Edén interrumpido (3 page)

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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Terror

BOOK: Edén interrumpido
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Comprobó que se trataba de un pequeño camión de mudanzas. Varios hombres iban y venían cargando bultos: sillas de cocina, cajas de cartón con pequeños mensajes escritos con letra apretada y furibunda, y una lámpara de pie alta y delgada, tan estropeada que parecía haber sobrevivido a un bombardeo. Un sofá de aspecto cochambroso, con los bajos raídos en deshilachados flecos, había sido aparcado directamente sobre el césped, y alrededor habían dispuesto una pequeña nevera de un color que recordaba al marfil viejo.

Daniel se quedó mirando la actividad de los trabajadores durante un rato todavía, sintiendo que la brisa de la mañana despejaba lentamente el calor de su cuerpo. Todos aquellos hombres eran corpulentos y llevaban guantes de trabajo, así que supuso que el propietario (o la propietaria) no estaba presente.

«Un vecino —pensó—. ¡Vecinos!» Se daba cuenta ahora de que, en todo ese tiempo, no había visto a nadie en los pasillos o los jardines de la comunidad. Ni siquiera en el período de tiempo crítico entre las ocho y las nueve cuando todo el mundo sale a trabajar o a llevar a los niños al colegio, se había encontrado con vecinos. En alguna ocasión, no obstante, sí recordaba haber visto a alguien en alguna de las terrazas; alguien de aspecto extranjero y algo entrado en años, creía recordar. Y puede que viese a alguien más leyendo un libro al mediodía, refugiado del sol estival en la sombra de sus terrazas. Sabía, de todas formas, que la población de aquella zona era casi toda extranjera: gente que compró sus casas por pocos millones de las antiguas pesetas en el boom del turismo de los setenta, y ahora las aprovechaban en los meses de verano. Otros pasaban allí los años de jubilación para aprovechar el sistema de salud público español. Eso, y el clima, siempre bondadoso, eran dos argumentos de peso. Pero a pesar de eso, aquella zona de la urbanización estaba extrañamente vacía.

Se encogió de hombros. No le interesaban gran cosa los vecinos. Nunca había sido demasiado social, ni le apetecía conocer a nadie. Daniel se conformaba con poco: poder pagar la hipoteca y disfrutar de su nuevo hobby: la tranquilidad y la belleza del inesperado entorno natural que había encontrado.

Se metió dentro y, por un tiempo al menos, se olvidó de la mudanza.

V

Un par de días más tarde, se despertó a media noche. Había estado dormitando, enredado en sueños inquietos. En ellos, hacía cola junto a un grupo de personas, en un pasillo demasiado estrecho como para intentar levantar los brazos. No podía ir hacia adelante, y tampoco podía retroceder, así que sólo quedaba permanecer en el sitio mientras el número de personas a su alrededor iba creciendo lenta pero inexorablemente. Pero cuando se encontraba ya prácticamente sepultado por la masa que lo rodeaba y empezaba a sentir la claustrofobia y la asfixia, despertó abruptamente, con la respiración agitada.

Sin embargo, como descubrió casi inmediatamente, no despertó por las circunstancias del sueño, sino por otra cosa. Tardó todavía un par de segundos en concentrarse, pero entonces estuvo claro: eran ladridos. Ladridos de un perro.

Como aquella mañana días atrás, Daniel se levantó de la cama, con el aire cálido de la noche envolviéndole. Se desplazó hacia el salón, y de allí salió a la terraza. El aire era allí más fresco, pero también los ladridos eran altos y poderosos; tanto, que por un momento pensó que el perro debía de estar justo en algún lugar a su lado, quizá tras los grandes maceteros que no había tenido tiempo de acondicionar y que yacían desprovistos de plantas. Pero no estaba allí. El ruido venía del jardín de abajo.

«El del vecino nuevo. Es el perro del vecino nuevo.»

Se asomó, y dio un respingo.

Allí estaba. Aunque la luz era escasa y parecía provenir en su totalidad de un par de farolas que arrojaban una mortecina claridad sobre la escena, distinguió perfectamente un pastor alemán de considerable tamaño, con los belfos replegados. Miraba hacia arriba, directamente hacia él, pero sin levantar la cabeza. De esa forma, el orbe de los ojos formaba una burbuja de un color oscuro.

«Tiene la cola entre las piernas —pensó—. Ojalá pudiera recordar lo que significa... ¿está asustado, o preparado para atacar?»

El animal estaba sujeto por una correa metálica a la que la luz le arrancaba fríos destellos, pero no le procuraba demasiada movilidad. Apenas sí podía llegar a una caseta de plástico de un color verde botella que alguien había emplazado en un lado: apenas un cubículo infame con una abertura oscura. De tanto en cuando levantaba las patas en actitud amenazante y se dejaba caer de nuevo, sin parar de ladrar.

Daniel se retiró hacia atrás para que el animal no se sintiera amenazado, y permaneció allí unos segundos. Los ladridos, sin embargo, continuaron, intensos, llenando el aire con una cadencia abrumadora. La vivienda estaba ubicada en una vaguada, por lo que los ladridos resonaban con ecos atroces en la distancia, repitiéndose incesantemente y creando una película que reverberaba en su mente.

—Vale, perrito... —musitó, pero su propia voz le sonó demasiado grave y distorsionada y dudó que el perro, de todas formas, la hubiese oído. Desechó rápidamente la idea de intentar calmarlo de esa manera; intuía que sólo conseguiría excitarlo aún más.

«¿A qué espera el dueño para salir a callarlo?», pensó mientras miraba alrededor. La calle estaba tan tranquila como la había conocido siempre, y en las aceras había tan sólo cuatro vehículos aparcados. «No puede ser que siga durmiendo con ese ruido. A menos que...»

Miró entonces a la puerta de salida del jardín, pero no vio ningún coche aparcado. Era bastante improbable que nadie viviese en aquella zona sin un vehículo: el supermercado más cercano estaba a algo menos de un kilómetro, pero para llegar hasta él había que subir una cuesta enorme y luego descender mansamente por una colina, hasta la zona comercial. Eso significaba, invariablemente, que a la vuelta había que sufrir una lenta ascensión para luego bajar abruptamente, cargado con bolsas. Tampoco había negocios cerca, ni centros de salud, farmacias o bares de ningún tipo. No, hacía falta un vehículo.

«Entonces se ha ido, quienquiera que sea —dijo una voz en su cabeza—. El hijo de puta se ha ido y por eso ladra el perro, porque no tiene ni puta idea de dónde lo han dejado o cuál es su territorio. Por Dios, que los vecinos no sean panaderos o gorilas de discoteca. Que no sean prostitutas que trabajan de noche —pensó con cierta desesperación—, que no sea eso, porque entonces... entonces ya puedo despedirme de volver a dormir.»

Volvió al interior, y se retiró hasta el dormitorio, todavía perplejo por la nueva situación. Se sentía desorientado, como si alguien hubiera entrado en su casa y le hubiese quitado una de las cosas que más apreciaba: la tranquilidad.

Era como si los ladridos taladrasen las paredes. El ruido llenaba la habitación, algo más apagado que en la terraza pero igual de persistente y enervante, así que después de tumbarse en la cama brevemente, comprobó que no podría conciliar el sueño en esas condiciones. Cerró la puerta del dormitorio, pero el sonido, sin embargo, continuaba siendo el mismo; todavía llegaba por la otra puerta de la habitación que conducía a la terraza de atrás. Cerrar la puerta corredera no ayudó en absoluto, tampoco: el verano estaba ya demasiado avanzado y sin esa ligera brisa nocturna entrando por la ventana abierta, el cuarto se convirtió poco a poco en una especie de receptáculo hermético donde uno tenía la sensación de que faltaba el aire. Incluso así, el sonido de los incesantes ladridos llegaba hasta sus oídos. Apagado y brumoso, sí, pero seguía ahí.

Daniel estuvo dando vueltas en la cama durante las dos horas siguientes, sin que el perro detuviera su ladrido en ningún momento. Deseó, rogó, que los nuevos vecinos volvieran de donde quiera que se hubieran ido a aquellas horas de la noche, pero no ocurrió tal cosa. Luego los maldijo en silencio, y pensó que tendría una charla con ellos en cuanto tuviera oportunidad. Les diría una o dos cosas, y durante un rato, arropado siempre por los ladridos incansables del animal, se entretuvo imaginando la conversación y llevándola a extremos exacerbados: se imaginaba expulsándolos del que fuera su paraíso con su perro-demonio, para siempre.

A ratos abría la puerta corredera y sentía que la brisa le daba una tregua; se decía que podría conciliar el sueño de alguna forma, pero entonces descubría que el martilleo en su cabeza era algo que no podía ignorar, y se revolvía otra vez entre las sábanas, sudoroso, mientras los minutos en el reloj parecían reptar lentamente. Las dos y media. Las dos cuarenta y nueve. Las tres.

En algún momento entre las tres y cuarto y las cinco de la mañana, se durmió, aunque luego no supo decir si el pastor alemán se había callado o había acabado conciliando el sueño a pesar del ruido. Luego, sin embargo se encontró mirando el techo otra vez, con el monótono ladrido envolviéndolo todavía. Entonces... entonces supo que no podría dormir más y abandonó la cama.

Pasó el resto del tiempo en el despacho, delante del ordenador. Tonteó con los ficheros, sin hacer ningún progreso real con su trabajo. Allí el ruido era todavía mayor, así que su mente divagaba pensando en lo que le diría a su nuevo vecino. Ahora se imaginaba ahorcándolo con la cadena de hierro, con el torso desnudo y los músculos de los brazos tensos como si estuvieran esculpidos en piedra, mientras su perro-demonio yacía en un charco de sangre. Pero tan pronto la imagen se formó en su mente, difusa, sacudió la cabeza, esforzándose por alejar esos pensamientos. Por añadidura, los ojos le escocían y los sentía como si estuvieran rebozados de arena; la pierna derecha subía y bajaba a una velocidad constante, golpeando el suelo con la zapatilla sin talón:
TAP, TAP, TAP, TAP
.

A las ocho y media se vistió con lo primero que pudo encontrar y se dispuso a visitar a su vecino. El pastor alemán ladraba. Quería encontrarlo en casa antes de que se fuera, si es que alguna vez había estado allí. Seguía sin ver ningún coche aparcado en la puerta, pero si no lo intentaba al menos estaba seguro que se arrepentiría durante el resto del día. No tenía, por supuesto, ninguna intención de ahorcarlo con la cadena de hierro; ya había tenido demasiada violencia en su vida, y había vivido rodeado de ella durante demasiado tiempo como para considerarlo siquiera. Hablaría con él. Ese perro necesitaba
que le arrancaran la lengua de cuajo
, un bozal, por lo menos hasta que se acostumbrara al nuevo entorno.

Recorrió el largo pasillo distribuidor que conducía a la calle y bajó luego hasta la vivienda. La mañana era clara, y el cielo despejado auguraba otro día de sol intenso y calor. Incluso a esas tempranas horas, la temperatura era ya alta y Daniel descubrió que tenía la frente cubierta por un velo de sudor. En unas horas, pensó, las playas se llenarían otra vez de extranjeros que pagarían precios desorbitados por sus paellas, y las piscinas comunitarias estarían plagadas de niños rubios que se bañan con camisetas y gorras con protecciones laterales. Un día maravilloso; se dijo que aún podría serlo para él también si conseguía hablar con sus vecinos.

Pero allí sólo encontró al perro, que le miraba desde su encarcelamiento a unos cinco metros, guardando la puerta de la casa. Era un buen ejemplar y hacía magníficamente bien su trabajo exhibiendo unos terribles dientes y haciendo pequeñas cabriolas, como diciendo: «Voy en serio, tío. Acércate aquí y hundiré los colmillos en tu garganta si me das la oportunidad».

Daniel tragó saliva y pulsó el timbre de la puerta, pero como había temido, no contestó nadie.

VI

Hacia el mediodía, Daniel estaba visiblemente cabreado. El enorme pastor alemán le había dado intervalos de tranquilidad de apenas quince minutos, pero cada uno de ellos le proporcionaron ensoñaciones cargadas de promesas. Sin embargo, sin ninguna razón aparente, el animal volvía a la carga al cabo de un rato, y la esperanza de volver a la tranquilidad desaparecía.

El trabajo había ido mal. Era como si sus esfuerzos por concentrarse fuesen inmediatamente aniquilados por los incesantes ladridos. Estuvo intentando avanzar con unas funciones esenciales de control de paquetes, pero a última hora descubrió que no sólo estaba muy lejos de terminarlas, además había provocado inadvertidamente otra nueva serie de errores en las plantillas de hojas de estilo.

Cuando descubrió eso, Daniel cruzó el salón dando grandes zancadas y se asomó a la barandilla de la terraza. Tenía los puños cerrados, y apretaba los dientes tan fuertemente que chascaron con un ruido estridente. El perro, que quedaba inmediatamente debajo de él, pareció darse cuenta casi inmediatamente de su presencia y se revolvió sobre sí mismo, aumentando el tono y la cadencia de los ladridos. La cadena que lo ataba producía un ruido metálico como respuesta a sus movimientos.

—Hijo de puta... —exclamó Daniel, con una expresión gélida en el rostro.

El perro ladraba, con los dientes expuestos en una mueca atroz, como la de una gárgola. Espesos goterones de saliva caían pesadamente desde sus fauces hasta el suelo empedrado.

—¡Cállate! —le gritó—. ¡CÁLLATE!

Ahora, el pastor alemán daba vueltas hacia uno y otro lado, histérico. Daniel se quedó mirándolo, mientras la cadena se le enredaba en el lomo y las piernas. Cada movimiento complicaba más las cosas. En cuestión de medio minuto, su movilidad quedó bastante limitada; continuó ladrando, pero algo en sus ojos y la postura de su cuerpo le daban ahora una nueva apariencia; ya no se sentía cómodo llamándolo “perro-demonio”, ahora transmitía sentimientos bien distintos, de pena y conmiseración. Por un instante, incluso, la tensión que llevaba acumulada en las últimas horas remitió ligeramente.

Se daba cuenta además de que al lado de la caseta había dos cuencos. Uno parecía haber contenido agua, y el otro una suerte de pienso para mascotas. El cuenco del agua se había volcado en algún momento, y la comida había sufrido el mismo destino... se había desparramado por todas partes y convertido en una especie de pasta blancuzca que sus patas se habían encargado de machacar.

—Jesús.… —murmuró. «Si esta gente no vuelve pronto —pensó—, ese perro lo pasará mal». El calor era, efectivamente, insoportable. No tenía un termómetro cerca, pero el sol del mediodía, incidiendo directamente sobre el animal, debía de tener una sensación térmica cercana a los treinta y cinco grados.

Aun así, los ladridos seguían siendo insoportables, así que decidió volver dentro y cerrar la puerta de las dos terrazas. Esto cortaba completamente la tímida brisa que circulaba por el interior de la casa y convertía las habitaciones en las antesalas del infierno, pero amortiguaba algo los ladridos y él necesitaba volver a concentrarse en el trabajo.

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