Edén interrumpido (6 page)

Read Edén interrumpido Online

Authors: Carlos Sisí

Tags: #Terror

BOOK: Edén interrumpido
10.31Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Es un feo asunto —continuó diciendo el administrador—. Por lo que hemos podido saber, parece que tiene ahí un superladrador, y el cuerpo humano no está diseñado para aguantar eso.

—¿No? —dijo Daniel.

—No. Créame. Yo he pasado por eso. Compré una casa preciosa hace un par de años. Era perfecta, lo que mi mujer y yo habíamos estado buscando durante mucho tiempo. Hasta la ubicación era idónea, y ya sabe lo que dicen: hay tres cosas que debe uno observar cuando compra una casa: ubicación, ubicación y ubicación.

Daniel asintió.

—Sin embargo, me pasó lo mismo que a usted. La casa era perfecta: el entorno no. Mi vecino era un indeseable. Ponía música todos los días a volúmenes desquiciantes, y cuando no era algún tipo de
champa-champa
del infierno, era la televisión, o alguna fiesta de esas que duran hasta las cuatro y las cinco de la mañana. —Hizo una pausa, y a través del auricular, Daniel escuchó un sonoro suspiro—. Pero no quiero aburrirle con mis historias. Lo que le vengo a referir es que después de muchas, muchas gestiones, después de dos años pusimos la casa en venta.

Daniel pestañeó. Las palabras del administrador resonaron en su mente levantando ecos cavernosos. Dos años.
Dos años
. Él acababa de embarcarse en una hipoteca a cuánto... ¿treinta, treinta y cinco años?. Ni siquiera estaba seguro de poder vender aquella casa aunque quisiese. Recordaba las palabras del vendedor de la inmobiliaria cuando decidió comprar la casa:

«Con el euro subiendo de forma imparable, los extranjeros ya no reciben tanto dinero al cambio por sus pensiones en libras... su poder adquisitivo desciende cada año. Así que se van a otros países.»

«Se van a otros países.»

Sabía que las ofertas de pisos en venta no hacía más que crecer, y que la demanda caía en picado a cada semana. Y aunque no fuera así, ¿de verdad estaba planteándose dejar su casa? Qué lejos parecían quedar los días en los que aquel lugar le había parecido un paraíso; cómo había degenerado todo en apenas una semana.

—No quisiera desmoralizarlo —dijo el administrador casi a continuación— pero las cosas están así. En Estados Unidos hay leyes para este tipo de problemas, leyes de Disrupción de la Tranquilidad, pero en España las cosas son más complicadas. Si avisa a la policía, su política es involucrarse lo menos que puedan. Suelen declarar el
statu quo
, se suben a su coche y vuelven a irse, dejando las cosas exactamente como las encontraron.

—La policía me dijo que acudiese a Sanidad, en el Ayuntamiento.

—Puede hacerlo —admitió el administrador—, pero si lo hace a título personal, no le servirá de nada. Por cierto, el organismo adecuado es Seprona. Le diré qué ocurrirá: le pedirán fotos, firmas de otros vecinos afectados, y luego irá un perito a registrar el nivel de ruido. Utilizan un cronómetro para registrar el nivel de ruido, y si el ruido no es constante durante una cantidad de tiempo determinada, no pasa la prueba. Se van y se olvidan del tema. O imagine que el perito viene justo en esos breves intervalos de tiempo en el que el animal se mantiene callado. Y sólo tiene una oportunidad. Ningún perito vendrá dos veces a registrar el problema.

—Oh, por el amor de Dios... —exclamó Daniel—. ¿Qué puedo hacer entonces?

—Su vecino... ¿maltrata al animal?

—Joder. Yo diría que sí. Lo deja ahí atado por períodos de cuarenta y ocho horas, puede que más. El agua se le acaba, la comida se desperdicia. El animal tiene que cagarse encima. A veces tiene mierda en el lomo y en la cabeza. Luego viene de vez en cuando, le suelta un chorro con la manguera y se va. Si eso no es maltrato...

El administrador suspiró.

—Temo que no sea suficiente —explicó el administrador—. Entiéndame, estoy de acuerdo con usted, ES maltrato... pero estaba pensando que quizá podríamos enfocarlo por SEPRONA, el Servicio de Protección de la Naturaleza de la Guardia Civil. Ellos esperan un umbral de maltrato más... más físico.

—No sabía que se ocuparan también de animales domésticos —dijo Daniel.

—Sí, sí lo hacen. Pero casi nunca da resultado. Su amigo tendría que dejar al pobre animal hecho un Santo Cristo para que hicieran algo, ¿sabe? Tendrían que llegar cuando él sujeta una maza medieval llena de pinchos sobre su cabeza.

—No puedo creerlo.

—Pruebe a llamarles, de todas formas. Me gustaría hacer más por usted. He leído mucho sobre este problema, y creo que las autoridades no le prestan suficiente atención.

Daniel asintió, pero sin decir nada. El desánimo empezaba a hacer mella en él.

—¿Recuerda la secta
Branch Davidians
, en Texas? El Gobierno Federal intentó empujarlos a su límite utilizando solamente sonidos, incluyendo el de animales en peligro, y vaya si lo consiguieron. Hay muchos casos así. Por ejemplo, la milicia de Estados Unidos utilizó la misma técnica cuando sacaron a Manuel Noriega de su santuario, en Panamá, porque sabían muy bien que ese tipo de sonidos son tan irritantes que la gente termina por enloquecer. Mientras se soluciona esto o no, permítame un consejo: hable con su médico. Le dará algo para aliviar el estrés.

Daniel no sabía nada de la secta Branch Davidians, aunque lo relacionaba con algo remoto que pudo haber ocurrido en... Texas, quizá. O Wisconsin. Son cosas que uno suele ver en la tele con la mirada indiferente, como toda esa gente que sufre guerras, o hambruna, en otros continentes. Eran cosas que nunca le ocurren a uno. Pero ahora se sentía horrorizado de que alguien pudiera recurrir a tácticas tan sucias para lograr un propósito, aunque fuera un fin noble.

—Nunca he necesitado nada de eso... —explicó Daniel, más para sí mismo que como respuesta.

—Debería preocuparle, no es cualquier cosa. ¿Quiere saber lo que ocurre cuando un perro ladra? Que el cuerpo se pone en tensión. Esto no es banal, es un mecanismo de defensa codificado en nuestra memoria genética. Llámelo sistema hormonal, si quiere, pero regula esa parte primitiva del cerebro que nos hace reaccionar a los mensajes de desesperación o amenaza que están implícitos en un ladrido.

—Eso... ¿es una teoría personal suya, o lo ha leído en alguna parte? —preguntó Daniel.

—Tuve un colega que asistió a un juicio por lo civil y me pasó las notas. Me interesó mucho, porque estas cosas ocurren con frecuencia. He estado buscando el archivo con la transcripción de un médico que el abogado presentó en el juicio. ¿Quiere que le lea un trozo interesante?

—Siga... —respondió Daniel. Algo en el tono de voz y la cadencia lenta con la que aquel hombre pronunciaba cada palabra le había hecho concentrarse en la conversación.

—Cito: «Cuando se está tenso, el cuerpo envía impulsos eléctricos que le dicen a los órganos que trabajen más rápido. Las pupilas se dilatan, el corazón se acelera y el ritmo de la respiración se incrementa porque los pulmones necesitan más aire. Los músculos del sistema vascular reaccionan de forma que la sangre es bombeada a los órganos más importantes del cuerpo, con la única excepción del sistema digestivo. Por eso la digestión se interrumpe o se ralentiza, en el mejor de los casos, y las manos y los pies se quedan blancos». ¿Me sigue usted?

—S-sí... —soltó Daniel.

—Bien. Veamos... bla, bla, bla... Ah, sí, aquí hay más: «Un ladrido puede parecer simples ondas de sonido, pero éstas son en realidad entidades físicas que crean reacciones físicas en nuestros cuerpos».

—Tiene sentido... —admitió Daniel.

—Pero aquí viene lo bueno: «El ladrido ocasional es un mal menor; cuando pasa, el cuerpo abandona el estado de alerta y regresa a la normalidad. El ladrido crónico es el que debe preocuparnos. Con cada ladrido, el sistema nervioso reacciona más rápido y tarda un poco más en volver a la normalidad. Si permanece expuesto a los ladridos, el estado de tensión no disminuye, y todos esos órganos sufren» —hizo una pausa—. Y fíjese lo que añade el doctor al final: «Diría que una persona sometida al martilleo incansable de un ladrador es una vía rápida hacia un desequilibrio tanto mental como fisiológico».

—Oh, está bien —dijo Daniel—. Entonces me recomienda que vaya a mi médico.

—Eso por un lado —exclamó el administrador—. Y que pruebe con SEPRONA. Quizá pueda convencerlos de que vayan allí. Y quizá tenga suerte cuando eso ocurra. A mí personalmente los ladridos del perro de su vecino me están dando un ligero dolor de cabeza, y sólo hace unos minutos que empezamos a hablar.

Daniel asintió, agradeció al administrador la charla y se quedó sentado en el sofá, con el auricular en la mano.

«Desequilibrio mental. Chiflado. Loco. Chalado, ido, majareta, sonado, tocado... trastornado.»

¿Podría él acabar así? No le gustaba en absoluto la idea de tomar pastillas, ni siquiera algo suave para los nervios. Su padre tomaba muchas de aquellas cosas y acabó...

Sacudió la cabeza. No le gustaba recordar ciertos episodios de su vida.

«Trastornado. Trastornado de mierda.»

—No... yo no...

«¿Eres feliz, hijo? Porque la herencia genética existe, y la locura es como un pedo: tarde o temprano saldrá a la luz. Puedes intentar ocultarla con perfume, pero eso sólo hará que huela peor. ¡Vaya si tienes motivos para ser feliz!»

Entonces se dejó caer a un lado del sofá, ocultó la cabeza entre los cojines y se quedó dormido en el acto.

XI

Después de comer, un poco más recuperado, Daniel decidió probar con SEPRONA. Le escucharon con mucha paciencia e interés, pero cuando admitió que el perro no había sufrido maltratos físicos ni andaba por ahí suelto poniendo en peligro a viandantes o el tráfico de vehículos, no le ofrecieron ninguna solución viable. Daniel intentó hacer entender su situación, haciendo gestos y andando por el salón como si estuviera en mitad de una representación teatral, pero nada de lo que dijo pareció surtir efecto. Finalmente, Daniel sucumbió, y su tono de voz se volvió lastimero y suplicante.

El agente al otro lado de la línea pareció apiadarse un poco. Adoptó un tono confidencial y le dijo:

—Señor, he oído que lo que suele hacer la gente en estos casos es arrojarle al animal un trozo de carne con veneno.

Daniel pestañeó y se detuvo en seco.

—¿En serio? ¿En serio me está diciendo que haga eso?

—No le estoy diciendo que lo haga. Le digo que he oído que hay gente que lo hace.

Daniel asintió.

—Entiendo... —dijo con seriedad—. Muchas gracias.

—Adiós, buenas tardes.

Soltó un bufido, con la cabeza llena de imágenes sacadas de historias de venenos y envenenados más propias de Agatha Christie que de Daniel Morales. A esas alturas ni siquiera se preguntaba si el hecho de envenenar al perro era algo moralmente plausible, sino dónde demonios podría comprar esas cosas. Imaginó que había muchos productos que podría usar... cosas corrientes, como... ¿un trozo de carne bañado en lejía? No tenía ni idea si eso sería lo bastante dañino. ¿Y si no era mortal pero sí abrasivo? ¿Y si el perro comenzaba a dar vueltas sobre sí mismo, aullando como un poseso, mientras escupía colgajos de babas blancas enmarañadas en sangre? ¿Y si le miraba con los ojos enrojecidos y acusadores mientras se retorcía de dolor, sin poder morir?

Sacudió la cabeza de nuevo. Una cosa era eliminarlo de una forma fulminante, y otra asistir a un paroxismo de tortura.

«¿Y si no se come la carne, en primera instancia? Quizá la olfatee y decida dejarla a un lado. Seguramente esos animales tienen un sexto sentido para lo que pueden comer y lo que no. ¿Y si entonces el vecino la encuentra y descubre el pastel?, ¿qué pasaría entonces?»

¿Qué tipo de veneno podría usar? Existía veneno para ratas, y por lo que sabía, éstas no las detectaban... ¿funcionaría con un animal tan grande como un pastor alemán?. O veneno para plantas, de ese tipo que se usa para impedir el crecimiento... eso podría ser más plausible, pero de nuevo, ¿podría detectarlo con su olfato?, ¿sería
suficiente
?

Mientras pensaba, se dio cuenta de que estaba sudando copiosamente. Demasiado ir y venir por el salón. La ola de calor continuaba en lo que podía ser ya la semana más calurosa de todo el verano, y probablemente, de los meses venideros. Estaba pensando en salir un rato a la terraza para tomar algo de aire cuando sonó el móvil.

Cuando vio la pantalla, se quedó lívido.

BERNARD.

Era su jefe.

El jefe no acostumbraba a llamarle en mitad del proyecto. Normalmente, le dejaba trabajar hasta que él le enviaba los primeros prototipos, y a partir de ahí se sucedían cuatro o cinco días de trabajo intenso mientras ajustaban cosas y se arreglaban problemas.

«Pero aún me quedan dos semanas. ¿Cuánto tiempo me queda?»

Haciendo un esfuerzo y respirando agitadamente, Daniel intentó poner sus ideas en orden. Su cabeza pasó de los venenos para ratas al código PHP que empleaba para construir sus aplicaciones, a las hojas de estilo y los protocolos de comunicación con servidores remotos. Luego, mientras una última idea se le ocurría con demencial intensidad, apretó el botón de responder llamada.

—Sí —dijo, lacónicamente, como un autómata.

—¡Daniel! —dijo Bernard, con su acusada musicalidad francesa habitual—. ¿Cómo estás?

—Estoy bien —contestó.

—¡Muy bien! Muy bien... Oye, ¿cómo vas con la aplicación? Tenemos una reunión en Darmstadt la semana que viene, con gente de la ESA, y nos preguntábamos si podrías tener algo que enseñar para entonces, aunque queden flecos por pulir.

Daniel sintió un pequeño desmayo.

¡Flecos por pulir! La aplicación aún estaba lejos de estar operativa. Faltaba la mayor parte de la estructura principal, e incluso la presentación presentaba problemas. Intentó decir algo, pero sólo consiguió balbucear algo sin sentido.

—Daniel... no te entiendo —dijo su jefe—. ¿Qué has dicho?

—¿Para qué día lo necesita, de la semana que viene?


Bon
,
laissez-moi voir
... Sí, para el martes sería estupendo. Tenemos que instalarlo en un disco duro que se montará en sus ordenadores. ¡Salimos por la noche! —añadió con entusiasmo. Daniel casi podía sentir esa excitación a través de la línea. A Bernard, que había vivido en esa ciudad los últimos veinte años, casi nunca se le escapaba el francés.

Daniel consideró brevemente sus posibilidades. Incluso si trabajaba a destajo durante todo el fin de semana, no creía posible que consiguiera tener el proyecto en un estado aceptable para entonces. Necesitaría toda la semana siguiente, y hasta el fin de semana.

Other books

Faerie Tale by Nicola Rhodes
Eden by Gregory Hoffman
Capturing Angels by V. C. Andrews
The Toll-Gate by Georgette Heyer
City of Women by David R. Gillham
The Shadow Queen A Novel by Sandra Gulland