Edén interrumpido (10 page)

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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Terror

BOOK: Edén interrumpido
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Daniel intentó defenderse; quería explicarle lo que había pasado, que había estado sometido a un intenso estrés y que el perro del vecino había convertido su vida en un infierno. Quería explicarle lo de la gripe, y explicarle que haría lo que hiciese falta para terminar de depurar la aplicación. Hasta estaba dispuesto a coger un avión y trasladarse a las oficinas de la empresa, en Madrid, para trabajar codo con codo con Joseph y todo el Departamento de Calidad. Quería decirle que llegarían a tiempo, que lo conseguirían... pero Bernard no quería escuchar nada de todo aquello. Soltó unos cuantos gritos en francés y colgó sin despedirse.

Daniel se quedó sentado. El grifo de la ducha dejaba caer una gota que, cada pocos minutos, arranca un sonoro
PLOC
del plato de la ducha.

Salió fuera, y los ladridos le envolvieron. El dolor de cabeza era como la broca de un desquiciante taladro eléctrico, pero su cabeza estaba ocupada con otros pensamientos y ni siquiera reparó en ello.

Miró alrededor. Los rayos del sol entraban por el amplio ventanal y se desparramaban por todo el salón, bañando la estancia de un precioso tono dorado. En la pared donde incidía la luz, colgaba una foto de un burrito con sombrero de paja. El cielo había perdido todo su esplendor azul y lucía amarillento. Ni siquiera recordaba haber reparado en la foto; llevaba tan poco tiempo viviendo en esa casa... pero ahora se le antojaba bonita: el burrito parecía sonreírle a través del tiempo. Seguramente fue importante para alguien, alguna vez.

No supo decidir qué hacer. Quizá podría componer un email o dos explicando que no todo estaba perdido, pero de alguna manera, intuía que no había nada que hacer. Había probado los aspectos más importantes del programa, pero no recordaba haber sometido a pruebas muchos de los rudimentos del programa. ¿Había probado las funciones para añadir, quitar y editar servidores de las listas de trabajo?. En esos momentos, no podía recordar haberlo programado siquiera.

Mecánicamente, se movió hacia la puerta de la calle. Fue como un acto simbólico, una pequeña representación de lo que sentía que sería su futuro en poco tiempo. No sólo acababa de perder a su mejor cliente; además, no iba a cobrar el trabajo ya hecho, así que no podría contratar a un abogado para estudiar el caso de su vecino. Se vería obligado a pagar seis mil euros que no tenía, más la cantidad que la empresa le requiriese en concepto de indemnización por incumplimiento de contrato.

Perdería la casa, y además, el banco todavía le reclamaría el pago de la hipoteca que había contratado. Sin familia, y sin amigos que pudieran echarle un cable, era el momento de aceptar que su vida acababa de dar un giro totalmente inesperado.

Y todo, por ese... ese perro-demonio.

Lentamente, sin ser todavía consciente de lo que hacía, se deslizó por el pasillo, dejando que sus propios pasos le condujesen. Unos pajarillos salieron volando de los aleros, y sobrevolaron el jardín para desaparecer entre las ramas de unos eucaliptos lejanos. Daniel no los vio. Siguió caminando hasta que se encontró en la calle, y desde ahí, quizá inconscientemente, descendió la cuesta dando pequeños pasos hasta que terminó ante la puerta de la casa donde Mario se desgañitaba ladrándole al mundo.

Daniel levantó la cabeza, y se encontró con su mirada.

Lo odió al instante. Odió sus ojos redondos y desorbitados, sus fauces inmundas, la baba blancuzca que colgaba de su labio inferior, y su pelaje marrón con manchas oscuras. Mario ladraba, prodigándose en cabriolas para intentar representar una amenaza, pero Daniel se descubrió saltando nuevamente la verja. Los puños, cerrados, reflejaban la crispación encendida de sus ojos. La vena del cuello sobresalía como un cable de acero, y sus labios replegados mostraban una hilera de dientes apretados.

El animal retrocedió, intentando moverse hacia los lados; la cadena de hierro, sin embargo, le permitía poco margen de maniobra. El collar parecía estar a punto de ahorcarlo, y las orejas, replegadas hacia atrás, hacía que los ojos sobresaliesen como canicas.

Mario estaba saturado por las señales que recibía. Podía oler la adrenalina llegando hasta su olfato, contundente como un mazazo.
Algo
había superado lo que pensaba que era su espacio, y no parecía detenerse pese a sus esfuerzos. Había ladrado tanto, y durante tanto tiempo, que ahora no sabía qué más hacer. Tampoco estaba seguro de que aquél fuese un lugar que él tuviera que defender o cuidar: su amo sólo venía cada cierto tiempo, al fin y al cabo, y por eso tenía esa extraña sensación de que quizá debiera estar en alguna otra parte. Allí ni siquiera podía moverse, ¿cómo iba a hacer su trabajo? Sin duda alguna, estaba en el lugar incorrecto. Por eso ladraba, ladraba y ladraba, para que el amo lo escuchase. Si ladraba lo suficiente, el amo lo recogería y lo llevaría donde estaba
su sitio
, donde
antes
.

Pero ahora,
Algo
se estaba acercando cada vez más. Tiraba con toda la fuerza que era capaz de desarrollar, pero el collar lo asfixiaba y le hacía daño en el cuello. Si
Algo
continuaba, no sabría decir qué se esperaba de él. ¿Tenía que proteger ese lugar?, ¿o tenía que huir? No lo sabía. El olor lo estaba volviendo loco: le decía que había
peligro
;
Algo
despedía toneladas de moléculas de olor cargadas de adrenalina, pero... si atacaba y se equivocaba... Bueno, ya había pasado por eso una vez. Le dieron tantos golpes que estuvo sin moverse una semana, apoyado sobre el costado y respirando trabajosamente.

Algo
estaba prácticamente a su lado. Mario se había enredado tanto con la cadena que cada movimiento le arrancaba llamaradas de dolor. Por fin, se quedó tendido, gruñendo.

Daniel pasó una pierna por encima de su cuerpo y se subió a horcajadas. Mario gimió, lanzando un aullido lastimero. Tenía las fauces abiertas, aunque su sometimiento era casi total. Se esforzó por girarse para mirarlo, pero la cadena estaba enroscada alrededor del cuello y el collar y ya no podía conseguir ni eso.

Ahora que el perro se había callado, Daniel escuchaba un pitido agudo en la cabeza. Era intenso y vibrante, como el de un diapasón, y se solapaba al sonido de su propio corazón, latiendo en su pecho. Pero eso era todo: la cadena tintineaba, cantarina, pero no podía escucharla. Sentía el aliento caliente del animal en la cara, y la lengua rosada con manchas blancuzcas colgando a un lado le provocó un acceso de arcada. Pero a pesar de todo, cogió la cadena enroscada alrededor de su cuello y empezó a tensarla, enroscándola alrededor de sus antebrazos.

Mario gimió aún más. Intentó revolverse, pero estaba completamente inmovilizado; la cadena se hundía en el pelaje y la carne como si fuera a seccionarlo. El peso de Daniel y la presión que ejercía con las piernas tampoco ayudaban. El pastor alemán estiró una pata y la apoyó contra el pecho de Daniel, pero éste siguió tirando de la cadena, con los dientes apretados y el rostro encendido. Quería destruir su garganta. Quería apagar su voz.

Mario intentó una sacudida final. Intentó ladrar, pero el aire ya no pasaba por su garganta. Daniel se mostró firme, aunque la cadena estaba raspando la piel de sus brazos y la sangre comenzó a manar, tibia y hedionda. Las moscas volaban, golosas, y bebían voraces del líquido vital.

El animal se sintió resbalar por un tobogán lento que conducía a un mar de oscuridad, y por fin, se quedó inmóvil. Daniel no cejó, incluso cuando el pastor alemán parecía ya un peluche roto y descosido, y la enorme cabeza yacía inerte en un ángulo inverosímil.

Sólo después de un rato, Daniel dejó de hacer presión. Liberó la cadena de sus brazos y se dejó caer, exhausto, al lado del cuerpo muerto. Se tumbó de espaldas en un charco de orina reseco que olía a putrefacción, respirando pesadamente. Las heridas de los antebrazos escocían, pero el sol le daba de pleno y era agradable, y cerró los ojos suavemente.

Y no era el sol, por cierto, el que actuó como un bálsamo sobre su cuerpo agotado.

Era el silencio.

XVIII

Daniel fue encontrado dormido junto al cadáver del pastor alemán a las seis y cuarto de la tarde, cuando su vecino, el abogado Isaac Alarcón Jurado, regresaba a su casa. Ni siquiera intentó despertarle: llamó a la policía con su teléfono móvil y un coche se lo llevó a comisaría veinte minutos más tarde. Daniel hablaba en susurros y murmuraba algo sobre sus voces. Uno de los policías quiso saber a qué se refería. Daniel señaló su cabeza y dijo: «Hablen... más... bajo».

Daniel lo confesó todo antes de que pudiera hablar con un abogado. Éste, un apático cincuentón hastiado de su trabajo, llegó tarde al interrogatorio porque había pasado la tarde durmiendo ciertos excesos con el alcohol. Cuando finalmente hizo aparición, le preguntó a Daniel si había alegado defensa propia. Éste le dijo que el perro no le había atacado, pese a las marcas de los brazos, y el abogado se encogió de hombros. Le dijo que le impondrían una multa, pero que no iría a la cárcel. «Nadie va a la trena por maltrato animal en España.» Daniel no preguntó nada; tenía la mirada ausente y parecía demasiado ensimismado como para interesarse por algo relacionado con su destino.

Sin embargo, al día siguiente, el caso saltó a las noticias a través de un pequeño periódico local. Alguien más se hizo eco en una popular red social en Internet y, por la noche, varias docenas de miles de internautas indignados por la violencia animal, intercambiaban fotos y comentarios exaltados sobre la terrible crueldad de Daniel. Alguien creó un grupo llamado CARCEL PARA EL ASESINO DE PERROS.

Esa misma noche, el canal #Mario llegó a ser un tópico relevante a nivel nacional en la red
Twitter
.

Un día más tarde, la noticia pasaba a los telediarios de las principales cadenas y otros medios impresos. Su abogado se lo explicó: «Si hubiera rociado gasolina sobre una adorable anciana no se habría armado tan gorda —dijo— pero mató un animal con sus manos desnudas. La gente no soltará este hueso fácilmente, si me permite la broma».

El caso pasó a juicio. Se mencionó el artículo 337, que fue leído en la sala:
Los que maltrataren con ensañamiento e injustificadamente a animales domésticos causándoles la muerte o provocándoles lesiones que produzcan un grave menoscabo físico serán castigados con la pena de prisión de tres meses a un año
. Su abogado protestó: no existían antecedentes de aplicación de una condena penal en España, y no veía por qué su cliente, que no tenía antecedentes, tenía que cambiar eso. Añadió que el caso estaba mediatizado, pero el juez lo llamó al orden. Existían, al parecer, causas pendientes, como una denuncia previa donde el inculpado había sido hallado en la propiedad del demandante con una manifiesta intención de acabar con el animal de referencia. El juez dictó sentencia: el inculpado tendría que pasar en prisión los siguientes diez meses y satisfacer una multa, interpuesta por vía administrativa, de once mil euros.

La sentencia fue celebrada en Internet. Un periódico de cierto renombre publicaba una reflexión sobre los actos de desmesurada barbarie cometidos por Daniel, condimentado con una buena cantidad de demagogia barata. Se mencionaron temas tan dispares como la violencia de género o la conciencia moral de los maltratadores. Un famoso periodista dijo en
Facebook
: «Hoy España es un poco mejor».

Daniel fue conducido a una cárcel ubicada al norte de la provincia. Cuando llegó, los otros presidiarios reconocieron su foto: la habían visto en las noticias. Nadie le miró con buenos ojos, pero si Daniel percibió algo no dijo nada.

Cuando cayó la noche, Daniel, todavía recluido en una especie de mundo interior, estaba solo en una celda. Aún faltaba la evaluación psicológica y hasta que ésta se llevase a cabo, estaría apartado del resto de los presidiarios. Las luces se apagaron, y casi como si alguien hubiera accionado un segundo resorte, el murmullo de las conversaciones en los pasillos disminuyó hasta desaparecer completamente. Daniel cerró los ojos, embriagado por el silencio.

Muy lentamente, sus labios se curvaron para esbozar una tímida sonrisa. Y entonces, cerró los ojos y una única lágrima resbaló por su mejilla.

XIX

El inspector de policía cerró la carpeta con el caso en el que había estado trabajando toda la tarde. Miró el reloj: las nueve y media. Sacudió la cabeza; tenía pensado terminar mucho antes. Para cuando llegara, su mujer habría acostado ya a su hija de nueve meses; otro día más sin verla. Era una mierda, pero al menos no era una mierda tan grande como la que tenía delante.

En ese momento, la puerta de su pequeño despacho se abrió.

—¿Cómo va? —preguntó el agente que acababa de entrar. Llevaba el uniforme impecablemente planchado, lo que demostraba que acababa de incorporarse a servicio. El inspector frunció el ceño: esas cosas no se le escapaban, pero a veces deseaba poder relajar un poco esa manía de analizar las cosas.

—Creo que pediré cargos para esos hombres —contestó.

El agente asintió, ceñudo.

—¿Algo grave? —preguntó al fin—. Eran buenos funcionarios, sin ninguna mancha en sus expedientes. Y lo confesaron todo cuando descubrieron el pastel.

—Ya veremos. No lo decido yo. Pasaré el informe.

—Pudo haber ocurrido igualmente... —opinó el agente.

—Lo dudo... —soltó el inspector—. Si le hubieran realizado una inspección psicológica antes del ingreso, habrían encontrado que era una bomba de relojería. Tenía antecedentes genéticos.

—Su padre... —dijo el agente.

—Sí.

El agente asintió.

—El informe no dice cómo lo hizo exactamente, por cierto. Sólo lo de la perforación...

El agente se encogió de hombros.

—Con el cepillo de dientes. Se perforó el cerebro introduciéndolo por el oído —dijo.

El inspector reprimió un escalofrío. Estaba acostumbrado a ver cosas que harían vomitar a cualquiera, pero no esperaba ese dato.

—De todas formas, lo que hicieron fue una putada. Poner aquella grabación con ladridos bajo su ventana... ¿cómo se les ocurrió?

—Es un caso especial —contestó el agente—. La prensa y la televisión hicieron causa con lo de ese animal. Hasta se publicaron fotos falsas de un perro ensangrentado. Ya sabe cómo es la gente. Pueden poner una noticia al mediodía sobre una matanza en México y seguirán masticando la comida de sus platos. Pero no les enseñes un animal maltratado... se escandalizarán tanto que se les pondrá el pelo blanco. Supongo que esos hombres quisieron darle una pequeña lección.

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