Dos días de mayo (7 page)

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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: Dos días de mayo
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—¿Sabe por qué le buscaba la policía?

—No.

—¿Le interrogaron a usted?

—Me hicieron algunas preguntas, sí. Cumplían con su deber. Algo haría ése, seguro. —Movió la barbilla apuntando a la puerta frontal a la suya.

—¿Conocía a algún amigo suyo?

—No.

—¿Virgili, Sunyer, Macià…?

—No, no. ¿A qué viene esto?

—Ya se lo he dicho. Hay más causas contra él. Y de todas formas, aquí las preguntas las hago yo.

Su tono más autoritario fue muy convincente.

—Perdone.

—¿Alguien de la escalera era amigo suyo?

—No creo. —Plegó los labios haciendo una mueca—. Pero puede preguntar. La señora García le cuidó hace un par de meses, cuando estuvo enfermo. Siendo una mujer sola… Vive justo abajo.

—Gracias, siento haberle interrumpido.

—No se preocupe. La gente honrada está para ayudar, ¿no?

Casi pensó que iba a soltarte un «¡Arriba España!».

El vecino de Roura desapareció escaleras abajo. Miquel contó hasta diez y siguió sus pasos. Se detuvo frente a la puerta de la señora García, tomó aire y llamó al picaporte, porque no había timbre. Al otro lado escuchó el suave arrastre de unas zapatillas. El rostro de una mujer de unos cuarenta o cuarenta y cinco años, de buen ver, apareció por el hueco. Llevaba rulos en la cabeza y vestía una bata ciertamente espantosa. Al ver que su visitante era un hombre hizo dos cosas: llevarse una mano al pelo y otra a la parte superior de la bata para cerrarla, como si temiera que se vieran partes prohibidas de su cuerpo.

—¿Señora García?

—Sí. —Sus ojos mostraron preocupación.

—Disculpe la molestia, señora. Se trata de su vecino, el señor Roura.

Apareció el desánimo en su rostro.

—¿Otra vez?

—Lo siento.

—Ya les conté todo lo que sabía, que era más bien nada.

—Serán sólo cinco minutos. ¿Puedo pasar?

—Iba a comer.

Miquel no se movió de la entrada. La mujer acabó resignándose. Se apartó de la puerta, le permitió el acceso a su piso, la cerró y luego abrió la luz del recibidor sin dar un solo paso más.

—¿Qué quiere saber? —Se cruzó de brazos.

—¿Le ha extrañado que la policía busque al señor Roura?

—Sí, claro.

—Tiene fama de meterse en problemas, hablar demasiado…

—¿Y qué quiere que le diga? —Se encogió de hombros—. Cada cual es como es. Nunca me pareció una mala persona.

—¿Eran amigos?

—Vecinos.

—¿Intimó con él?

Era una pregunta muy directa. No se ofendió, pero se notó su envaramiento, el rictus de los labios, la dureza de la mirada. Sin rulos y sin bata, arreglada, maquillada, debía de ser una mujer atractiva. Pepe, el de la imprenta, le había dicho que a veces salían a conocer mujeres. Un hombre soltero de cuarenta y siete años. ¿Tal vez un depredador? ¿O demasiado raro y extrovertido para que una mujer le aguantara?

—¿A qué se refiere? —espetó la señora García.

—A si le hizo alguna confidencia.

—No, ¿por qué iba a hacérmela?

—Usted le cuidó cuando estuvo enfermo.

—Como haría cualquier persona buena y decente con un vecino. —Fue escueta—. Pilló la gripe. ¿Qué iba a hacer? Le vi tan mal que… Subía a prepararle un caldo cada noche, eso es todo.

—¿De qué hablaban?

—De nada en particular. Bueno… —Hizo una pausa y cambió el tono de su voz—. Sí, de cine. Eso siempre. Era una enciclopedia andante y muy romántico. Decía que la vida era igual que una película, pero sin Rita Hayworth. Más o menos se veía a sí mismo como el protagonista de su propia historia, como si el mundo fuese un gran teatro. En ese sentido estaba loco. Se perdió una película en esos días, los de la gripe, y era como si le faltara algo. Casi estuvo a punto de levantarse, con fiebre y todo. No quería dejar de verla. Lamentó más eso que estar enfermo. Solía ir casi siempre al mismo cine, aunque luego creo que lo cerraron por reformas. Pero no sólo iba por las películas. También salía con una de las taquilleras, no sé si por interés personal en ella o para que le dejara entrar gratis. —Forzó una sonrisa irónica.

—¿Eso se lo contó él?

—Es bastante presuntuoso, de los que alardean siempre, y salta de un tema a otro. —Fingió una indiferencia que no parecía sentir—. Me contó que a veces veía las películas en la misma sala de proyección, como un rey, y que luego se reunía con la mujer, la taquillera, en un cuartito contiguo.

—¿No es extraño que le contara eso a una mujer sola y hermosa como usted?

—Gracias. —Se cubrió de un leve rubor—. Ya le digo que alardeaba mucho sin pensar en quién tenía delante o lo que decía.

—Quizá lo hacía para conquistarla.

—Hubiera sido un escándalo vecinal. —Llegó a simular una sonrisa—. No fue el caso. Tampoco era tonto.

—¿Se da cuenta de que habla de él en pasado?

—No creo que vuelva a verle. —Fue más que sincera—. No tengo ni idea del lío en que se habrá metido, pero la policía no va detrás de alguien sin más. Que me extrañe no significa que no sea realista. Si pregunta en la escalera, le dirán que caía mal a todo el mundo.

—¿Es usted viuda?

—Sí, sí señor.

—¿Perdió a su marido en la guerra?

—Sí.

—El señor Roura estuvo preso.

—Lo sé.

—Quedó marcado por eso, imagino.

La señora García no abrió la boca. Sostuvo su mirada tratando de mostrarse impasible.

—No soy de la social, no tema —la tranquilizó Miquel—. Sólo queremos encontrarle.

—Yo no sé nada —expresó con amargura.

—Cuando estuvo enfermo, ¿por qué no le cuidó su madre?

—No quiso llamar a nadie, y menos a su madre. No quería a la familia cerca.

—¿Nadie vino a verle?

—No, que yo sepa.

—¿Le dicen algo los nombres de Pascual Virgili, Maurici Sunyer y Enric Macià?

—Sí, ya le conté a la policía que había ido a ver al señor Virgili por encargo del señor Roura.

—Cuéntemelo ahora a mí.

—Se me va a enfriar la comida, ¿sabe?

—Por favor. —Fue amable aunque terminante.

—Bueno, estaba en cama, en lo peor de la fiebre. Me pidió que fuera a ver a ese hombre para decirle que estaba enfermo, nada más.

—¿Por qué no llamarle por teléfono?

—No lo sé. Me pidió el favor y se lo hice.

—¿Para que viniera a verlo?

—No, sólo decirle eso, que tenía la gripe. Me dio una nota. Ponía «Estoy enfermo. Lo siento. Una semana». La leí porque no estaba cerrada. Era una simple hoja de papel doblada.

—¿Eso fue todo?

—Sí.

—¿Adónde llevó esa nota?

—A la consulta del señor Virgili.

—¿Un médico? —se extrañó Miquel.

—Sí.

—¿En lugar de pedir que fuera a visitarlo le envió una nota diciéndole «lo siento» y «una semana»?

—¿Qué quiere que le diga? —Se encogió de hombros.

—Deme las señas de ese doctor.

—Calle Casanova esquina Diputación. No recuerdo el número, pero es en el chaflán, lado montaña bajando a la derecha.

—Gracias por todo. Ha sido usted muy amable. —Inició la retirada.

—Yo no quiero líos, señor.

—No los tendrá, descuide. Pero hemos de investigar.

—¿Tan serio es?

—No lo sabemos.

—Cuando la policía echó la puerta abajo, lo parecía. Fue muy… Ya me entiende.

—Algunos actúan más a la tremenda. Nosotros sólo hacemos preguntas.

—En el fondo no creo que sea más que un pobre hombre, un iluso. —Ensombreció su rostro y llenó sus ojos con una pátina de dolor.

—Así somos la mayoría, hasta que pasa algo —dijo Miquel—. De nuevo le doy las gracias y le pido perdón por haberla entretenido tanto.

Él mismo abrió la puerta del piso.

La última pregunta, inesperada, la hizo desde el rellano.

—¿Cómo es Roura?

—Pues… más o menos de su estatura, metro setenta o así, delgado, nariz prominente, labios alargados, casi de oreja a oreja, cejas espesas, dientes mal puestos…

Miquel se despidió de ella con una sonrisa.

10

La opción de que Esteve Roura estuviera escondido en casa de su madre era absurda. La policía ya habría ido a verla. Lo extraño es que no le hubiera comentado nada a su prima Esperanza.

Quizá vergüenza, o cautela, o miedo…

«¿Y si ya le han cogido?», se preguntó a sí mismo.

No, no le habían cogido. Cuando detuvieron a María le preguntaron por cuatro nombres: Pascual Virgili, Maurici Sunyer, Esteve Roura y Enric Macià. Una semana después, tras decirle que su padre había muerto atropellado, sólo le preguntaron por dos de ellos: Roura y Sunyer.

Eso significaba…

Miró la hora. Virgili era médico y la dirección era la de la consulta. Probablemente estuviese cerrada porque los mortales normales y corrientes solían comer, no embarcarse en investigaciones llenas de misterios e incertidumbres.

Pero si la policía, la segunda vez, le había preguntado a María tan sólo por Roura y Sunyer…

¿Y Virgili y Macià?

¿Detenidos?

Aparcó su lógica policial, incluso sus pensamientos, sin dar nada por sentado antes de cerciorarse, como hacía en sus mejores años en el cuerpo, y buscó un lugar donde pudiera comer algo, un bar o un restaurante.

Se metió en un bar con pinta de tascón, ocupó una mesa próxima al ventanal que daba a la calle y pidió «algo de comer». Pensaba en un bocadillo, o unas tapas, que un día era un día, pero el camarero le soltó una ristra de alternativas que lo dejó en suspenso. Acabó pidiendo las lentejas, que según el hombre eran «muy buenas y caseras». ¿El segundo? Lo decidiría luego si se quedaba con hambre. De beber, agua.

El camarero se fue al trote.

Se quedó solo.

Pensaba mucho en el dinero del 47, cuando le llevó aquella pequeña fortuna a Patro, para que la repartiera entre las chicas del Parador, creyendo que la policía le devolvería a la cárcel por la muerte de Rodrigo Casamajor. Ni la policía había ido a por él, ni Patro repartió aquel dinero. Si ella lo hubiera hecho, no tendrían apenas de qué vivir. Cuando aceptó la invitación de compartir su piso, antes de que se convirtieran en pareja y que de dos mitades rotas naciera una familia, el dinero representó la estabilidad. No dependían del racionamiento, pero en muchas ocasiones Patro y él habían de aparentar las mismas dificultades que la mayoría. Compraban en el mercado negro, de contrabando, de estraperlo, regresaban a casa a horas poco habituales para no tropezarse con nadie, y no tiraban nada a la basura que pudiera delatarles ante cualquier vecina chismosa. Alguna noche metían la basura envuelta en periódicos y la abandonaban lo más lejos posible. Tal vez pecase de precavido, pero por algo había sido policía.

Instinto.

El instinto siempre era la mejor de las salvaguardas.

Eso y la cautela.

Antes no quería vivir. Ahora sí. Para los vecinos ya eran una «pareja normal». Podían criticar que él tuviera más del doble de la edad de su mujer, pero nada más.

Así que cuando aterrizó el plato de lentejas delante de él, no se sintió culpable.

Tenía apetito.

Dio cuenta de las lentejas en unos minutos. Mojando pan. Eso sí era un placer terrenal. Un plato de lentejas y pan para mojar, aunque fuese del malo. El camarero tenía razón; eran caseras y muy buenas. No dejó ni las migas. La idea de acabar de llenar el estómago con carne o pescado ya no le hizo tanta gracia, porque estaba repleto. Nunca fue de mucho comer. Se hinchaba enseguida.

Aunque Patro jamás le dijera que estaba gordo, o viejo, o…

Bendita Patro.

Si le hubiera dicho alguien en el Valle de los Caídos que sería capaz de hacer el amor casi a diario, o al menos tres veces a la semana, se habría echado a reír.

Un mal chiste.

El amor tenía esas cosas: hacía milagros.

Al pensar en el amor recordó la libreta de Mateo Galvany.

La sacó del bolsillo de su chaqueta y pasó algunas páginas. Sus ojos leyeron líneas sueltas, esbozos, fragmentos inacabados, versos, hasta que acabó atrapado por la fuerza de algunos de ellos y se olvidó de todo lo demás.

Allí estaba su amigo Mateo.

El «otro» Mateo.

El romántico, el desconocido, el hombre enamorado de una abuelita de sesenta y cinco años, todavía furioso, cien por cien lúcido.

Leyó tres poemas de distinto calado.

Siento rabia
.

La furia de la tormenta

interior
.

Lengua de fuego que me devora
,

consume
.

Rabia del tiempo perdido
.

Rabia de tanta ausencia
.

Cada luna es una noche que se ha ido
.

Ningún sol te da calor

bajo el hielo de la muerte
.

Los muros del silencio

tienen las puertas cerradas

a ambos lados del vacío
.

Tu grito es la llave
.

Tu alarido la polea
.

Que el sueño no te venza
.

Los muros aplastan
.

Canción
.

Desesperada
.

No contada ni gastada
.

Dormida
.

En el sur de los sentidos
.

Callada
.

Como sueños sin dueños
.

Sentimientos heridos
.

A la espera
.

Del desafío
.

Que los convierta en balada
.

Dueto, sino
.

Canción enamorada
.

Encadenada
.

A nuestro destino
.

Aquello lo había escrito la misma mano que en sus días de inspector rudo y duro había sido el terror de los chorizos de media Barcelona. Aquello le había salido del corazón al hombre que, siete meses antes, le habló con la desesperanza de la derrota. Aquello formaba parte del presente del camarada que un día le había salvado la vida, cuando ambos jamás hubieran imaginado su futuro, la guerra, las pérdidas, la soledad.

Quizá no se acostase con Esperanza Sistachs ni tuvieran relaciones más allá de la amistad más íntima, pero eso daba lo mismo ante la fuerza de aquellos versos encadenados.

Unos poemas de amor, otros de resistencia…

Soy un hombre escondido

en mi sombra, quieta espera
.

Atravesado por vacíos

silenciosos, noche entera
.

Soy un hombre de paciencias

infinitas, corazón de plata
.

Desbordado de ternuras

vivas, que el tiempo mata
.

Soy un hombre plantado

en una maceta, que mira
.

Volando sin alas

muy alto, por lo que aspira
.

Soy un hombre que camina

de espaldas, el payaso
.

Buscando horizontes nuevos

y soñando, por si acaso
.

Soy un hombre cargado

de emociones, sin gastar
.

Viviré mil años y después

caeré, volviendo a empezar
.

Soy un hombre de esperanzas

eternas, mientras exista
.

No dejaré que me alcancen

nunca, será mi conquista
.

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