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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Intriga, #Policíaco

Dos días de mayo (4 page)

BOOK: Dos días de mayo
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Nada que recordara su pasado policial.

Ningún retrato personal, ninguna de sus menciones, ninguna medalla.

—¿Dónde guardabais las cosas de la casa, recibos…?

—En la salita.

Regresaron a ella. María le señaló el aparador. En la parte de arriba había vasos y platos, servilletas, cubiertos y un par de manteles. En la de abajo, en dos estantes, papeles amontonados de cualquier forma.

—Ya te digo que tuve que recogerlo todo como pude. No está ordenado —se excusó.

Miquel tomó los papeles y los llevó a la mesa. Se quedó de pie mientras los examinaba uno por uno. María se sentó. Había recibos de la luz, del agua, del alquiler… Lo único disonante era un recibo de un club de ajedrez fechado el mes anterior, en abril.

Lo dejó con todo lo demás.

—Ya te lo dije —manifestó ella.

Continuó la inspección por la cocina, el cuarto de baño, el trastero…

Quedaba la habitación de María.

—Puedes mirarla —le dio permiso—, aunque aquí todo lo que hay es mío. Papá no entraba.

El examen fue menos minucioso, sobre todo cuando abrió el cajón de las prendas más íntimas. Acabó sintiéndose culpable y salió de allí mucho más rápido de lo que había entrado.

De nuevo en la salita, con la galería pegada a ella y el sol que la bañaba con generosidad, llegó la hora de las despedidas.

Y no era fácil.

«Si me pasa algo, ve a por Miquel».

Mateo Galvany le pedía ayuda desde el más allá.

Seguía debiéndole la vida. Si no le hubiera empujado escaleras abajo aquel día, estaría muerto.

—María, si necesitas algo, lo que sea…

—No, en serio, gracias.

—Escucha —insistió tomándola de las manos—. No soy rico, pero en el 47, nada más llegar a Barcelona, me vi metido en un lío del que salí más que bien, con una inesperada fortuna de la que vivimos Patro y yo, sin alardes para no llamar la atención. Lo que sea, puedo dártelo. Incluso si quieres irte de Barcelona.

—¿Irme, adónde?

No siempre «empezar de nuevo» era una expresión fácil.

—Si quieres venirte a casa con nosotros unos días, para que no estés sola…

—No, por Dios, Miquel —negó con vehemencia—. Mi sitio es éste.

—Entonces vendremos a verte.

María le sonrió por primera vez. Por un momento volvió a ser una mujer.

—¿Cómo es ella?

—¿Patro? Muy agradable y simpática. Está llena de vida. No sé qué habría hecho de no haberla encontrado. Apareció en mi camino en el momento más inesperado y… Ya ves. —Pareció excusarse encogiéndose de hombros—. Estos días está fuera. Regresa mañana.

—Papá me dijo que cuando viniste a verle no le hablaste demasiado. Lo único, que vivías con alguien. Pero que al final, antes de irte, te lo sacó.

—Sí.

—Le comentaste que era muy joven.

—Sí.

—Y guapa.

—Mucho.

—Me alegro por ti.

—Ni siquiera le dije que nos casamos. —Bajó la cabeza avergonzado.

—He visto el anillo, sí. —Lo tocó con un dedo de su mano.

—Fue a comienzos de diciembre, cuando regresamos de ver la tumba de mi hijo.

—¿Dónde está enterrado?

—Cayó en el Ebro, pero el soldado que lo sepultó hizo un mapa que me entregó en los últimos días de la Barcelona republicana, antes de que entraran las tropas franquistas. En octubre tuve que buscar la tumba de un chico muerto al estallar la guerra, y cuando la encontré comprendí que era una señal, un aviso. En aquellos días descubrí por qué estaba vivo y cuál era mi suerte. Lo acepté por fin. Dejé de sentirme culpable por haber sobrevivido. Y te digo una cosa: aceptar la vida es más duro que aceptar la muerte. Entonces decidí cerrar todas mis viejas heridas. La primera, ir allí, al Ebro. La segunda, casarme con Patro.

—Tuviste coraje.

—Amor, sólo eso.

—¿Podrás desenterrarle?

—¿A un soldado republicano metido en una tumba perdida? No.

—Tuvo que ser muy duro.

—Y también emocionante, liberador… Por si faltara poco, me llegó la mejor de las noticias: que mi hermano y su mujer estaban vivos en México. Consiguieron huir en el 39, lo pasaron mal, muy mal, en un campo de refugiados francés, pero al final…

—Entonces algún día te irás a México.

—No, no creo. Soy un ex prisionero político. ¿Quién me daría un pasaporte?

—Hay quien los fabrica.

Miquel sonrió.

—Esta posguerra es un cáncer interminable, pero no hay bien ni mal que cien años dure, aunque yo ya no lo vea. —Su voz se revistió de una esperanza que casi nunca sentía—. Sigue habiendo prisioneros en las cárceles franquistas, y resistentes en las montañas, y represión, y detenciones, y quizá un día incluso Franco caiga, quién sabe.

—Quizá.

Miquel se acercó a ella y la abrazó.

Le dio un beso en la mejilla.

—¿Qué vas a hacer?

—Seguir —susurró María—. Tengo mi trabajo. No es gran cosa pero… ¿Qué quieres que haga?

—¿Te importa saber quién mató a tu padre?

La respuesta se demoró unos segundos.

—Sí. —Se separó de él y le miró a los ojos con determinación—. Y sobre todo me importa saber por qué.

Su visitante asintió con la cabeza.

—Entonces volveré —dijo.

Los dos echaron a andar en dirección a la puerta del piso.

5

Esperanza Sistachs vivía en una casa vieja con heridas de guerra en la fachada. La metralla la había picoteado sin que nadie, de momento, se hubiera dignado arreglarla o, al menos, tapara los huecos. Podía ser por falta de dinero o de interés, o de las dos cosas. El resultado era el mismo. Al lado, un solar vacío esperaba una nueva construcción que le valiera a la nueva Barcelona para seguir olvidando el pasado, mintiéndose a sí misma. Trabajo no les faltaba a los emigrantes que llegaban en oleadas en busca de pan. Miquel se lo quedó mirando mientras trataba de recordar si alguna vez vio allí un edificio en los días en que perseguía a los malos por la ciudad, antes de que los malos de verdad se apoderaran de ella. Los bombardeos para aterrorizar a la población fueron indiscriminados. La guerra española había servido de campo de experimentación para la Segunda Guerra Mundial. Los italianos en Barcelona, los alemanes en Gernika…

Si la posible bomba que hundió aquella casa más de diez años antes se hubiera desviado un metro, la derruida sería aquella en la que ahora se disponía a entrar.

La historia cambiaba así. Un metro, un segundo.

La portera del inmueble era igual que la mayoría de las porteras. Como si las fabricaran en serie o ya vinieran con el edificio. Llevaba una bata blanca y negra, a cuadros. Le observó con rostro avinagrado. El moño que coronaba su cabeza estaba tan prieto que los ojos se le subían hacia arriba, muy abiertos.

—¿La señora Esperanza Sistachs?

—Tercero tercera. —Le miró de arriba abajo sin disimulo.

Otra casa sin ascensor. Se resignó. Subió despacio, porque de entre todas las cosas que le fatigaban, subir escaleras era la peor. Aun así llegó al tercer piso, que en realidad era el quinto contando el entresuelo y el principal, resoplando igual que si hubiera corrido una maratón. Se tomó unos segundos para atemperar su pulso y dejar de jadear antes de apretar el timbre.

Al otro lado de la puerta, una voz de mujer refunfuñó:

—Llegas antes de hora…

Cuando la abrió y se encontró con él, dejó de hablar.

La amiga de Mateo Galvany tendría sus años, sesenta y cinco más o menos. Era relativamente alta, proporcionada, agradable, hermosas facciones, rostro dulce, gafas, cabello cuidadosamente peinado, gestos delicados. Vestía de negro, con gusto. Llevaba un collar de perlas falsas en el cuello, una pulserita en la muñeca derecha y el reloj, discreto, en la izquierda. Un broche prendía su pecho. Más bien un camafeo de aspecto antiguo.

—¿Sí? —Se lo quedó mirando a la espera de que hablase.

Entonces se dio cuenta de que no tenía nada preparado.

Tuvo que reaccionar.

—Perdone que la moleste, señora. Soy amigo de Mateo.

—Ah.

—¿Puedo pasar?

No era tonta. Pudo ser la intuición femenina o el hecho de que él estuviera allí cuando se suponía que nadie sabía su secreta relación. El caso es que se sujetó con una mano a la puerta y se llevó la otra al pecho.

—¿Le ha sucedido algo?

—Preferiría…

Cerró los ojos y el apoyo en la puerta se hizo mayor.

—No —musitó.

Miquel estuvo al quite. Le bastó un paso para cogerla y hacer que se apoyara en él. Luego cerró la puerta y la condujo por un pasillo en dirección a la luz del fondo, la de un comedor que daba a la calle Floridablanca. Esperanza Sistachs se dejó llevar. Cuando llegaron a su destino hizo que se sentara en una silla. La casa era tan agradable como ella, cómoda, sencilla pero con detalles de buen gusto aunque no precisamente caros. Incluso había flores en la mesa. Por todas partes vio fotografías con marcos de muy diverso tipo, madera, metal… La mayoría eran de unos niños pequeños.

Y no parecían recientes.

—¿Vive sola?

—Sí. —Le cubrió con una mirada de dolor y tristeza—. ¿Qué le ha sucedido a Mateo?

—Ha muerto. —Fue sincero con ella.

—Dios… —Los ojos se le llenaron de lágrimas.

Primero María, ahora… Se resignó a su suerte. En sus días policiales no era infrecuente que tuviera que dar noticias como aquélla. La diferencia consistía en que entonces los muertos eran otros, no un amigo.

—¿Quiere un vaso de agua?

—Por favor…

—¿La cocina?

—Ahí. —Le mostró el pasillo haciendo un gesto a la derecha.

Se orientó como pudo y con prisas. No quería dejarla sola. Por suerte había vasos limpios en el fregadero. Llenó uno y regresó con él. Esperanza Sistachs miraba la ventana con expresión ausente, porque su mirada no era exterior, sino interior. Le puso el vaso en la mano y se la acompañó hasta los labios. Apuró la mitad de tres sorbos y lo dejó en la mesa. Había conseguido no llorar, pero estaba catatónica.

—¿Quién… es usted?

—Me llamo Mascarell, Miquel Mascarell. —Se arrepintió al momento de darle su verdadero nombre sin saber por qué, guiado por el instinto de supervivencia que le mantenía desde su regreso a Barcelona—. Mateo y yo fuimos compañeros en la policía antes de la guerra.

—Lo siento, pero…

—Da igual, no se preocupe. Siento tener que conocerla en estas circunstancias.

—¿Le habló él de mí? —se extrañó.

—No. Estoy aquí por María.

—No entiendo.

—Una amiga les vio a usted y a Mateo juntos, paseando, cogidos del brazo. Luego les vio entrar en esta casa.

—Así que la hija de Mateo…

—Sí. Su padre no le dijo nada pero ella sabía de su existencia.

Bajó la cabeza. No había vergüenza ni azoramiento en su expresión, sólo recato y el súbito cansancio de las realidades que aniquilan el alma.

—¿Cómo murió?

—Lo atropelló un coche el domingo. Ha sido enterrado hoy.

Eso sí la hizo estremecer. Cerró los ojos.

Pero siguió sin llorar.

Entonces él lanzó la segunda bomba.

—María cree que lo han asesinado.

—¿Qué? —Se puso pálida.

—¿Puedo hacerle unas preguntas?

—¿Todavía es policía?

—Ya no. Pero Mateo era mi amigo y le he prometido a su hija tratar de saber qué sucedió.

—Pero ¿quién querría matar a un anciano, por Dios? ¿Y a santo de qué? Es absurdo.

—Déjeme que le haga unas preguntas.

—No sé qué pueda decirle yo.

—Si eran amigos y se veían a menudo, más de lo que quizá imagine.

—No nos veíamos tan a menudo. Una o dos veces a la semana.

—¿Cuándo lo conoció?

—En diciembre pasado. Nos entendimos de inmediato. El mejor hombre que he conocido.

—Tenía fama de huraño. ¿Cómo fue?

—Resbalé en la calle y él me ayudó. Fue muy amable. Me llevó a una casa de socorro para que me curaran el golpe, y luego se quedó allí para acompañarme a casa.

—¿Han sido sólo amigos todos estos meses?

—Sí. —Enrojeció.

—Perdone las preguntas pero…

—¿De verdad está investigando su muerte?

—Se lo he prometido a María, nada más.

—Sólo éramos amigos —asintió firme.

—¿Aunque les vieran del brazo?

—¿Dos viudos de muchos años han de guardar las apariencias?

—No, claro.

—Usted tiene suerte.

—¿Por qué?

—Está casado. —Señaló su anillo.

—Sí —admitió.

—Mi marido murió en un bombardeo. Yo me salvé porque olvidé una cosa, salí a la calle y… También murió una de mis hijas, mi yerno y dos nietos. Estábamos en su casa. —Seguía como ida, sin asimilar del todo la noticia, pero hablaba con cierto aplomo. Llenó sus pulmones de aire antes de continuar—: He vivido sola desde entonces, hasta que Mateo me devolvió, al menos, una sonrisa. No sé cómo sería con los demás. Conmigo era dulce, considerado, atento y hablador.

—Tenía fama de todo lo contrario, y desde luego nada feliz.

—O no lo conocían bien, o yo saqué de su interior todo lo que ocultaba, ¿no cree? Por eso estábamos bien juntos.

—Ha dicho que se veían una o dos veces por semana.

—Sí.

—¿Dónde?

—Aquí. Me recogía y nos íbamos a pasear, a merendar o al cine.

—¿La avisaba de alguna forma?

—No. No tengo teléfono, ni tenía él. Pasaba y ya está. Suelo quedarme en casa siempre. No había problema.

—¿Lo vio ayer?

—No.

—Pensé que salía de verla a usted. Lo atropellaron aquí cerca.

—Entonces venía a verme, seguro. —Suspiró de vuelta a la conmoción—. Después de tantos días…

Miquel recordó la secuencia contada por María. Detención el 20, libertad el 25, luego tres días en casa sin salir, hasta el domingo 29.

—¿Cuándo fue la última vez que lo vio?

—El día 20, por la mañana —respondió después de hacer memoria—. Lo recuerdo porque ese día pagó el alquiler del mes siguiente y fuimos juntos.

—Ése fue el día que los detuvieron, a él y a su hija.

—¿Que los detuvieron?

—Sí. Mateo estuvo seis días preso, sometido a torturas. Salió en bastante mal estado y pasó otros tres en casa. Ayer domingo por fin se atrevió a pisar la calle, obviamente para venir a verla a usted.

—Pero… ¿por qué lo hicieron? —Reflejó el estupor que sentía.

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