariz.
—A pocilga, más bien —puntualizó Viana—. Pero soy una proscrita; no me puedo permitir baños calientes ni hermosos vestidos.
Belicia suspiró. Se separó de ella y la observó con aire crítico.
—Madre mía, Viana, si pareces un mozo cualquiera —le dijo—. Con esa ropa… si es que se le puede llamar ropa… ¿Y qué ha pasado con tu preciosa cabellera?
Viana hizo una mueca.
—Tuve que prescindir de ella —respondió—. Pero, por extraño que te parezca, no la echo de menos. El pelo corto es mucho más práctico.
—Puede ser, pero no resulta nada atractivo.
—¿Y para qué quiero ser atractiva? —se rio Viana—. ¿Para alegrarle la vista a alguien como Robian?
Sobrevino un silencio entre las dos.
—Ese miserable —siseó entonces Belicia—. No me explico cómo pudo dejarte plantada de esa forma. Pero cuéntame tus aventuras, por favor — añadió, más animada; la tomó de las manos y la hizo sentar en el lecho, junto a ella—. Todo el mundo habla de ti. ¿Es verdad que intentaste abatir al rey Harak tú sola?
—Fue una mala idea —replicó Viana, incómoda—. No estoy segura de qué es lo que se cuenta de mí, pero casi preferiría no saberlo. ¿Y tú? ¿Qué estás haciendo aquí?
Una sombra cruzó el expresivo rostro de Belicia.
—¿No lo recuerdas? Nos casaron a ambas con dos horribles guerreros bárbaros. Tú escapaste de tu esposo. Yo no lo he conseguido. Ni siquiera me he atrevido a intentarlo.
Dos ardientes y solitarias lágrimas rodaron por sus mejillas.
Y entonces Viana comprendió de pronto qué hacía Belicia allí, en su antiguo cuarto, en la casa de su familia.
—¿Eres la nueva señora de Rocagrís? —murmuró—. Tu marido… ¿es el bárbaro al que Harak ha regalado parte del dominio de mi padre?
Belicia asintió.
—Hasta hace poco vivíamos en Valnevado —suspiró—. No estaba tan mal porque al menos no tuve que marcharme de mi casa, como tú… Pero, con el tiempo, mi antiguo hogar se llenó de malos recuerdos —trató de contener las lágrimas—, y cuando llegamos aquí… bueno, las cosas no mejoraron, pero en cierto sentido fue un alivio. Espero que no te importe que me haya quedado con tu habitación —añadió con timidez—. Me recordaba tanto a los viejos tiempos… Cuántos momentos felices pasamos aquí, ¿recuerdas? Entre bromas y risas, soñando con un brillante futuro…
Se le quebró la voz y no fue capaz de seguir hablando. Viana, consternada, la abrazó para que llorara sobre su hombro. En esta ocasión, a Belicia no le importaron el olor ni la suciedad que impregnaban el atuendo de su amiga. Sollozó un buen rato, agradecida de tener, por fin, a alguien en quien confiar en un entorno tan hostil.
—Belicia, lo siento… lo siento mucho —murmuró Viana.
—Ha sido horrible —se desahogó ella—. Al principio, Heinat visitaba mi lecho todas las noches… todas las noches —repitió, redoblando su llanto—. Pero yo no quería darle un heredero… así que me escapé y fui al herbolario a por raíz de doncella…
—¿Raíz de doncella?
—Sabes lo que es, ¿no? Si la ingieres regularmente, impide que te quedes en estado. Sé que otras damas de Nortia la están tomando también — añadió Belicia, con un brillo febril en sus ojos cansado—. Es nuestra pequeña rebelión, ¿sabes? No podemos luchar contra los bárbaros en una batalla, pero sí está en nuestra mano evitar que nuestros vientres engendren a sus bastardos.
Viana se estremeció. Ella había conseguido mantenerse virgen gracias a las artimañas de Dorea, pero la pobre Belicia no había tenido tanta suerte. Había evitado quedarse embarazada, sí, pero ¿a qué precio? Viana conocía los efectos de la raíz de doncella. Quienes abusaban de ella corrían el riesgo de quedarse estériles de por vida. Incluso se sabía de mujeres que habían muerto, envenenadas lentamente por la misma planta que mataba toda posibilidad de que germinase una nueva vida en su interior. Lo que estaba haciendo Belicia era muy valiente… pero muy arriesgado.