Authors: Alberto Olmos
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9 am, arriba. Metro. Oficina. Le toqué el culo a Rosa cuando nadie miraba. Vinimos a casa. Me corrí en su cara. «Tu semen es muy dulce», dijo. «Todas decís lo mismo», pensé. Ella está aquí ahora
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9 am, arriba. Metro. Oficina. Sexo con Rosa en el cuarto de baño de caballeros. Toda la jornada mirando sus mejillas rojas. Tarde, mi casa. Me corrí dentro. Le pegué con un cinto. La até con sus propias medias. Follamos con ella arriba. Se caía para los lados y yo la sujetaba. Me corrí en su cara. Ella está aquí ahora
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3 pm, arriba. Ella está aquí ahora. Duerme. (Dos horas después.) Me masturbé y eyaculé en su cara mientras dormía. Le metí la polla en la boca. Se fue. Retomé la lectura de
Historia de los perros.
Aburrido.
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9 am, arriba. Metro, oficina. Toda la mañana chateando con Rosa. Guardé la charla en mi cuenta de correo. Releer. Detergentes
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11 am, arriba. Sms a Rosa. ¿Vienes? 5 pm, sms a Rosa: «Hola, ¿qué haces? ¿Vienes hoy?». 7 pm, llamada a Rosa. Estaba en un bar. Amigos. Quedamos mañana
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10 am, arriba. Café con Rosa. Pregunta de Rosa: «¿Te parece que somos novios?». Sexo anal. Ella está aquí ahora.
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9 am, arriba. Metro. Oficina. Rosa, problema. Incendio en la ONG de su padre. Provocado. Le di permiso para ir. Sin daños personales. Por la noche lo vi en todos los periódicos. «Fascistas», «ultraderecha». Cálculos. A este ritmo, dentro de tres meses habré follado más veces con Rosa que con Ana.
9 am, arriba. Metro, oficina. Mucho trabajo. Acabamos tarde. Rosa me la chupó dos veces en el despacho del director. Me gusta mucho, Rosa. Puta, yo. Sms de Daniel. «¿Quedamos?» Seis meses sin verle. Masturbación
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9 am, arriba. Metro, oficina. Follamos, me corrí dentro
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9 am, arriba. Metro, oficina. Sexo oral, sexo anal. Cinto
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9 am, arriba. Metro, oficina. Nos dimos tortazos el uno al otro. Me corrí en su pelo
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9 am, arriba. Metro, oficina. Ella está aquí ahora
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9 am, arriba. Metro, oficina. Follamos tres veces
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9 am, arriba. Metro, oficina. Follamos dos veces. Anal
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9 am. Metro. Oficina. Rosa seguía enferma. Visita a su casa. Niña rica. Mimitos. Apreté su mano contra mi polla. Se durmió. Fui a mi casa. Releí mis cuadernos. Masturbación. Cálculos. Polvos: 89. Mamadas: 54. Por el culo: 22. Aquí acaba este cuaderno. Me quedan cinco. Comprar más.
Eran unas zapatillas blancas, bastante nuevas, con un logo ilocalizable. Ni Nike ni Adidas ni Converse. No conozco muchas más firmas de calzado deportivo. Reebok. No era ninguna de ésas.
Colgaban de uno de los cables que cruza mi calle, gracias a los cordones, atados a los del par contrario. Imaginé la trayectoria de las zapatillas, emparejadas, ascendiendo desde la altura de las manos de un hombre hasta algo más arriba del cable, bajando luego, con acierto (el tipo lo habría intentado más de una vez) sobre el tendido, doblándolo un momento, provocando el bamboleo del cable, hasta la inmovilidad final, como de perchero eléctrico.
Me irrité.
Me irrité y me cambié la bolsa del chino de mano. Pensé en tirar los cuadernos contra las zapatillas, allí en lo alto de mi cielo pisoteado, uno a uno, hasta derrocar el colgajo gamberro. Tenía cinco oportunidades. Tenía un solo motivo: las zapatillas en el cable me daban asco.
Desde hacía años, el centro de la ciudad se había llenado de esta suerte de propuesta artística. En numerosas calles, numerosos cables mostraban ese inopinado fruto zapatero. Algunas veces, se acumulaban los pares de zapatos y zapatillas, y el cable así ornado parecía un escaparate deconstruido, un expositor en el cielo, versión mutante del contenido que tras un cristal ofrecía la tienda de debajo, la tienda de un poco más allá, la tienda a la vuelta de la esquina. Eran zonas comerciales, modernas, juveniles, y todo en ellas confluía en la suave mezcla de un consumo festivo.
Nunca me indignó ningún cable con calzado en el centro de la ciudad, en los parterres del ocio. Había bares, chicas, turistas, cajas registradoras, borracheras perdonables. Había cantantes, escritores, actores, diseñadores, modelos y mucha gente que parecía modelo, escritor, diseñador, actor y mucha gente que quería ser actor, diseñador, escritor, modelo. Todos eran personas con vidas en las que unas zapatillas colgadas de un cable resultaban apropiadas. Todos eran sospechosos de haber suspendido aquel par cuando no mirabas. Hasta yo mismo me imaginé alguna vez descalzándome y donando al aire mis zapatos anodinos, vueltos de pronto pieza de museo, de revista urbana, de documental de tendencias.
Pero en mi barrio nunca había visto esa extraña conjunción de cobre y cuero y, parado allí, en mitad de mi calle, aquella colgadura sorprendente, con su casi inapreciable oscilación pendular, me resultaba sórdida y sucia, insultante.
Parecía una persona ahorcada.
–Hijos de puta –balbucí.
Eran unas zapatillas blancas y nuevas, sí, pero lo que yo sentía sobre mi cabeza era un foco de malos olores, un nido vírico, los pies de la peste. Su presencia en mi barrio no distaba mucho de la presencia, nada extraordinaria, de muebles viejos en las aceras, de ropa por el suelo, desgarrada; de cubos de basura reventados, cabinas de teléfono reventadas, marquesinas de autobús reventadas; de objetos comunes abandonados: cedés, tenedores, botellas, latas de cerveza, perchas, ruedas de repuesto, manillares de bicicleta, libros y revistas y periódicos y panfletos; por no hablar de la basura indígena, envoltorios de chocolatinas, colillas, chicles, cajetillas de tabaco vacías, correo comercial, tíckets de supermercado, mondas de naranja, de manzana, corazones de pera, de manzana, pieles de plátano, escupitajos, vómitos, micciones, mierda de perro, mierda de hombre, tampones, servilletas de bar, manchas de grasa, manchas de aceite de motor; manchas de sangre. Fresca, sí.
A veces podía uno seguir un rastro de sangre durante veinte metros sin encontrar cadáver: sólo el final no explicado de ese caminito de migas planas y rojas. Abriendo un periódico a la mañana siguiente, a lo mejor se hallaba la explicación y el cadáver. Un colombiano apuñala a otro colombiano. Un chino atracado por un gitano. Un payo patea a un chino. Un ecuatoriano muere bajo las ruedas del camión de la basura. Un rumano muere bajo los escombros de un edificio en obras. Una china delata con su sangre la ubicación de un taller textil ilegal (Hansel y Gretel, polis de barrio). Un macarra rompe una pared con la cabeza de un macarrilla, cuya cabeza también rompe. Unas gitanas detienen el tráfico y gritan a los cuatro vientos los abusos a los que creen que algún hijo de puta ha sometido a su hija de doce años. Un hombre despierta a toda la calle borracho en la noche mientras lanza amenazas contra la ventana equivocada. La policía viene y va con sus coches luminosos y ruidosos y espantosos. La calle está mirando. Un desconocido apuñala a otro desconocido en el parque de distrito, en medio de la oscuridad y sin otro motivo que sacar a pasear un pedazo de acero. A escasos metros del cuerpo que se vacía de sangre, otros cuerpos se vacían de semen y la mañana llega para destapar una sorpresa de muertos y condones, y hierba fresca.
Los coches de la policía van y vienen, haciendo sonar sus sirenas.
Tienen una prisa neumática e inútil, antideportiva.
De día encuentran tiempo para detener su diligencia en la barra de un bar, que llenan de uniformes azules y pistolas precisas; que llenan con toda la tensión de tantos tiros por pegar y tantas multas por poner y tantos tintineos de esposas en el cinto, malfolladas. De noche encuentran gente con miedo o sin respeto, a la que ayudar en su desesperación de atracado turulato, «se fue por allí, no, por allá, no, no sé»; o a la que intimidar con la punta de la porra y la petición de identidades.
Los coches de la policía nunca se van del todo, se esconden como niños que juegan al escondite con otros niños que juegan a matar, violar y partir piernas.
Los coches de la policía, sin embargo, no persiguen personas descalzas. Los bomberos tampoco acuden ya a salvar gatitos aupados a la copa de los árboles, y menos a retirar zapatillas blancas y nuevas colgadas de los cables. Seguirían allí para siempre, las zapatillas, hasta que se desgastaran de tanto correr por el cielo, batidas por el viento como gallardetes apestosos, mojadas por la lluvia, cuarteadas por el sol; irónicas y absurdas sobre nuestras cabezas culpables.
Hijos de puta.
9 am, arriba. Metro. Oficina. Tras dos semanas ausente, Rosa se ha despedido. La llamé por teléfono pero no me lo cogió. Le dejé un mensaje. Comí solo. Cené solo. Éste es un cuaderno nuevo.
9 am, arriba. Metro. Oficina. Mucho trabajo. Solicité un nuevo asistente. No. Crisis. Detergentes, muchos detergentes. Llamé a Rosa desde mi teléfono móvil. No me lo cogió. Sin cenar.
9 am, arriba. Metro. Oficina. Miradas a compañeras de trabajo que ni siquiera me atraen. Vago intento con Patricia. Comí solo. Fui al cine. Me salí a la mitad de la película. Fútbol en la tele. Masturbación.
9 am, arriba. Metro. Oficina. Sms de Rosa. Cita el sábado. Bronca del director. Solicité un nuevo asistente. Ni caso. Comida en la oficina. Llegué tarde a casa. Masturbación.
9 am, arriba. Metro. Oficina. Sigue siendo viernes.
Oí el canto del gitano, así que eran un poco más de las tres. Comprobé en mi teléfono móvil la hora exacta: y ocho.
Todos los sábados, al declinar levemente el ángulo recto de las tres de la tarde, llegaba hasta mi casa la voz hecha virutas de un joven gitano. De vuelta a casa, o de camino hacia el parque, el gitano se fogueaba la garganta con bulerías incomprensibles, compuestas por vocales camaleónicas, que si se sostenían primero en una alargada A, derivaban enseguida hacia una elegante E, para culminar en la O oscura y racial de la desesperación. Entremedias, consonantes enmascaradas aligeraban aún más de significado su quejido, que, en todo caso, en este barrio y a esas horas, sólo podía estar glosando desamor o muerte.
Sonó el telefonillo.
–Rosa, abre.
Abrí.
La había citado a las tres y cuarto, por lo que interpreté muy halagüeñamente su puntualidad. Me equivocaba. Desde el descansillo vi aparecer su rostro, estudiadamente serio, y su cuerpo, sospechosamente envarado.
–Putas escaleras –dijo.
Siempre la esperaba en el descansillo del cuarto, junto a mi puerta abierta. Me parecía una muestra excelente de caballerosidad. Y siempre nos dábamos un beso antes de que sus pies estuvieran a la misma altura que mis pies, por lo que el último escalón solía rebasarlo con sus labios pegados a los míos.
Aquel día las escaleras fueron sin besos.
–Quítate el abrigo.
–No estaré mucho tiempo.
–¿Estás enfadada conmigo? –Se sentó, me acuclillé ante ella–. ¿Por qué has dejado el trabajo? Iba a pedirte un aumento de sueldo. Iba… ¿Cerveza?
–No, no. No me apetece.
Fui a la cocina. Me demoré abriendo el frigorífico y esquivando la botella de litro durante unos segundos. Esperaba que Rosa, en aquel lapso de hospitalidad, se relajara, recordara los placeres vividos en mi casa, se quitara el abrigo al menos.
–Aquí está.
–Te dije que no quería. Y no quiero. Mira, Santi –se puso las manos sobre el regazo, me miró a los ojos–, ¿quedamos como amigos?
Abrí la botella y me serví un vaso.
–Como amigos. –Di un trago–. Hacía mucho que no oía esa frase.
–No me extraña.
No supe qué contestar. Me bebí el vaso entero.
–Rosa, a ver, lo pasamos estupendamente, ¿no? Y el trabajo, bueno, te echaré de menos, pero tarde o temprano tenías que…
–No es eso, jo.
Se llevó una mano al pelo, pero no se lo tocó. La reunió de nuevo junto a la otra, sobre sus muslos.
–Ya sé que no soy muy simpático con tus amigos. Vamos, que no quiero conocerlos. De hecho, no los conozco. Pero, mira, mejor; si los conociera me odiarían y para qué, ¿no? Pero puedo hacer un esfuerzo, sí. Si quieres. ¿Quieres? Me quito la corbata y la chaqueta, y listo. Tengo una camiseta por ahí, también.
–¿Me dejas que te diga algo, Santiago?
–Claro. Para eso hemos quedado.
–Mira, a ver… Pues… –Tragó saliva–. Has sido la primera persona en mi vida con la que he follado sin amor.
–Qué…
–Sin estar enamorada, sí. Y creo que ya no me apetece más. No es nada personal. No es la edad ni nada de eso, jo. Eres guay en la cama.
–Gracias. –Llené de nuevo mi vaso–. Muchas gracias. Deberías escribir un ensayo sobre eso de
follar sin estar enamorada
–Bebí un largo trago–. Cuando estás enamorada, ¿qué pasa?, ¿no te corres?
–Eres tan… cínico. Eres un cínico, ¿lo sabías?
–Algo me habían dicho, sí.
De pronto, estiró la mano, cogió la botella y llenó su vaso de cerveza. A lo mejor acabábamos en la cama, pensé. Dio un trago y se quitó el abrigo. Lo dejó en el brazo del sofá. Miré sus pechos. Una palabra aparecía sobre ellos.
–Barril.
–¿Qué? –Rosa hundió la barbilla, miró hacia abajo; alzó la cabeza con violencia–. ¿Me estás llamando gorda?
–¡No! Es lo que pone en tu jersey. Ba…
Afiné la vista. Badgirl.
–Perdona, me he equivocado.
–¿Barril? Soy la tía más buena que te has follado en tu puta vida.
–Eso es verdad.
–Pajillero.
Siempre he pensado que la gente a la que mejor se le da el sexo es la que tiene carácter. Rosa lo tenía, y resultaba excitante verla alborotada.
–¿Qué haces esta noche? –Yo.
–He quedado, tío. Podemos vernos otro día, si quieres. –Ahora se puso el abrigo sobre el regazo–. Quería explicarte mi situación, ¿vale? Soy una persona que toma decisiones así, sin más, ¿vale? Y ahora he tomado dos decisiones… súbitas. Despedirme y dejar de verte. De verte tanto. Lo entiendes, ¿no?
A pesar del acné de su dialéctica, lo entendía.
–¿Y?
–¿Y? Pues eso, que me ha parecido lo justo venir y decírtelo. He encontrado otro trabajo, y quiero encontrar a alguien que me trate… mejor. Lo he pasado muy bien contigo, Santi, de veras, he aprendido… cosas. Lo de atarnos y todo eso. Guay. Pero, uf, tiene un punto trash que no. Que ya.