Ella lo miró con un profundo desdén.
—Tampoco estaba en el latifundio —continuó el
fugitivarius
fingiendo tristeza—. Fuimos a buscaros a los dos el día después de que os marcharais hacia Roma. ¿Verdad que sí, chicos?
Sus hombres mascullaron en señal de asentimiento.
Como vio que Fabiola abría bien los ojos, Scaevola sonrió con crueldad.
—Te lo advertí, ¿verdad? Nadie me contraría sin recibir su merecido.
Fabiola se esforzó por no alterar la voz.
¿Qué hiciste?
Atacamos justo antes del amanecer. Es la mejor hora —explicó deleitándose— matamos a tus gladiadores preferidos. Incendiamos los edificios y nos llevamos a todos los esclavos para venderlos. Sin embargo, lo mejor de todo fue que recuperamos al fugitivo que había perseguido. Como es lógico, tuvo que recibir su castigo. —Se hizo una pausa—. Dicen que los hombres castrados son buenos criados para las mujeres.
A Fabiola le costaba asimilar tanto horror.
—¿Y Corbulo? —suplicó.
Scaevola se guardaba lo peor para el final.
—El viejo cabrón fue muy tozudo —dijo con admiración—. La mayoría de gente se va rápidamente de la lengua cuando tiene los pies en el fuego. Pero él no. Hasta que no le rompimos los brazos y las piernas no empezó a hablar.
—¡No! —gritó Fabiola, intentando soltarse—. Corbulo no había hecho nada.
—Sabía dónde estabas —respondió el
fugitivarius
—. Con eso bastaba.
—¡Os pudriréis todos en el infierno por esto! —espetó Fabiola mientras las lágrimas le surcaban las mejillas—. ¡Y Brutus os enviará allí!
Scaevola hizo una mueca:
—Yo no lo veo por ninguna parte. ¿Alguien lo ve?
Sus hombres menearon la cabeza riéndose por lo bajo.
—¡Lástima! —añadió—. Tendremos que capturar a ese hijo de puta más tarde. El único buen seguidor de César es hombre muerto.
Fabiola estaba boquiabierta. «¿Qué he hecho yo para merecer esto, gran Júpiter?»
—Así que me temo que estamos solos —dijo Scaevola en tono burlón. Le soltó el pelo, le agarró el cuello del vestido con ambas manos y se lo rasgó hasta la cintura.
Sus seguidores dejaron escapar gritos ahogados ante la visión.
Fabiola, acostumbrada a que los hombres la vieran desmida, ni se inmutó. Pero su furia interna no conocía límites.
Sextus se retorcía inútilmente junto a ellos en el suelo.
Scaevola le acarició los pechos generosos mirándola a los ojos.
—¿Te gusta? —le susurró.
La joven no le concedió el beneficio de una respuesta. Pero un profundo terror se estaba apoderando de ella.
El dejó caer la mano y le acarició el vientre liso. Lo único que Fabiola podía hacer era no apartarse, pues sabía que eso sólo intensificaría el gozo del
fugitivarius
jefe. Acto seguido, le quitó por completo el vestido rasgado y lo dejó caer en el barro ensangrentado. La ropa interior de Fabiola vino a continuación. Los dos matones que la sujetaban se balancearon sobre uno y otro pie mientras contemplaban su hermoso cuerpo.
Hasta Scaevola abrió unos ojos como platos al verla.
—¡Igualita que Venus! —jadeó. Le colocó una mano carnosa en la ingle—. Pero a ésta te la puedes follar.
Fabiola se puso tensa sin querer. El contacto de su mano le trajo recuerdos de Gemellus, el comerciante que había sido el dueño de toda su familia, y de otros clientes indeseables del burdel.
El
fugitivarius
sonrió de oreja a oreja y le introdujo un dedo en la vagina.
Aquello era demasiado para Fabiola. Para sorpresa de quienes la sujetaban, consiguió liberar el brazo derecho. Clavó sus largas uñas en la mejilla de Scaevola y le abrió cuatro buenos boquetes en la carne. Más sorprendido que herido, éste retrocedió profiriendo insultos. Fabiola no tuvo más oportunidades de hacerle daño; los matones enseguida la neutralizaron. Poco podía hacer para contrarrestar su fuerza. Más valía conservar la energía para otra oportunidad. Así pues, dejó de resistirse.
Mientras la sangre le corría sin parar hasta el cuello, Scaevola se situó delante de ella una vez más.
—Menuda arpía estás hecha, ¿eh? —dijo, jadeando—. Me gusta que mis mujeres sean así.
Esta vez, Fabiola le escupió.
El respondió dándole un buen puñetazo en el plexo solar que la dejó sin aire. Empezó a ver estrellas y se le doblaron las rodillas, incapaces de sostenerla. Nunca había sentido tanto dolor.
—¡Dejadla caer! —oyó que decía el
fugitivarius
—. Me la follaré aquí mismo.
Los hombres soltaron obedientemente a Fabiola, que se desplomó encima del vestido rasgado. Se hicieron a un lado y dejaron que su jefe se saliera con la suya. Estaba claro que no era la primera vez que ocurría algo así.
Scaevola se levantó la cota de malla y la túnica con una sonrisa y liberó la erección del
licium
, la ropa interior. Se le acercó más, observando con avaricia el pulcro triángulo de vello que formaba su pubis. La violencia sexual formaba parte de su trabajo y Fabiola era más hermosa que cualquier otra esclava a las que había violado. El hombre iba a disfrutar.
Aturdida, Fabiola alzó la vista. Le embargaron las náuseas y se esforzó por no vomitar. Aquello sería peor que cualquier acto sexual que hubiera soportado como prostituta. Por lo menos aquellos hombres habían pagado por estar con ella y en un prostíbulo caro la gran mayoría nunca se mostraban violentos. La amenaza de Vettius y Benignus suponía protección suficiente para las mujeres de Jovina. En aquel momento, Fabiola habría dado todo el dinero del mundo para que aparecieran los dos enormes porteros.
Sin embargo, estaba completamente sola.
Las lágrimas le escocían en los ojos, pero Fabiola las disipó sin piedad. La autocompasión no haría sino empeorar lo que estaba a punto de ocurrir. Lo más importante en ese momento era sobrevivir. Sobrevivir y ya está. Se estremeció ante la perspectiva.
Scaevola se puso de rodillas y le separó las piernas. Tomándoselo con tranquilidad, el
fugitivarius
le acarició la cara interior de los muslos y se rio al ver que el miedo le había puesto la carne de gallina. Medio aturdida e incapaz de aguantar más, la repugnancia de Fabiola resultaba obvia.
Los hombres los rodearon porque no querían perderse ni un detalle.
Scaevola ya no aguantaba más. Con un gruñido animal, se acercó más. El extremo de su erección empujaba hacia delante, buscando.
Fabiola apartó la cabeza para no tener que mirarlo a la cara. Aquello era lo que su madre había soportado durante años. Si ella había podido, su hija también.
En ese preciso instante, ese pensamiento no hizo que la situación le resultara más fácil.
Fabiola sintió vergüenza. Cuando terminara, Scaevola dejaría que sus hombres también la violaran, antes de que uno de ellos le cortara el cuello. Entonces dejarían su cuerpo tirado como un trozo de carne, entre los demás muertos. Intentar salvar al joven esclavo que había entrado corriendo en su latifundio había sido una temeridad, pero en cierto modo seguía pareciéndole bien. No haber reaccionado habría sido negar todo lo que Fabiola era, su origen. De todos modos, tarde o temprano Scaevola habría atacado su propiedad en busca de Brutus.
El
fugitivarius
agarró la mandíbula de Fabiola con mano de hierro y le retorció la cara hacia la de él. La perforó con una mirada oscura y asesina. Su mal aliento hizo que le entraran arcadas.
—¡Mírame mientras te follo! —masculló. Se inclinó para lamerle los pechos—. ¡Puta de mierda!
Al final, Fabiola dejó escapar un sollozo. Aquello era mucho peor de lo que había imaginado. Consiguió apartar la cara otra vez.
Entre las piernas de los hombres que estaban de pie a su lado, percibió una sombra en movimiento procedente del callejón. Nadie más lo advirtió. Totalmente absortos en la violación, ninguno de los matones miraba hacia otro lado. Fabiola se llevó una sorpresa al ver las figuras armadas que invadían la calle en silencio. Todos iban vestidos con unas túnicas militares descoloridas y remendadas y cota de malla maltrecha. Alguno que otro lucía una
phalera
en el pecho. Todos los hombres llevaban cascos de bronce en forma de cuenco con penachos de crin erguidos. Avanzaban formando un muro compacto, armados con
gladii
y
scuta
ovales y alargados. Sólo podía tratarse de ex legionarios, hombres que sí sabían luchar de verdad. Y no parecían estar allí en son de paz.
Fabiola abrió la boca asombrada.
Scaevola interpretó que tenía miedo y entonces se rio y se dispuso a penetrarla.
Sus hombres se dieron cuenta demasiado tarde de que algo pasaba.
Sonaron unos golpes secos cuando los pesados tachones de los escudos impactaron en la espalda de quienes estaban más cerca y les hicieron perder el equilibrio. A continuación, llegaron las implacables estocadas de espada que atravesaron vientres y dejaron pechos abiertos al aire. Muchos matones murieron en el ataque inicial y el lugar quedó sumido en un caos absoluto mientras los restantes se esforzaban por comprender qué había ocurrido. Sin mediar palabra, los veteranos siguieron adelante con paso decidido y condujeron a los
fugitivarii
como ovejas al matadero, despiadados ante la confusión de sus enemigos. Habían hecho cosas así infinidad de veces.
Los rufianes supervivientes profirieron gritos de terror cuando se dieron cuenta de que no tenían escapatoria.
El
fugitivarius
jefe soltó una maldición y se retiró de la ingle de Fabiola. Había perdido totalmente la erección e intentó ponerse la ropa interior a la desesperada. Si no se levantaba del suelo, pronto moriría. Se puso en pie como pudo y se sumó a la pelea.
Fabiola vio como uno de los veteranos hacía una especie de placaje a un matón muy corpulento armado con una espada corta y un puñal. Se agachó, levantó el tachón del escudo dorado hacia la cara de su contrincante, lo obligó a echar la barbilla hacia atrás y le dejó el cuello al descubierto. Al movimiento clásico, siguió una rápida cuchillada con el
gladius
. Un buen chorro de sangre corrió por la hoja de hierro recta. El
fugitivarius
murió incluso antes de que le retirara la hoja del cuello y lo dejara caer al suelo.
Fabiola aprovechó la oportunidad para ponerse lo que le quedaba de vestido y cubrirse así en parte el cuerpo desnudo. Cogió una espada que había por allí tirada, dispuesta a luchar antes de que algún otro intentara ponerle las manos encima.
—¡Señora! Liberadme.
Se dio la vuelta sorprendida. Sextus yacía a unos pocos pasos y seguía atado. Fabiola se le acercó a rastras y rápidamente le cortó las ataduras.
El esclavo herido le dio las gracias con un asentimiento de cabeza y cogió el arma que tenía más cerca: un hacha con muescas en la hoja.
Se acurrucaron juntos a la espera de que acabara la batalla.
No duró mucho. Sorprendidos y superados en número, los matones supervivientes no opusieron mucha resistencia. Aunque estaban acostumbrados a luchar juntos, normalmente sólo se enfrentaban a esclavos aterrorizados y medio muertos de hambre: fáciles de intimidar e incluso más fáciles de vencer. Varios soltaron las armas y suplicaron clemencia. No consiguieron más que una muerte más rápida. Veterano de un montón de refriegas, Scaevola se dio cuenta de que el juego había terminado. Girando sobre sus talones, quitó de en medio a uno de sus hombres con un grito de impaciencia. Saltó hacia atrás, hacia el Foro. Pese a los disturbios, tenía más posibilidades de sobrevivir allí que con sus acólitos.
Miró a Fabiola de hito en hito.
El tiempo se detuvo.
Dominado por una amarga rabia, el achaparrado
fugitivarius
la insultó. Ella hizo lo mismo. Molesto por su actitud desafiante, se abalanzó hacia delante,
gladius
en mano. Y se encontró con Sextus, que blandía el hacha.
Scaevola fue patinando hasta detenerse.
—¡Espero que acabes en el infierno! —espetó antes de salir disparado calle arriba.
Abrumada por el miedo y hecha un manojo de nervios, Fabiola se dejó caer en el barro. Sextus se le acercó con actitud protectora mientras el ojo sano le brillaba de rabia. Cuando cayeron los últimos matones, los veteranos los rodearon y Sextus se giró hacia uno y otro lado blandiendo el hacha contra todo aquel que se pusiera a su alcance.
Fabiola cerró los ojos. Existía la posibilidad de que sus rescatadores fueran sólo otro grupo de violadores en potencia. Pero no se le acercaron más. Cuando acabaron, los pesados
scuta
repiquetearon en el suelo. Sin hablar, los hombres se dieron un respiro; el pecho les palpitaba y tenían los brazos enrojecidos de empuñar la espada. Matar era un trabajo cansado.
Como vio que no pasaba nada, Fabiola se levantó envolviéndose con los harapos que tenía por vestido. Los rostros sin afeitar la observaron con admiración. En silencio. Y ni un solo hombre se movió. Ella no sabía cómo reaccionar. Sextus tampoco.
Al final, uno de los veteranos que los rodeaban soltó un agudo silbido. Fabiola se quedó boquiabierta cuando vio a Secundus salir del callejón. El círculo se abrió para dejar que se le acercara.
—Señora —dijo, inclinando la cabeza.
Fabiola intentó mantener el tipo.
—Te estoy muy agradecida —dijo, y lo recompensó con una radiante sonrisa.
—¿Qué ha ocurrido?
—Huíamos de los disturbios —explicó Fabiola—. Y nos tendieron una emboscada. Iban a… Ha estado a punto de… —Las palabras se le secaron en la garganta.
—Ahora estáis a salvo —musitó Secundus dándole una palmada en el brazo.
Fabiola asintió temblorosa, pues todavía la asaltaba un torbellino de emociones. Aunque Secundus parecía comprensivo, no todos los veteranos tenían una expresión tan amable.
Secundus observó con desprecio el cadáver más próximo.
—Y pensar que luchamos por cabrones como éste…
Era un comentario muy oportuno. Desde tiempos inmemoriales, los soldados romanos habían luchado y muerto por defender a sus compatriotas. Mientras tanto, otros hombres robaban, violaban y mataban a ciudadanos en las calles de Roma.
—Era una emboscada planeada —explicó Fabiola.
Le contó a Secundus que la agresión de Scaevola y sus hombres se debía al hecho de que ella y Brutus eran seguidores de César. No mencionó al joven fugitivo que había sido el motivo de su encontronazo. Pocas personas comprenderían que alguien saliera en defensa de un esclavo.