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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Intriga, #Policíaco

Dos días de mayo (10 page)

BOOK: Dos días de mayo
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—¿Cuándo suelen venir?

—Bueno, el señor Virgili lo hacía lunes, miércoles y viernes, fijo. Era el más veterano. Roura y Macià últimamente también vienen esos días, para coincidir todos, aunque ahora que lo dice…

—¿Sí?

—Me doy cuenta de que hace al menos una semana que ninguno de ellos ha aparecido por aquí. —Abrió los ojos al comprender el alcance de lo que estaba diciendo—. ¿No me dirá que también les ha pasado algo a ellos?

—¿Tienen fichas de sus socios? —Pasó por alto su pregunta.

—Sí, claro.

—¿Podría verlas?

—No sé si eso… Ya me entiende.

—¿Hay algo privado en ellas?

—No, no, pero… En algunas anotamos los torneos en que participan, las partidas ganadas o perdidas, cosas así.

—Eso a mí me da igual. Déjeme verlas, por favor. —Empleó su tono más directo y firme.

El encargado se levantó y cubrió los tres pasos que le separaban de un viejo fichero de madera, situado sobre otra mesa repleta de papeles y carpetas. Lo abrió y buscó las cuatro fichas, una en la parte superior y tres en la inferior. Regresó con ellas y se las tendió a su visitante.

Estaban escritas a mano, y tenían un sinfín de anotaciones al dorso.

—No podrá llevárselas, claro —le hizo ver el hombre.

—Lo sé. No pensaba hacerlo —le tranquilizó.

Leyó primero la de Macià. Memorizó su dirección. Ya sólo le faltaba Sunyer, el único de ellos que no jugaba al ajedrez allí. Un dato curioso si es que los cinco tenían que ver entre sí y el club era su punto neurálgico de reunión, como todo parecía indicar. Sin importarle la mirada expectante del encargado del local, se tomó su tiempo en busca de algo, lo que fuera, cualquier pequeño detalle que le ayudara.

Pronto comprendió que no iba a encontrar nada.

Las fichas eran muy completas, con algunos comentarios personales y apreciaciones sobre el juego y el comportamiento de los socios. Virgili era muy bueno, el mejor de todos. Luego Macià. A Roura le perdía la impaciencia. Eso y que no paraba de hablar. Su ficha decía: «No se le puede llevar a torneos. Da mala imagen por hablador y belicoso». Galvany apenas tenía un par de líneas. Le hizo gracia la descripción: «Jugador oxidado». Y tanto. Virgili era socio desde el año 31, Macià del 34, Roura desde el 43 y Mateo tenía como fecha de alta el pasado 19 de abril.

Había conocido a Esteve Roura en casa de Esperanza Sistachs el día 3 del mismo mes.

Lo más sorprendente era que el cinéfilo Roura también jugase al ajedrez.

Un tipo de lo más curioso.

—¿Les oyó hablar alguna vez? —Reanudó las preguntas mientras dejaba las cuatro fichas sobre la mesa.

—No, no.

—¿Conocía sus ideas políticas?

—Esto es un club de ajedrez, señor. —Se puso muy serio—. La política no tiene nada que ver.

—Roura era de los que no se cortaba un pelo al hablar.

—¿Qué quiere que le diga? Si alguna vez lo hacía, ya se encargaban los otros de hacerle callar.

—¿Estos dos últimos meses hablaban más que jugaban?

El encargado se quedó mudo.

Pensativo.

—Ahora que lo dice… —Frunció el ceño.

—¿Desde que apareció el señor Galvany?

—Sí, sí, es posible. —Reflexionó con la frente llena de arrugas.

—¿Dónde hablaban?

—En el bar. En la mesa del rincón.

—¿Qué bar?

—Bueno, es una pequeña cafetería. En la puerta del fondo, la acristalada.

—¿Llegaban juntos?

—No, pero se iban juntos.

—¿Tenían amistad con algún otro jugador?

—Todos juegan contra todos un día u otro.

—¿Alguno en concreto?

—Pues… no lo sé. No puedo estar pendiente de todo lo que sucede. Aquí viene mucha gente, hay mucho movimiento. Me ha encontrado leyendo una novela porque a esta hora siempre reina un poco la calma. Pero a partir de media tarde… Mire, me gustaría ayudarle, se lo juro. ¡Jesús, María y José! Me ha dejado planchado con lo del señor Virgili. —Pareció cansado de la situación—. Lo que menos queremos aquí son problemas. El ajedrez es algo muy serio. Un juego de caballeros.

Hora de irse.

—Gracias. —Se puso en pie.

—No hay de qué, señor.

Se estrecharon la mano y antes de trasponer la puerta vio cómo el encargado se derrumbaba sobre su silla. Amén de lo que se escondiera tras su muerte, llena de incógnitas, se trataba de dos socios menos, uno de ellos muy querido, y de otros dos en el alero. Se encontró de nuevo en el club, donde los jugadores y los espectadores daban la impresión de no haberse movido un ápice. Esculturas vivas. La puerta del bar estaba donde le había dicho. La abrió y al otro lado vio un espacio relativamente pequeño, media docena de mesas y un mostrador atendido por un muchacho de unos veintipocos años ocupado en lavar tazas y vasos. El único cliente se tomaba un café que olía a todo menos a café.

Cuando se acodó en la barra, el chico le dijo:

—Nuevo, ¿eh?

—Visitante.

—Ah. —Siguió limpiando vasos.

—Me ha dicho el encargado que hable contigo —le tuteó.

—¿Acerca de qué?

—Los señores Virgili, Macià, Roura y Galvany.

—No sé quiénes son.

—Se sientan en la mesa del rincón desde hace un par de meses.

—Ah, el médico, sí.

—¿Sueles oírles hablar?

—¿Es usted policía? —Le dirigió una mirada sospechosa.

—Casi.

—Yo no presto mucha atención, la verdad. —Se encogió de hombros—. A la hora en que lo hacen ellos esto se llena y, como ve, estoy solo. Por lo general aquí se habla siempre de lo mismo, ajedrez, ajedrez y ajedrez, menos los lunes y los sábados, que además toca fútbol.

—¿Hablan, discuten…?

—Hablan y discuten, como todo el mundo.

—¿No recuerdas nada, algún detalle?

—Hay uno que habla mucho, sí, a veces en voz alta y todo, aunque le repito que yo a lo mío. Pillar palabras sueltas tampoco dice demasiado. Los otros o no le dejan excitarse o le hacen callar. El médico es el más tranquilo. Luego hay un señor ya muy mayor, de setenta años o más, con cara de dolor de estómago. El cuarto es el que parece llevar la voz cantante. Cuando él abre la boca, el resto le escucha.

El hablador era Roura, el médico Virgili, el señor mayor Mateo Galvany, el último Macià.

El hombre de la voz cantante.

Tal vez el jefe, pero ¿de qué?

—Gracias. —Se separó del mostrador.

—¿Han hecho algo? —indagó el muchacho.

—Matan camareros.

Lo dejó sonriendo pero preocupado.

14

Su humor negro nunca había sido bien recibido por sus compañeros de comisaría. Sus frases lapidarias o comentarios acerados hacían rechinar dientes o producían algún que otro pasmo. A veces tenía que frivolizar para quitarse la tensión de encima. Sólo eso. Le sucedió lo mismo con el taxista que le condujo a la dirección de Enric Macià. Era de los habladores. El tiempo, el calor, los peatones imprudentes, los motoristas, los guardias urbanos que les tenían manía a los taxistas y siempre les paraban más de la cuenta…

—¿Y usted a qué se dedica? —le preguntó no a las primeras de cambio pero sí a las segundas.

—Soy inspector de taxis —le dijo.

Fue suficiente para que cerrara la boca.

Cuando pagó la carrera y se bajó, el hombre se lo dejó claro:

—¡Por el camino más corto!, ¿eh?

La casa de Virgili era elegante, la de Roura discretamente humilde, la de su amigo Mateo sencilla. La de Enric Macià se acercaba más a la primera, aunque sin alardes. La zona, cerca del Hospital de San Pablo, parecía sufrir una fiebre constructora. Al otro lado de la calle, un taladro le perforó los oídos con su pesada cantinela. Cuando entró en el vestíbulo le interceptó otra portera de raza, de las peleonas. No se dejó impresionar por su aspecto de señor. Los señores llevaban corbata y él había salido sin ella.

Mea culpa
.

—¿A qué piso va?

—Señor Macià. Cuarto primera.

Percibió el cambio de cara en la mujer. Su expresión se llenó de cenizas. Se apartó, bajó la cabeza y le dijo:

—Perdone.

¿Perdone?

O seguía pareciendo un poli…

O sus sospechas en torno a Macià se confirmaban.

El día anterior la policía sólo le había preguntado a María por Sunyer y por Roura.

El ascensor le dejó en las alturas. Antes de llamar al timbre se apoyó en la pared y llenó los pulmones de aire. Era fuerte, pero aun así… ¿O quizá ya no lo fuera tanto? Patro le daba energía y vida. La energía del amor y la vida de su plácida existencia. Nada que ver con el hecho de volver a meterse de nuevo en la piel de policía. Cuando trabajaba era una máquina con un solo objetivo. Así que empezaba a sentirse cansado. Llevaba todo el día de aquí para allá persiguiendo fantasmas. Y no estaba más cerca que al principio. Como mucho, había localizado a tres de los cuatro hombres por los que se había interesado la policía.

Sunyer era el misterio.

De momento.

Llamó al timbre de la puerta y esperó. Tuvo que hacerlo una segunda vez. Cuando se abrió se encontró frente a un chico de unos diecisiete años, rostro pálido, cabello revuelto y cara triste. Vestía una camisa a cuadros y unos pantalones de pata de gallo no demasiado propios para la estación.

Habló él, porque el muchacho no abrió la boca.

—¿El señor Macià?

La expresión de la cara acentuó la tristeza. No se dirigió a él para responderle. Volvió la cabeza y gritó:

—¡Mamá!

La mujer apareció por detrás, rostro grave, descompuesto, ojos enrojecidos, como si llevara días sin dormir y los hubiera pasado llorando. Tenía las manos unidas y, de tanto apretárselas, los nudillos estaban blancos. Se lo quedó mirando con dudas.

Expectante.

—¿Sí? —Tembló su voz con sólo pronunciar esa palabra.

Miquel despejó la última duda aun sin hablar. Bastaba con verla a ella. Si Virgili había muerto en comisaría, si Roura había logrado escapar y si Mateo, aunque inesperadamente libre, había sido asesinado pese a la vigilancia policial… ¿qué esperaba?

Lo que ya imaginaba en su fuero interno.

Por eso la segunda vez, veinticuatro horas antes, la policía sólo le preguntó a María por Roura y Sunyer.

—¿Puedo hablar con usted un minuto, señora Macià?

—¿De qué?

—De Mateo Galvany, Pascual Virgili…

—¿Es usted policía? —La desilusión mezclada con el temor se apoderaron de su ánimo.

Su hijo seguía sujetando la puerta.

—No, no lo soy.

—Entonces váyase.

Tomó el relevo del chico para cerrarle la puerta en las narices.

—Señora, por favor —intentó evitarlo él.

—¡Váyase!

El grito coincidió con una tercera presencia. Una joven de unos veinte años, crispada y tan llorosa como la mujer.

—¿Mamá?

—Váyase… —gimió ella al borde del hundimiento anímico.

—Un amigo mío ha muerto y no sé por qué. —Puso la mano derecha en la madera para evitar que la cerrara en un acceso de furia—. Y otro, el doctor Virgili, lo hizo en comisaría hace una semana, al día siguiente de ser detenido por la policía.

—Oh, Dios… —La mujer se llevó una mano a la boca.

No había muchas opciones, así que probó con la más lógica:

—Su marido sigue detenido, ¿verdad?

Le tocó hablar al muchacho.

—¿Cómo sabe usted eso?

—Vinieron a por él el domingo 22 de mayo.

El silencio los devoró a los cuatro. Una enorme termita capaz de comérselos de abajo arriba. La señora Macià volvía a unir sus manos, el pecho le subía y bajaba con sensación de terror. Las facciones del chico eran ahora mucho más duras. Las de su hermana, asustadas.

—Lleva una semana preso y no les han dicho nada.

—Así es —asintió su esposa.

—Lo siento, señora. Lo siento muy de veras.

—¿Quién es usted?

—Ya se lo he dicho. Un amigo mío murió y quiero saber por qué.

—¿Y qué quiere que le diga yo, señor? La policía registró nuestra casa y también nos preguntaron por unos nombres que ni conocíamos.

—¿Sunyer, Virgili, Roura y Galvany?

—Sí, creo que sí.

—¿Ninguno…?

—No, no, no —insistió con desespero.

—¿En qué trabaja su marido?

—Es secretario en Capitanía General.

El nombre de un organismo oficial, tan oficial, le desconcertó por unos instantes.

Palabras mayores.

—¿Y qué…?

No pudo terminar la pregunta. La muchacha llegó al límite de forma súbita y explosiva. Ver a su madre, de pronto sumisa, y a su hermano, paralizado junto a la puerta, la hizo estallar.

Rozó la histeria.

—¿Es usted sordo o qué? ¡Mi madre acaba de decirle que no sabe nada! ¡Ni ella ni nosotros! ¿Quiere dejarnos en paz? ¿A qué vienen tantas preguntas? ¡No le conocemos! ¡Lo único que queremos es que papá vuelva a casa! ¡Ya hemos sufrido bastante! ¡Sea lo que sea que piensen o de qué le acusen, es falso! ¡Váyase de una maldita vez!

Ya no intentó evitar el cierre de la puerta.

Retiró la mano.

Y la madera estalló en su quicio como un trueno en medio del silencio de la escalera.

Miquel permaneció unos segundos en el rellano.

Aturdido.

Quería estar con Patro, paseando, o en el cine, no metido en aquella historia que, por momentos, se hacía cada vez más oscura.

Oscura y peligrosa.

Miró la puerta de los Macià y sintió lástima por ellos. Una lástima profunda y solemne.

Porque el marido y el padre que esperaban… probablemente ya no regresara jamás, aunque siguiera con vida.

El ascensor permanecía en la planta. Se metió en él y bajó hasta el vestíbulo. El portazo debía de haber alertado a la portera, porque le esperaba en mitad de sus dominios. Cuando se llevaron a su vecino, lo más seguro es que le viera arrastrado por allí mismo, como un animal, como habían hecho con Pascual Virgili.

Un triste espectáculo.

—Buenas tardes. —Pasó por su lado caminando despacio.

—Buenas tardes —le deseó ella.

El cálido sol le recibió como prueba de que la vida seguía.

15

Un médico, el encargado de una imprenta, un ex policía anciano y el secretario de un organismo oficial. Más el todavía misterioso Sunyer. Salvo el ajedrez, ¿qué podía unir a personas tan distintas?

Si la policía registró sus casas y les torturó en los interrogatorios…

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