Ejército enemigo (7 page)

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Authors: Alberto Olmos

BOOK: Ejército enemigo
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A lo mejor el legado de Daniel, mil millones de letras estampadas al dictado de la exigencia informática, resultaba irrelevante. A lo mejor la intimidad, coto vedado, coincidía con su propio perímetro infranqueable, dentro del cual nada es íntimo, todo territorio de rutina, solar edificable de vulgaridad.

Yo por parcelas.

Entré en mi cuenta de correo. No había ningún mensaje. Apreté el botón de «Total de mensajes». Tenía 3.907.

Volví al mail de Daniel. Correo nuevo. Dirección: «Santiago Serrano». Asunto: «Hola». Cuerpo del mensaje: «Hola». Enviar.

Miré mi mail. Refresqué. Refresqué.

Refresqué.

Mensaje nuevo. Remitente: «Daniel Mansilla». Asunto: «Hola». Lo abrí.

«Hola», decía.

Y me quedé un buen rato pensando si contestarme a Daniel.

Las apestosas zapatillas seguían colgadas del cable, como los restos de un superhéroe. El par izquierdo quedaba más bajo que el otro, que sin embargo parecía lejos de dar su brazo a torcer, contraviniendo alguna lógica física sobre el peso de las cosas, y alguna convención social sobre el sentido de las suelas. El arte y la mierda calzaban un 42.

Sonó mi móvil mientras miraba el cielo sucio de mi barrio. En la pantalla aparecía la palabra «Nadie».

–Hola. ¿Maite?

–Soy Fátima.

–Ah.

Me pregunté cuándo acabaría el espiritismo tecnológico. Madres siendo Daniel, hermanas siendo Nadie. De inmediato, capté la ironía de mi propia pregunta.

–Perdona que te llame con el móvil de Daniel… Me doy cuenta de que, bueno, es un poco… Luego copio tu número, te hago una perdida, ¿vale?

Fátima, veinte años, todas las palabras por quemar.

–Dime, en todo caso.

–¿Puedes quedar? Me gustaría verte un día, hablar. Hay algo que quiero preguntarte. En persona.

Fátima, veinte años, en persona.

–Claro, claro. Sin problema. Esta tarde…

–Esta tarde no va a poder ser. Hay una mani.

–¿Cuándo no hay una mani?

–Vente si quieres.

–Yo no voy a manifestaciones.

Volví a mirar las zapatillas colgantes. Puedo hacer ganar mucho dinero a una operadora con mis silencios.

–…

–…

–¿Estás ahí?

–¿Y mañana?

–Venga, mañana, sí.

–¿No hay mani?

–¡Pero si es lunes!

¿Y? ¿Quién se toma en serio una protesta que se hace el domingo por la tarde? ¿Quién hace algo en serio los domingos por la tarde? Dime dónde estás los lunes y te diré por qué el sistema funciona.

–Yo
trabajo
, Fátima.

–Supongo. Podemos quedar cuando salgas, no hay problema.

Nombró dos o tres lugares para vernos. Yo sugerí otros dos. Al final encontramos un punto intermedio entre la checa comunista y la célula imperialista de lavado de cerebro: la cafetería de toda la vida.

–A las ocho me viene bien –dijo.

Colgamos. «Nadie» desapareció de la pantalla de mi móvil, a la espera de una nueva reencarnación. Me alejé de las zapatillas; en mi cabeza apareció una gran jeringuilla ahíta de líquido verde: el émbolo baja voluntarioso, la aguja guía la pócima hacia la vena precisa; un cuerpo muerto se pone en pie y rompe paredes con la cabeza.

Hubo varias secuelas de esa película.

Fátima llamó de nuevo, incidental. Registré su número y subí apresuradamente a mi casa.

La hermana de Daniel perdió la virginidad a los catorce años. Con «Charlie». Daniel había escrito a Charlie una vez, después de la ruptura. «Me encarga mi hermana que te devuelva…» En el ciberespacio, el mail de Charlie me llevaba a Carlos Pascual, y Carlos Pascual me llevaba al diario neoconsevador
Liberales
. «Charlie» era columnista. Su último artículo defendía, con encomiable pericia para los símiles gastronómicos, la pena de muerte. También hablaba en una tertulia de radio y había publicado un ensayo sobre nuevo periodismo on-line (2.ª edición). Su padre era asimismo periodista; su madre, funcionaria de distrito. Su distrito, el más exclusivo de la ciudad. El mismo distrito donde vivían los padres de Daniel, y seguramente todavía Fátima.

El padre de Daniel no era médico de atención primaria, como yo me había supuesto a la sombra inmensa de todo ese esfuerzo que hacía Daniel por no sacarlo en las conversaciones. Era catedrático de Medicina. Y su madre, profesora de Lengua y Literatura en un instituto. El instituto del distrito, claro. Charlie y Fátima se conocieron allí, antes de que Charlie fuera Carlos Pascual y Fátima, bueno, no milagrosa y nuevamente virgen pero sí atentamente atea. No se habían vuelto a ver desde segundo.

La mejor amiga de Fátima, o la más citada en sus mails, se llamaba Esperanza. Esperanza tenía un blog: Blogperativa. En él aparecía consignada la experiencia de un proyecto social llevado a cabo por una larga lista de nombres femeninos, populares como el agua: Ana, Clara, María, Magdalena, Marisa, Marta, etcétera y Fátima. Sus apellidos eran menos corrientes. Sus padres, menos potables. Diputados, cirujanos, biólogos, ejecutivos de multinacionales, astrónomos, concejales, consejeros, directores y alto funcionariado. El distrito donde la cooperativa de sus hijas manoseaba pobres y barajaba yonkis les quedaba a treinta minutos en taxi de su portal de mármol. Era el mío.

La cooperativa duró un año. El último post de Blogperativa daba cuenta de este punto final con una fiesta fotografiada hasta el hartazgo. Hijos de inmigrantes e hijas de burgueses bebiendo de los mismos vasos de plástico, riendo los mismos chistes y lacrando una amistad que duraría hasta que saliera el último metro. Fátima llevaba el pelo corto, con flequillo en escalera y una horquilla inútil y floral en el lado derecho. Sonreía en todas las fotos, se le veía el elástico de las bragas en algunas, miraba directamente a la cámara sólo en una. Parecía una chica a la que nadie le había preguntado nunca qué quería ser de mayor.

En primero de Derecho sacó muy buenas notas. «¿Sabías que la matrícula de honor sólo se puede conceder a uno de cada veinte alumnos?», le preguntaba a su hermano, indignada. «¿No te parece fascista?» (Busqué «fascista». Había ocho mil mails en el correo de Daniel que incluían esa palabra.) En segundo de carrera, Fátima se desentendió de sus calificaciones. Al menos, nunca las comentó con su hermano por mail. Se lió con una compañera de clase, Carmen. «Sigo bien con Carmen, ¡su madre me adora!» Lo dejaron un verano. «No ha sido sólo por Rubén.» Desistí de investigar al tal Rubén. «Marcos no lee nunca, pero sabe escuchar.» Desistí de investigar al tal Marcos. «Como es amigo tuyo, me da un poco de corte.» Era Carlos. Nota mental: Carlos se acostó con la hermana de Daniel y con la novia estándar de Daniel, María. «Uso el anillo, ahora», «me apetece despendolarme un poco», «ya sabes lo cariñoso que es», «no digo que no sea bueno en la cama, sino que», «no te voy a desvelar yo a ti cómo os preocupa el tamaño de la polla, Dani», «lo de Carmen puede repetirse, sí, pero quedaría como feminista de todo a cien si dijera que es mejor que con un tío», «va Clara y nos cuenta que es lesbiana», «el catedrático es gay», «depilarse el coño», «como si me hago un trío contigo, pues no»…

Acabé con todos los mails que incluían alguna frase de contenido sexual. Me levanté para abrir un poco la ventana. Luego seguí colectando datos, acorralando una identidad.

La película favorita de Fátima era
Cabaret
. También era
Bailar en la oscuridad
y
El manantial de la doncella
. El gusto tiene fallos de raccord, como es sabido. Su música dilecta eran los cantautores anglosajones. «Qué bonito el concierto de M. Ward, te lo perdiste por tonto.» Odiaba El Coloso. «Ese bar donde vas tú, supongo que para ligar, no me fastidies.» Odiaba los tacos: sólo decía una «palabrota» cuando hablaba de un órgano o acto sexual. No era mojigata, sí elegante.

Sólo me nombraba una vez, como decorado del motivo principal de su mensaje: «… al salir, por cierto, me saludó un amigo tuyo, Santiago creo que me dijo, uno de esos amigos normales que tienes, como tú los llamas». No era yo. Yo no saludo a la gente ni dejo monedas pequeñas en los pañuelos de los mendigos.

Escribe Daniel: «Amigo normal, ya sabes, esa categoría donde incluyo a ciudadanos no concienciados pero todavía porosos a la influencia de un discurso disolvente como…».

Escribe Fátima: «Una ONG, ¿no debería estar formada por personas que ejercieran a la vez otro trabajo para que su ideología solidaria penetrara con más profundidad en los pilares sociales? Tú, cuando empezaste, ¿no te encontraste con mucha gente como este tipo, que sabes que la solidaridad le da igual y sólo quiere ser un turista cooperante? Me da un poco de asco».

Pasó un par de meses en ProSana S. L., como voluntaria. Nota mental: a lo mejor Fátima conoce a Javier, también ProSana S. L. Nota mental corregida: no lo conoce porque si no Javier sabría, por Fátima, que Daniel murió. Nota mental de sentido común: a lo mejor lo conoce pero ya no se ven. Nota mental paranoica: a lo mejor se liaron y acabaron mal y por eso Fátima no le ha escrito o llamado para comunicarle el deceso de su hermano.

Busqué «Fátima» entre los mails de Javier a Daniel, y «Javier» entre los mails de Fátima a su hermano. No hubo resultados.

Compuse el mapa del mundo conocido por Fátima. Descubrió Europa de puntillas, un pasito en Roma, otro en París, otro en Londres… Le gustaba mucho Portugal. Nunca había permanecido mano sobre mano quieta en su asiento durante más de diez horas esperando a que aparecieran Asia, América o África. Sin embargo, dejaba constancia varias veces de su sueño kilométrico: volar a Johannesburgo.

«Ya no veo la televisión, por cierto.» Fátima llevaría ya cerca de dos años alejada de telediarios, concursos y spots. «¿Cómo es posible –se preguntaba en el mismo mail– que sin embargo me siga enterando de todo lo que quieren que me entere?» Respuesta de Daniel: «Fati, la gente es también una televisión».

«Me voy a hacer vegetariana como tú, ya te dije. Empiezo el viernes.» «¡Hoy comí carne, mierda! ¿Eso pone mi cuenta de vegetariana a cero o sigo siendo vegetariana desde hace dos meses?» Tenía humor, Fátima. «Le preguntaré a Esperanza, que le pasa lo mismo con la virginidad.»

«Tengo la impresión de que las novelas que leo se comen mis marcapáginas.»

Los mails de los últimos meses entre Fátima y su hermano eran bastante más sombríos. «¡Hace mucho que no nos vemos, Dani!» «¿Sigues deprimido?» «Anímate un poco, brother.» «¿Me dejarás leerlo cuando lo acabes? Siempre me dejas leer todo lo que escribes. Como no me lo pases no te enseño mi último poema. Es buenísimo, ya verás.» Al parecer, Daniel no sólo había dejado de verme a mí; tampoco frecuentaba ya tanto como debiera los asentamientos de la revolución juvenil. «Me ha dicho Caco que hace mucho que no vienes por la casa. ¿Y eso? ¿Sabes que sin ti la cosa no marcha con tanta fuerza? ¡Ni siquiera se les ocurren buenos eslóganes! Mira el último: “Okupamos porque os culpamos”. ¡Qué simpleza!» «… claro, como ahora no crees en las manis, tío…» «¿Te has borrado de EcoPaz? ¿Estás loco? ¿Me regalaste el carné de esta gente y ahora tengo que ser la única Mansilla socia? ¿Por qué? Explícamelo. Y a ver si nos vemos, Dani, te estás poniendo muy tonto: todo el mundo lo dice. Como vengas un día con el pelo corto y un polo dejo de ser tu hermana, ¡te lo digo en serio!» Luego añadía: «Es broma. Te quiero hasta formal».

Aquel lunes mi superior me echó una bronca imponente. La excusa de falta de ayudante ya no me convencía ni a mí mismo. El mailmarketing necesitaba ideas nuevas, y yo no las tenía, de modo que seguía tirando de ideas viejas, que ni siquiera tuve yo, sino un tal Smith. Mi jefe atisbaba nubarrones muy negros para mi departamento. «Ciérralo», pensé.

–Haré lo que pueda, Alejandro –dije, y regresé a mi puesto.

Me pasé la tarde leyendo información sobre Johannesburgo. Vi muchas fotos, leí algunos reportajes turísticos y consulté el precio de los billetes de avión. También conseguí chatear con un ciudadano de la capital de Sudáfrica, que yo creía que era, precisamente, Johannesburgo; pero era otra. Finalmente eché un ojo a las páginas porno del país.

Hacia las ocho de la tarde, ya estaba en la cafetería de la cita.

Fátima tardaba. Puse mi teléfono móvil sobre la mesa, tanto para mirar la hora como para no desatender algún posible mensaje. Pensé en escribir a Rosa. Llevaba mucho tiempo sin follar y esperaba que ella también, la verdad. Sin embargo, no le escribí, sino que me quedé mirando a los parroquianos.

Eran casi todos hombres viejos. Gordos, grasientos, con la mirada fija en la pantalla del televisor o en el vaivén de la camarera (una dominicana), sus vidas eran, ante todo, señales de desolación.

–Hola, Santiago.

Fátima vestía vaqueros y una parca. Se la quitó con presteza. Un grueso jersey de lana anaranjada desfiguraba su talle. Dejó sobre la mesa su carpeta universitaria, que hizo girar mi móvil. Ella lo miró moverse.

–No llego muy tarde, ¿no?

Tomó asiento. Su rostro parecía célibe de cosméticos. Estaba más guapa en las fotos. Tenía unos labios idénticos a los de su hermano, borboteantes. Llevaba tres pendientes en la oreja izquierda y el pelo sucio. O un poco sucio. Le caía sobre los hombros como capucha de monje.

–No, nada tarde. Estaba esperando para pedir, eso sí. –Levanté la mano–. No me ve. ¿Qué quieres?

Volví con un par de cervezas.

–¿Qué tal la universidad?

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