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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Intriga, #Policíaco

Dos días de mayo (12 page)

BOOK: Dos días de mayo
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—¿Dónde vives?

—Arriba.

—¿Sabes qué pasó? —Señaló la puerta reventada.

—Vino la policía —le contó con la mayor de las naturalidades.

—¿El día 22?

—No sé, era domingo. Montaron un alboroto de mil demonios. —Miró hacia arriba tras decir esa palabra, por si le escuchaba alguien, seguramente su madre.

—¿Se lo llevaron?

—No, no estaba en casa.

—¿Y más tarde?

—No lo sé, pero no creo. Es muy listo.

Un admirador.

—¿Adónde pudo ir?

—Ni idea. —Se encogió de hombros.

—¿Tú eres su amigo?

—Sí, el único.

—¿Por qué el único?

—No sé, pero lo somos.

—¿Le caes bien?

—Dice que me parezco a su hijo.

—¿Y dónde está su hijo?

—Murió. —Y le aclaró—: Cuando la guerra.

—¿Y su mujer?

—También murió. Y sus padres. Murieron todos.

—¿Así que estaba solo?

—Tiene un hermano, pero no sabe nada de él desde que acabaron los tiros. Oiga. —Le miró con cara de sospecha—. ¿No dice que es su amigo?

—Hace mucho que no le veo. Desde los días en que era campeón, antes de la guerra.

—¿Usted le vio competir? —Abrió los ojos.

—Sí —mintió con aplomo.

—¿Era tan bueno como dice?

—Mucho.

—Lo sabía. —Sonrió lleno de felicidad—. A mí me ha contado cosas estupendas, cómo ganó algunas de sus pruebas. Es emocionante.

—¿Por qué no siguió compitiendo después?

—¿Cómo iba a hacerlo con un solo brazo, hombre?

—¿Perdió un brazo?

—Sí, el izquierdo. Y aunque echaba la bola con el derecho ya no pudo seguir, o no le dejaron. Por eso y por ser rojo. ¿Usted también era rojo?

—¿Cómo perdió el brazo?

—En el frente. Se lo arrancó un obús. Dígame, ¿era rojo o no?

—Sí, lo era.

—Bueno. —Se quedó serio.

—¿De qué vive ahora?

—Ayuda aquí cerca, en la tienda de ultramarinos de la señora Luisa. Tiene un solo brazo, pero le basta para cargar cajas y todo eso, porque es muy fuerte. La señora Luisa tampoco tiene a nadie y a Maurici le basta con muy poco para comer.

—Parece que lo sabes todo.

—Sí. —Se mostró orgulloso de su dominio y su popularidad.

—¿De verdad no tienes ni idea de dónde pueda estar?

—No, ya se lo dije a la policía.

—¿Te interrogaron?

—Sí. —Sacó pecho—. Pero si iban a por Maurici es que se equivocaban. Les dije que no sabía nada y ya está.

Miquel le revolvió el pelo con simpatía. Los dos miraron con cierta tristeza la desvencijada puerta de la casa del campeón de Cataluña de lanzamiento de peso.

—¿Qué será ahora de este piso? —se preguntó en voz alta.

—La policía dijo que no entráramos ni tocáramos nada, pero eso fue hace una semana y no han vuelto.

—¿Dónde está la tienda de la señora Luisa?

—Saliendo a mano izquierda, en la calle San Bertrán.

Puso un pie en el primer peldaño de la escalera y se detuvo.

—¿Tenía amigos? —volvió a dirigirse al chico.

—Que yo sepa no. Nunca le vi con nadie.

—¿Pascual Virgili, Esteve Roura, Enric Macià, Mateo Galvany…?

Movió la cabeza negativamente.

—Sí, parece que eres su único amigo —asintió él.

—Siempre está muy serio, menos conmigo, aunque mi madre dice que está loco, que todos los solitarios lo están, y más habiendo perdido a su familia entera.

—¿Te contó alguna vez por qué tiene teléfono?

—Dice que lo necesita, por si un día llama su hermano, aunque cada vez ha perdido más las esperanzas. También dice que es por dignidad, que si uno va renunciando a todo acaba no siendo nada.

Un resistente.

Tal vez un idealista.

¿Peligroso como todos ellos?

—Gracias, chico —se despidió de él.

17

La tienda de ultramarinos no era muy grande ni tenía mucho de todo. No en tiempos de cartillas de racionamiento. Más bien había espacio y un poco de casi nada. La señora Luisa atendía a una parroquiana detrás del mostrador. Era una mujer mayor, sesentona, cabello blanquecino, bolsas bajo los ojos y papada que se bamboleaba con cada movimiento. Sus ojos eran hermosamente grises. De joven tuvo que ser muy bonita. Ahora destilaba humanidad y tristeza, la melancolía de quienes han visto su vida cambiar abruptamente y para peor. Los silencios y las noches solían ser muy amargos para esa clase de personas.

No pudo evitar escuchar la conversación entre ella y su clienta mientras aguardaba.

—¿Cuándo tendrá alubias?

—Dijeron que esta semana traerían, el miércoles o el jueves.

—Por Dios, ni que las fabricaran una a una o las trajeran de Rusia.

—De Rusia precisamente no creo.

—Ya.

Por un momento se echaron a reír.

Sólo un momento.

—Bueno, espero no quedarme sin ellas, que a mi Feliciano le encantan y cada día me da la vara con eso. Yo le digo: «Caramba, Feli, vete tú a la tienda a ver si hay un milagro». Pero él, mover el trasero…

—Venga, señora Amalia, que ya lo tiene muy mayor.

—¿Y yo no lo estoy?

—Usted está como una rosa.

—¡Será por la parte de los pinchos!

Otra pequeña risa.

—¡Hala, con Dios!

—Si llegan le guardo, o la aviso —la despidió la señora Luisa.

La parroquiana se fue y se quedaron solos. La dueña de la tienda se dirigió a él.

—Usted dirá.

—Soy amigo de Maurici Sunyer —se presentó.

La mirada tuvo muchos matices en uno. Reserva, duda, interrogación, miedo…

—Bueno, amigo de antes de la guerra, claro —lo precisó un poco más.

—¿Quién le ha dicho…?

—El niño que vive arriba de su piso, un chico estupendo.

—Ah. —Mantuvo la distancia.

—Verá, he estado prisionero todos estos años y ahora… Ya me dirá, todo es nuevo, no encuentro a casi nadie de antes.

—¿Dónde ha estado? —Mostró su primera rendija.

—En el Valle de los Caídos.

Su rostro reflejó pena y amargura.

—Lo siento —se solidarizó con él.

—Me ha dicho el chico que usted le ayuda.

—En memoria de su madre, que en paz descanse. —Se llevó una mano a la frente—. Era una buena mujer.

—¿Murieron en la guerra?

—Sí. Fue… muy triste.

—¿Por qué?

—Primero el niño, de hambre. Luego su madre, la mujer de Maurici, de pena. Poco después el abuelo, enfermo. Y por último la abuela, cuando creyó que sus hijos Maurici y Ernest habían caído en el frente. Se echó a las vías de un tren.

—Espantoso —dijo él.

—Ernest desapareció y cuando Maurici regresó, con sólo un brazo…

—Muy duro para alguien que ha sido atleta. Es difícil sobreponerse a tanto.

—Es duro para cualquiera, atleta o no. Yo también perdí a mi marido, fusilado, y a mi hija.

—Yo a mi esposa y a mi hijo.

Intercambiaron una mirada dolorosa. Una mirada de proximidad. Ya no eran extraños. Compartían el peor de los males: la soledad extrema.

Batida por los recuerdos.

—Parece que he llegado tarde —suspiró Miquel.

—¿Por qué lo dice?

—La casa está destrozada y me ha dicho ese niño que vino la policía.

—Sí, algo inconcebible.

—Pero no le detuvieron.

—De milagro. Estaba aquí. Vio lo que pasaba, me pidió algo de dinero y se fue. Sólo pude darle cien pesetas.

—¿Sabe dónde puedo encontrarle?

Reapareció un atisbo de desconfianza.

—No.

—Qué mala suerte.

—¿De verdad es amigo suyo?

—No soy policía, no tema. —Levantó una mano y sonrió buscando recuperar su confianza mientras mentía con aplomo—. Le traía un recado de su hermano.

—¡Válgame el cielo! —Volvió a llevarse una mano a la frente, como si fuera a santiguarse—. ¿Está vivo?

—En México.

—¡Oh, Dios! No puedo creerlo.

—Pasó por Francia, tuvo que luchar en la guerra contra los alemanes, le hicieron prisionero y finalmente, al acabar la contienda, consiguió llegar al otro lado del Atlántico. No había líneas telefónicas abiertas, así que no pudo llamar. Escribió varias cartas y una me llegó a mi casa. La he encontrado al salir libre. He venido en cuanto he podido.

La mujer seguía emocionada, pero también triste.

—Y esto ha tenido que pasar ahora —se lamentó—. ¿Sabe usted la de años que lleva Maurici esperando noticias de Ernest? ¡Mantenía el teléfono sólo por él! Era el único que decía que estaba vivo, convencido de ello.

—Qué mala suerte. ¿Por qué querría detenerle la policía?

—No lo sé.

—Cuando escapó, ¿le dijo algo?

—No hubo ni tiempo. Maurici no se metía en nada, y menos delictivo. Es absurdo.

—¿Usted le conocía bien?

—¿Alguien conoce a alguien? Yo creo que sí, pero ya ve. —Hizo un gesto de resignación—. Vaya usted a saber.

—¿Vino la policía a interrogarla?

—¿A mí? No.

—Pues si no le han cogido y ha logrado escapar, ya no volverá. —Mantuvo su papel de amigo frustrado.

—No quiero ni pensar lo que estará sufriendo.

—Le haría mucho bien saber lo de Ernest.

—Ya lo creo.

—Incluso, con suerte, podría buscar la forma de hacerle llegar a México. Conozco gente que le ayudaría —lanzó un último cebo.

La señora Luisa bajó los ojos.

Más dolor.

—¿No tenía amigos?

—Que yo sepa sólo Pura.

—¿Quién es Pura?

—Una prostituta de aquí cerca, en Robadors. —Enderezó un poco la cabeza y agregó—: No es que me gustase, pero… un hombre tiene sus necesidades.

—¿Y tenía intimidad con ella?

—Pura compra aquí. Una vez, no hace mucho, hablando de él, me dijo que era su cliente más dulce, y que le contaba siempre cosas de cuando competía y viajaba por Cataluña, España, Europa… Incluso de la guerra. A mí nunca me hablaba de la guerra.

—¿Dónde encuentro a esa mujer?

—Suele estar en la esquina de Robadors y San Rafael, cerca del bar La Palma.

—¿Cómo es?

—Alta, morena, ojos grandes… Bueno, todo lo tiene grande. Le gusta llevar tacones. Tiene una cicatriz en la pantorrilla derecha.

—Le agradezco toda esta información, señora Luisa —asintió él.

Ella le cubrió con una mirada hundida en el vacío.

—Usted tampoco cree que vaya a volver, ¿verdad? —le preguntó.

—No, esto tiene mala pinta. —Fue sincero—. No sé en qué clase de lío se habrá metido, pero si la policía va tras él, en estos tiempos… —Hizo una pausa y suspiró—. Todos los que perdimos la guerra estamos marcados.

La señora Luisa asintió con la cabeza.

—Si volviera, dígale que me busque. Le anotaré mis señas. Que se piense lo de México.

Miquel no llegó a anotarle su dirección.

—Maurici nunca podrá hacer ese viaje, señor —le detuvo la mujer—. En su estado…

—¿Qué estado?

La mirada final fue la más amarga de todas.

La mirada del adiós.

—Maurici se está muriendo. Le quedan unos meses, quizá sólo unas semanas de vida. A veces incluso me parecía un cadáver ambulante, sobre todo estos últimos días, pobrecillo.

18

Llegó a la calle Robadors diez minutos después, caminando cada vez más despacio. Le dolían los pies y un poco la espalda, aunque nada comparado con la cabeza y la sensación aplomada de las piernas. Necesitaba una aspirina y tumbarse. El bar La Palma estaba por encima de la esquina de San Rafael, pero no vio a nadie parecido a Pura según la descripción de la señora Luisa. La mayoría de las prostitutas tenían puntos en común. Ropa, maquillaje, exuberancia, actitud… Algunas eran muy mayores, resistían, exhibían su mercancía corporal con el aplomo y la veteranía de tantos años. Otras eran más jóvenes y desafiaban al mundo desde su vitalidad. Los precios debían de ser para todos los gustos y bolsillos. Necesidad y punto.

No tuvo más remedio que acercarse a una, ya en San Rafael, a cinco metros de la esquina. Tendría unos cuarenta y pocos años y era vulgar. En cuanto apareció en su radio de acción y más cuando se detuvo, ella se transformó, entró en funcionamiento toda su maquinaria de seducción: la mirada cárdena, los labios entreabiertos, el escote que era como un escaparate de lo que guardaba en su interior…

Por un momento, Miquel pensó en las mujeres guapas y selectas de El Parador del Hidalgo, donde había reencontrado a Patro.

Por un momento.

—¿Está por aquí Pura? —Fue directo.

Un destello de insatisfacción titiló en sus ojos negros maquillados de negro bajo unas espesas pestañas negras.

Lo superó muy rápido.

—Tiene un trabajo, guapo. Pero yo valgo por dos. Y si me das motivos, hasta por tres. —Se inclinó sobre él para que la viera mejor y la oliera—. Encima cobro sólo por una, porque soy así de generosa.

El perfume barato le aturdió.

—No soy un cliente —dijo.

—Todos lo sois, prenda.

—¿Volverá aquí?

La mujer comprendió que era una roca. Eso acabó de desanimarla.

—No, si te parece tiene una oficina.

—¿Cuándo…?

—Mira tú por dónde, hablando del rey de Roma…

Siguió la dirección de sus ojos. Pura caminaba a buen paso por San Rafael hacia Robadors para recuperar su puesto en la calle. La señora Luisa tenía razón: era un pedazo de mujer, abundante en todo, sobre todo en pecho, caderas y formas exuberantes, curvas y contracurvas. Su belleza, como la de la mayoría, estaba ajada por el trabajo y la edad. Le calculó unos cuarenta, tan lejos de la juventud como de la vejez. Los labios eran muy carnosos. El escote un vértigo. La falda, con un corte vertical, permitía ver la longitud y rotundidad de sus piernas. Llevaba unos imposibles tacones sobre los que mantenía un elegante equilibrio natural.

—Gracias —se despidió de su interlocutora.

—Te arrepentirás, precioso. —Ella le dio la espalda.

Se puso en medio de la calle. Pura notó que la esperaba. Empezó a sonreír faltando unos tres metros para alcanzarle. Ni siquiera le dio tiempo a hablar.

—Hola, cielo, ¿qué tal? ¿Me esperabas?

—Eres Pura, ¿verdad? —Quiso confirmarlo aunque no hiciera falta, sólo por romper el hielo.

Pero no había hielo, sólo calor.

—¿Recomendado? ¡Hum!, ¿quién te quiere bien? —Le abanicó con sus pestañas.

—Maurici Sunyer.

A la prostituta le cambió la cara.

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