Ejército enemigo (9 page)

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Authors: Alberto Olmos

BOOK: Ejército enemigo
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–No me extraña que acabaras a hostias con Daniel.

–¿Sabes lo que decía mi padre, cargando cajas?

–Dime. En realidad me interesa mucho esto que me cuentas. En serio.

–Guay, menudo discursito… Mi padre llevaba cajas de agua, de vino, de gaseosas. Todas las putas cajas del mundo, con sus botellas llenas y vacías. De bar en bar, de disco en disco, por las mañanas y, como has visto, también, a veces, por las noches. Un día cambiaron la caja de agua, su formato. Donde antes viajaban veinte botellas de doscientos cincuenta centilitros ahora viajaban treinta. Seguramente, algún listo en un despacho consideró que así ahorraban en cajas. El caso es que treinta botellas llenas de agua pesan mucho más que veinte. Y decía mi padre: «Cómo se nota que el que diseñó la caja no la iba a llevar». Luego creo que lo llamaba hijo de puta.

–Y con razón.

–Hay alguna enseñanza en ese «Cómo se nota que el que diseñó la caja no la iba a llevar».

–¿Te cuento algo?

–Es lo justo.

–Acabo de empezar a trabajar en el cine…

–Ah, que…

–Deja, deja, coño… No va de «Oh, mira cómo me gano la vida por mi cuenta, por favor». Va de otra cosa. Es un trabajo malo, ¿no?, una cosa de gente joven que quiere sacarse un dinerillo. Pagan fatal. Todo eso. El caso es que llevo un mes y ya he visto algo que me da que pensar. Los taquilleros roban. Es tan sencillo como que, cada vez que un adulto les pide una entrada, ellos la registran como entrada de estudiantes o de jubilados, que tienen descuento, pero la cobran como normal. ¡Se sacan una pasta! Claro, todo el mundo quiere pasar de acomodador a taquillero. Porque todo el mundo roba. Algunos ponen la excusa de que «esta empresa gana mucho dinero y nos pagan muy poco». Otros no ponen excusa ni nada. Casi es mejor. El caso es que, en dos meses, yo seré taquillera, y, ¿sabes qué?, no pienso robar. Y no porque no me haga falta, no te creas, tengo mis gastos y, bueno, no te voy a contar el modo de ser de mi padre con el dinero, pero no voy a robar. Estoy deseando ser taquillera, ¿sabes?, para probarme, para ver si soy capaz de, como dirías tú, ponerme en un plano moral superior. Porque es así como se mejora el mundo, desde una taquilla de un cine o un kioskito en una plaza o una persiana en un ministerio. Ya sé yo eso. Pero si se puede hacer algo más, ¿por qué no hacerlo?

Acabamos los bocadillos, fríos por culpa de tantas palabras acaloradas en la boca. Hablamos de películas, de Martin Scorsese y de Rosanna Arquette. Fátima no sabía quién era Rosanna Arquette.

Al mirar la hora, vimos que eran cerca de las doce. Expresamos nuestra euforia por habernos aguantado durante casi cuatro horas.

Después salimos a la calle.

–Me cojo el metro –dije.

–Genial. Ha sido muy… estimulante hablar contigo. Mola encontrar un oponente que te haga replantearte las cosas, sí.

–Gracias. Es la edad, no tiene mérito.

Nos dimos dos besos.

–Por cierto –dijo–, si todo esto ya se lo contabas a mi hermano, y si se lo decías con tanta crudeza, no entiendo qué pudiste decirle que le cabreó tanto…

–Bueno, quizá tuvo un mal día…

–… No me mientas… Sabes lo que le dijiste… Dímelo, anda. –Sonrió–. Curiosidad, ya sabes.

–Eres una chica muy curiosa, sí.

Miré hacia el semáforo, se acababa de poner en verde.

–Mira lo que vamos a hacer –resolví–. Como es una frase, o creo que lo es, te la mando por sms, y así no nos despedimos con esas palabras, sino con un simple y afectuoso adiós.

–En el fondo eres muy tierno.

Al llegar a casa, pasada una hora desde que Fátima me había calificado de tierno, le escribí un sms.

«La solidaridad ha fracasado», decía.

Fátima no contestó.

3

9 am, arriba. Metro. Oficina. Poco trabajo para ser lunes. Salí un poco antes. Mail de Daniel, dos horas.

9 am, arriba. Metro. Oficina. Último día de Álex Márquez. Al parecer le despidieron. Reunión interdepartamental. Mail de Daniel.

9 am, arriba. Metro. Oficina. Comí en una pizzería. Mail de Daniel, media hora.

9 am, arriba. Metro. Oficina. Mucho trabajo hoy. A punto de entrar en el cine. Finalmente, casa. Vi la tele. Masturbación.

9 am, arriba. Metro. Oficina. Más trabajo que el lunes. Sin embargo, me fui a mi hora. Anduve hasta casa. Las zapatillas, apestosas, aún en el cable. Sms a Rosa. No contestó. Mail de Daniel.

11.34 am, arriba. Mail a Rosa. No contestó. Sigue siendo sábado.

10.10 am, arriba. Rosa no contestó mi mail hoy tampoco. Cine. Zombis. Casa. Importé todos los sms del móvil al ordenador.

9 am, arriba. Metro. Oficina. Muchísimo trabajo. Sin fuerzas para escribir esto siquiera.

9 am, arriba. Metro. Oficina. Jornada agotadora. Cené en un chino. Aburrimiento. Casi entro en el mail de Daniel.

9 am, arriba. Metro. Oficina. Escribí a Rosa desde el mail del trabajo. Casa. Sites porno.

9 am, arriba. Metro. Oficina. Rosa no contesta. ¡Zorra! Casa.

9 am, arriba. Metro. Oficina. Poco trabajo. Casa. Guardé el sobre de Daniel en la caja de las cartas. Tele. Masturbación.

Después de un mes hurgando en la intimidad de mi amigo muerto, había empezado a avergonzarme de mi propia intimidad. Yo no tenía intimidad, y lo más relevante de la intimidad que no tenía era violar todas las noches la intimidad de otra persona. Que Daniel me hubiera dado permiso expreso, y por escrito, no hacía de esa actividad algo menos pringoso y degenerado, como si los padres de uno le invitaran, cada noche, a verlos follar desde una silla al pie de la cama, en la creencia de que ese espectáculo consentido y natural iba a resultarle completamente provechoso, y no, como era también el caso, desvastadoramente sucio.

Ya estaba harto de Daniel. De sus amigos. De todas esas palabras privadas que se habían cruzado durante años y años y que sólo una carambola del destino había salvado de la desaparición. Me sabía todos los secretos de decenas de personas a las que ni siquiera conocía, y de otras decenas de personas a las que tampoco conocía pero cuya vida privada viajaba por la red en los mails del primer círculo de desconocidos, conocidos de Daniel. Me di cuenta de que la intimidad que estaba asaltando cada noche no era especialmente inexpugnable. Resultaba que muchos amigos de Daniel, en numerosas ocasiones, le reenviaban mensajes. Había de todo. Declaraciones de amor desmedido, alabanzas de la noche de sexo que el remitente había pasado con el reenviante, confesiones patéticas de estados de ánimo subterráneos, punzantes ataques a terceras personas… Todo ello material íntimo inflamable que alguien había confiado inocentemente a otra persona para que ésta, sin saberlo aquél, lo propagara fogosamente apretando un solo botón indiscreto.

¿Qué me importaba todo eso a mí? Heredé de Daniel una palabra fértil, una semilla que al instante de sembrarla en una cajita blanca germinaba en forma de enciclopedia, guía telefónica y diccionario ilustrado. Pero todo ese germen léxico no sólo no me incumbía, sino que se revelaba muerto, sin sangre, como si alguien me hubiera regalado un perrito, garboso y juguetón, y al tirarle la primera pelota me hubiera dado cuenta de que estaba disecado.

Sin Daniel aquello no tenía gracia. Faltaba la emoción del futuro, las posibilidades impredecibles, la dimensión real. No podía actuar con ventaja frente a otras personas ni sentir que leía sus mentes porque había leído sus mails. A sus amigos, familiares, compañeros de parranda solidaria apenas los conocía. Nada me importaban sus asuntos, sus desvelos, su vida cotidiana. Era como leer sucesivos intentos fallidos de novela primeriza o mirar miles de spots de productos que ya no estaban en venta.

La propia hermana de mi testador había dejado sin réplica un par de sms y hasta un mail. Con ella había mordido el anzuelo; había pensado que poder leer todo lo que Fátima compartía con su hermano me daría alguna posibilidad de acercarme a ella, de follármela, de caerle al menos mejor. Había rebobinado nuestra conversación decenas de veces. La próxima vez que la viera pensaba mentir más y decirle que había estado en Johannesburgo, mentir más y decirle que mi película favorita era
Bailar en la oscuridad
, en dura pugna con
Cabaret
, utilizar contra ella sus propios gustos y manías: tenía en mis manos toda la baraja del juego y era imposible perder. Sin embargo el juego se jugaba en otro tapete, y no había una silla para mí.

Lo más doloroso era que ella nunca me había dado su mail, lo había copiado yo de la agenda de contactos de su hermano, en un momento de debilidad. Supuse por tanto que, para Fátima, preguntarme de dónde había sacado su dirección de correo no le resultaba tan beneficioso como perderme de vista, que la cautela era más fuerte que su tan cacareada curiosidad, y que ese desprecio mudo encontraba justificación, nuevamente con los Mansilla, en la frase antisolidaria que tan indigesta les parecía.

Me costó bastante ir poniendo vida de por medio y relegar la intimidad de Daniel a su justa tumba: el olvido. Trataba de reactivar mi vida privada con mensajes simpáticos a mis ex amantes, con invitaciones a compañeras de trabajo e incluso a compañeros de trabajo, cuya aceptación podía resultarme al menos grata para pasar unas horas en la barra del bar, pero todos denegaban la propuesta con las excusas más peregrinas, cuando no daban directamente la callada por respuesta. Estaba claro que no era el tipo más popular del planeta. Estaba claro que no era Daniel.

Dejé de entrar en su correo, al cabo, aunque la palabra fértil, tan sencilla, tan poderosa, me era imposible de olvidar.

Como si yo fuera el único que de un muerto sabía su nombre.

9 am, arriba. Metro. Oficina. Mucho trabajo. Casa. Porno.

9 am, arriba. Metro. Oficina. Despido de cuatro personas hoy. Porno.

9 am, arriba. Metro. Oficina. Cursillo de mailmarketing. La monitora tenía diez años menos que yo. Porno.

9 am, arriba. Metro. Oficina. Volví a casa con un diploma nuevo. Mi nombre escrito. Caja.

9 am, arriba. Metro. Oficina. Por fin es viernes (oh). Porno.

Sin Rosa ni Daniel como entretenimiento, retomé mi particular afición por la pornografía. Su escasa presencia en mi vida durante esos meses no se había debido al encuentro de un sustitutivo, sino a los vaivenes naturales en toda afición. La pornografía es un ocio en sí mismo, perfectamente compatible con la vida sexual más descarada. Ahora tocaba una puesta al día.

Internet había revolucionado la masturbación desde su llegada, dejando a la altura de cartilla de catequesis las revistas guarras que nuestros ancestros escondían en lo alto de los armarios. Al principio se estimó empresarialmente válido dar el salto a la red con los mismos materiales de siempre, en un copiar y pegar del papel a la pantalla que salvaría la posición ganada por distintas compañías editoras tras años de lucha contra la censura y las madres de la moral. La burda estrategia funcionó hasta que la gente se dio cuenta de que no sólo quería ver pornografía, también quería
ser
pornografía.

La gente se dio cuenta verdaderamente pronto.

El producto de décadas de corromper chiquillos y alimentar los sueños de solteros solitarios se topó de inmediato con la competencia durísima de un montón de chicas que ni siquiera sabían lo que estaban haciendo. Fue espectacular. A todos nos ponían más las mujeres del montón. La diva operada por cirujanos con pericia de espadachín, vestida y desvestida bajo el consejo de modistos morbosos y lectores de Sade, peinada y maquillada exquisitamente en cada nuevo gesto o mohín, fotografiada por profesionales casi divinos de la luz y de las sombras, y dispuesta a enseñar hasta la más sagrada antesala de su cuerpo, y a ejecutar hasta el más inverosímil de los malabarismos fálicos, no tenía nada que hacer contra una chica normal enseñando el pico de sus bragas, en su dormitorio, con un póster mal pegado en la pared del fondo.

Sucedió que había millones de mujeres en todo el mundo que querían ser estrellas del porno.

Sucedió que ahora podían serlo.

Nació la musa amateur, evolución impensable de la chica de la puerta de al lado, porque sucedía que ahora la puerta de la chica de al lado la seguíamos viendo cerrada, sí, pero cerrada
desde dentro
. Sus dormitorios se convirtieron en sets de rodaje. La modosa universitaria llegaba a casa después de un largo día de esquivar miradas, velar botones, supervisar la altura de su minifalda, rechazar piropos con cara impertérrita y soportar el acoso sucesivo de cientos de hombres que darían cualquier cosa porque un descuido indumentario suyo les regalara a los ojos la visión del elástico de sus bragas, y, después de dar un beso en la mejilla a su orgullosa madre, la pudibunda estudiante entraba en su dormitorio y se quitaba toda la ropa para solaz del planeta entero. No tenía sentido y era muy sexy.

Las revistas pornográficas tradicionales nos habían enseñado toda la intimidad de las mujeres, a excepción de una: su dormitorio. Las estrellas del calentón salían siempre en lujosas habitaciones de hotel, celdas tétricas de monasterios misteriosos, salones imperiales de palacios franceses, prados verdes de paraíso perdido, pero nunca en una simple habitación de clase media. La musa amateur nos enseñaba sus dominios reales, y verlos era como ver el cuartel general de la feminidad, los mapas de la batalla.

Qué delicioso era el desorden, los calcetines arrinconados, la ropa del día colgada malamente del respaldo de la silla, el armario entreabierto con todo el arsenal de su coquetería. Y sus objetos, sus libros, sus fotos enmarcadas y el desvarío de bolígrafos, móviles, tampones, espejitos y gomas de borrar y de mascar sobre la mesa.

Contemplar un dormitorio era notar la tensión nuclear de todas esas fuerzas externas que acechaban una puerta, desde la confiada madre de la joven hasta los hombres que ahora mismo en sus casas soñaban con el color de sus pijamas. Lo que las madres tardaron en saber era que su hija, por las noches, se les escapaba entera por ventanas nuevas.

Las fotos fueron poco a poco dejando paso a los vídeos, y las musas amateur hicieron un hueco a los novios y a los hijos de puta, que muchas veces eran también los novios. Los hombres parecían menos reclamados por el planeta porno internauta, y su función en todo este paso adelante de la humanidad fue la de comparsas o cabrones. Al igual que en el negocio de la prensa rosa, se puso de moda la foto robada. Novios orgullosos de la hembra que se estaban tirando, o ex novios despechados y con ganas de vendetta, empezaron a subir a internet fotografías o vídeos de su amada, tomados muchas veces, como era perceptible, de manera furtiva. La red se llenó de imágenes de pésima calidad que constataban que los hombres eran malos, pero se divertían bastante.

El voyeurismo se volvió solidario, y todos aquellos que disfrutaban de una vecina ciertamente ligera de cascos (nunca echaba las cortinas) o de un encuentro casual con el coito ajeno (en un parking, un parque, unas escaleras, un cajero automático) relegaron el disfrute privado de tal hallazgo en beneficio de su grabación con la cámara del móvil, para después subirlo a la red y masturbarse mientras congelaban las imágenes, tomadas por ellos mismos.

Los japoneses dejaron constancia de lo avanzado de su sociedad e inventaron sin perder ni un minuto la filmación de guerrilla, con microcámaras en los aseos femeninos, los onsen y cualquier lugar íntimo que sus hirvientes cerebros consideraran libidinoso: hasta en los quirófanos de operaciones.

Yo había visto tantas fotografías de mujeres reales desnudas y practicando sexo, y tantos vídeos, que llegué a preguntarme sobre el porcentaje exacto de féminas que en todo el planeta habían aparecido alguna vez en internet chupando una polla. Eran miles, eran millones. Me extrañaba no haberme encontrado nunca a ninguna conocida (Fátima, Rosa) y atisbaba un día en el futuro en el que la intimidad de todas las mujeres del planeta estaría archivada y disponible para el conjunto de la población mundial.

La industria, sin embargo, estaba lejos de dar la batalla comercial por perdida. No en vano, el porno daba demasiado dinero. Su estrategia cambió, y contraatacaron con nuevo material que pretendía ser también casero, en un intento estimable de dar al internauta solitario y enrojecido gato por liebre. Sin embargo, ignoraban todo lo relativo a amateurismo, porque, por defecto profesional, sus productos pornográficos supuestamente reales adolecían siempre de perfección formal y técnica. La clave estaba en el montaje. Las parejas reales colocaban su cámara sobre una mesa, sobre una silla, o con ellos en el colchón, y luego ejecutaban su numerito. De vez en cuando miraban hacia un televisor donde podían verse, o movían un poco la cámara para captar en esa pantalla nuevos detalles de sí mismos. Finalmente, siempre acababan acercándose a la cámara y apagándola.

Los falsos vídeos reales obviaban esa lógica casera, y ofrecían planos y contraplanos, close-ups y travellings que destruían toda pretensión hiperrealista. En cuanto cambiaba el plano, o la cámara sobrevolaba los cuerpos de los amantes, uno se daba cuenta de que aquello podía ser real, sí, pero no era íntimo, y cambiaba de vídeo.

El vídeo real siempre estaba horrorosamente iluminado, aparte de muy mal encuadrado, y eso era una nueva prueba de su autenticidad, porque nadie, sin cobrar, gusta de entregarse a la carne con todas las luces de la casa dadas. La luz es pornografía; la penumbra, sexo.

Era sintomático que, por aquellas fechas, alguna estúpida revista femenina, algún opinador a granel en televisión y algún novelista frívolo de novela comercial, todos a una, pusieran en circulación un prejuicio estético de lo más sibarita: los calcetines. Comentaban esos eruditos de lo erótico lo anticlimático que era ver a un hombre (siempre era un hombre en su enunciado) completamente desnudo salvo los pies, aún engalanados con el algodón del camino, por las prisas en atacar la línea horizontal del placer o por desconocimiento del dress code de la carne, que recomendaba vestir sólo pieles, la propia y la ajena.

Viendo todos esos vídeos porno en internet, vídeos caseros, me di cuenta enseguida de que la redactora de la revista femenina, el opinador de aluvión y el novelista dicharachero estaban o habían estado en algún momento ahí mismo plantados, viendo los mismos vídeos que yo. Porque, en casi todos, tanto él como ella follaban en calcetines. Y no sólo no parecía importarles lo más mínimo ese resto textil sobre sus cuerpos, sino que ni siquiera reparaban en él, porque estaban entregados a una diversión que no entiende de etiqueta, de buenas maneras ni de pala de pescado, ya que todo era carne.

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