El aire se llenó con preguntas de los otros legionarios, pero Romulus las pasó por alto.
Entonces todos lo oyeron perfectamente.
Brennus adoptó una actitud serena y se puso a pensar en su esposa e hijo, que habían muerto sin que él estuviera allí para defenderlos. En su tío, que había dado su vida para salvarlo a él. En su primo, cuya vida Brennus no había podido salvar. Sólo la muerte sería capaz de apaciguar el sentimiento de culpa que sentía por aquellas pérdidas. Y si, al hacerlo, salvaba la vida de Romulus, no moriría en vano.
De hecho, cuando los primeros jinetes aparecieron, Brennus sonrió.
Los seguían por lo menos doscientos más. Los escitas llevaban una armadura de escamas brillante que les cubría el cuerpo hasta los muslos e iban armados con lanzas, hachas cortas, espadas y arcos compuestos recurvados. Para maximizar el espectacular efecto de su aparición, los jinetes frenaron a los caballos rojizos y se detuvieron. Unos doscientos cincuenta pasos de terreno nevado los separaba de los maltrechos soldados romanos. Distancia suficiente para efectuar una carga en toda regla.
«He predicho el futuro con precisión —pensó Romulus con amargura—. Pero esto no lo vi.»
Novius, que estaba cerca, palideció. ¿Qué oportunidad tenían ahora?
No fue el único que reaccionó así. A Romulus se le cayó el alma a los pies cuando por fin asumió lo que les esperaba. «La adivinación fue lo mejor que he hecho. Y lo último. Seguro que ahora nos morimos todos.» Con la infantería y los arqueros a punto de entablar batalla por la retaguardia, y con la caballería que les bloqueaba el avance, no tenían adónde ir. Aparte de al Elíseo. De no se sabe dónde, Romulus recogió los restos de su fe en el dios guerrero. «¡Mitra! ¡No nos abandones! ¡Merecemos tu favor!»
—¿Cómo han llegado hasta aquí estos cabrones? —gritó el
optio
mayor. Escitia se encontraba al sureste, con una larga cordillera que la separaba de Margiana. Las vías de paso solían quedar bloqueadas por la nieve durante varios meses.
Sólo hubo una respuesta.
—Han rodeado los picos, señor —respondió Romulus. Sólo eso explicaba la presencia de los escitas en pleno invierno.
—¿Por qué ahora? —preguntó el
optio.
—Para pillarnos desprevenidos —dijo Brennus—. ¿Quién iba a esperar un ataque de esta envergadura en esta época del año?
—Los dioses deben de estar enfadados —espetó Gordianus, haciendo la señal contra el mal. Miró a Romulus sin acritud. Ahora volvían a ser compañeros—. ¿Tenemos alguna esperanza?
—Prácticamente ninguna —reconoció.
A medida que la información llegaba a las filas de atrás, se iban oyendo murmullos de temor.
—Pues esperemos que los jinetes de Darius lleguen a buen puerto —dijo Gordianus—. De lo contrario, toda la legión corre peligro.
Las apelotonadas hileras de escitas iban acercándose por la retaguardia. Al mismo tiempo, el soldado de caballería principal sacudía las riendas y obligaba al caballo a caminar. Luego vendría el trote, y después, el medio galope.
Su destino estaba a punto de sellarse.
—¿Cuáles son las órdenes, señor? —preguntó Romulus.
El
optio
no estaba seguro. Normalmente, tenía un centurión que le decía qué hacer.
—Si los caballos echan a galopar, nos destrozarán, señor —dijo Romulus.
El
optio
parecía no tenerlo claro. En las alturas había más guerreros, y filas de arqueros detrás. Escapar por allí implicaba luchar cuesta arriba, mientras les caía una lluvia de flechas.
—¡Ataquémoslos ya! —dijo Romulus—. Así tendremos la posibilidad de machacarlos.
—¿Que los ataquemos? —inquirió el
optio
con incredulidad.
—¡Sí, señor! —Romulus lanzó una mirada a sus compañeros, que estaban asustados. Si los caballos los alcanzaban al galope, sin duda les harían romper filas. Y, si eso ocurría, la infantería escita pronto acabaría con ellos—. ¡Ya! —instó.
Poco acostumbrado a tanta presión, el
optio
vaciló.
Brennus agarró la espada con más fuerza. La idea de Romulus era la mejor, su única oportunidad. Si su antiguo comandante no actuaba, él intervendría. Letalmente, si fuera necesario.
Haciendo caso omiso del titubeante oficial subalterno, Gordianus se giró hacia sus compañeros. El también creía que Romulus tenía razón.
—¡Sólo tenemos una posibilidad! —gritó—. No podemos retroceder ni huir hacia los lados.
—¿Qué debemos hacer? —gritó una voz unas pocas filas por detrás.
—¡Atacar a los putos caballos! —exclamó Gordianus—. Antes de que echen a galopar.
Aunque los hombres estaban consternados, no protestaron.
Gordianus aprovechó el momento:
—¡Adelante!
Un rugido desafiante se alzó en el aire. Novius y sus compinches no parecían muy contentos.
Romulus no se demoró más.
—¡Formad cuña! —gritó—. ¡Al ataque!
El lento
optio
no tuvo tiempo de responder. Desesperados por sobrevivir, los legionarios avanzaron con ímpetu y lo arrastraron consigo.
Romulus mantuvo su posición al frente de la cuña. Brennus iba repartiendo golpes a su derecha y Gordianus a su izquierda. Al poco rato, corrían a toda velocidad con los escudos en alto para protegerse de las flechas escitas. Los que iban detrás no podían correr y mantener los
scuta
por encima de sus cabezas, lo cual implicaba que la velocidad resultaba vital. En cuanto los arqueros montados empezaran a lanzar flechas, los hombres del medio empezarían a fenecer.
Los escitas respondieron a la carga romana instando a sus caballos a marchar a medio galope. Todos llevaban flechas colocadas en los arcos. Y todos ellos, sin excepción, tensaron la cuerda y se prepararon para lanzar flechas.
Menos de cien pasos separaba a ambos bandos.
Las flechas dibujaron arcos elegantes y zumbaron hacia los legionarios. El hombre que estaba justo detrás de Brennus cayó, con la mejilla atravesada. Los escudos de Romulus y Gordianus recibieron más astas, lo cual hacía que les costara más manejarlos porque no podían arrancarlas. El veterano empezó a murmurar una plegaria a Marte, el rey de la guerra.
El sudor corría por el rostro de Romulus y le entraba en el corte que tenía justo debajo del ojo derecho. La sal le escocía, así que utilizó el dolor para concentrarse. A algunos legionarios todavía les quedaban jabalinas, pensó. Si alcanzaban a algún escita, se caerían. La formación se abriría. Tal vez eso nos daría espacio suficiente para cruzar. «¡Mitra, protégenos! ¡Danos fuerzas para sobrevivir!»
Cincuenta pasos.
—¡Preparad los
pila
! —gritó—. ¡Cuando dé la orden, lanzadlos a discreción!
Brennus sonrió orgulloso. Romulus se estaba convirtiendo en un líder.
Acostumbrados a obedecer órdenes, quienes tenían jabalinas echaron el brazo derecho hacia atrás. Todos ellos habían sido instruidos para lanzarlas sin dejar de correr.
Aterrizó otra avalancha de flechas. Los hombres emitían sonidos suaves y ahogados cuando los extremos de metal les ensartaban la garganta; gritaban cuando los globos oculares se les reventaban. A otros los alcanzaron en la parte inferior de las piernas, donde los escudos no los cubrían. Los cuerpos caídos hacían tropezar a los que iban por detrás y los legionarios de la retaguardia tenían que pisotearlos quisieran o no. Heridos, moribundos o sencillamente agotados, la situación era de sálvese quien pueda.
Treinta pasos. Buena distancia para la jabalina.
—¡Apuntad a los jinetes de delante! —gritó Romulus una vez más—. ¡Lanzad!
Si ya era lo bastante difícil tener puntería con un
pilum
de parado, a la carrera resultaba mucho más complicado. Al oír la orden de Romulus, ocho o diez salieron disparados hacia los jinetes que se aproximaban. La mayoría se quedó corta. Sólo dos dieron en el blanco: el pecho del jinete tatuado que iba en cabeza. Murió al instante; se inclinó hacia un lado y cayó. Los caballos que venían por detrás enseguida lo pisotearon.
Gordianus gritó entusiasmado.
Tal como había deseado Romulus, la montura del muerto se apartó de la cuña romana, ansiosa por huir. Así quedaba un pequeño hueco en las filas enemigas. Fue directo a él.
Pero el resto de los escitas seguía lanzando flechas sin parar. Con los veinte pasos que los separaban, era muy difícil no alcanzar a los desventurados legionarios. A cada paso, los hombres caían en la nieve, y su sangre la manchaba de un rojo intenso.
Alguien intentó hablar, pero sus palabras resultaban incomprensibles. Romulus giró la cabeza. Gordianus había sido alcanzado en el hombro izquierdo, justo donde terminaba la cota de malla.
El veterano se quedó petrificado. Volvió a intentar hablar, sin éxito. Se llevó la mano al asta de madera que le sobresalía de la carne, pero la dejó caer. Gordianus sabía que, si se arrancaba la flecha, su muerte sería más rápida.
Aunque Romulus estaba apenado, no podía hacer nada. Gordianus era hombre muerto.
Dejando caer el
gladius
, el veterano se inclinó y agarró con fuerza el hombro de Romulus con la mano derecha. Articuló dos palabras en silencio:
—Amigo mío.
Romulus asintió con el corazón en un puño.
Con las últimas fuerzas que le quedaban, Gordianus lo apartó. Al hacerlo, una lanza escita lo alcanzó en el costado izquierdo descubierto. A tan poca distancia, le atravesó la cota de malla. Gordianus abrió los ojos como platos y cayó de rodillas.
Incapaz de mirar, Romulus apartó la vista.
—Tranquilo, chico —gritó Brennus—. Yo sigo aquí.
Pero la batalla no estaba yendo bien. Los jinetes arrasaban la cuña menguante por los laterales, lanzando flechas a bocajarro. Las consecuencias eran terroríficas y devastadoras. En la acometida tampoco había tregua. Los caballos describían un círculo cerrado y no hacían más que cabalgar alrededor, repitiendo el ataque una y otra vez.
Para entonces, la cuña se había detenido por completo. Con cada baja, se creaba otro hueco en el muro de escudos, lo cual dificultaba aún más detener las flechas y lanzas escitas. Romulus calculó que quedaban menos de cuarenta legionarios ilesos. Y rápidamente estaban perdiendo las ganas de luchar.
Entonces vio por qué. Una horda de infantería se les acercaba por detrás para sellar su destino.
Romulus negó con la cabeza. Mitra les había dado la espalda. De Júpiter, no había ni rastro. Iban a morir allí mismo.
—Se acabó —dijo cansinamente.
—Nunca se acaba —rugió Brennus.
Arrebató
un pilum
a un soldado muerto que tenía a sus pies y lo lanzó a un jinete que se le acercaba. Su esfuerzo fue magnífico, pues alcanzó al escita en el pecho con tal fuerza que éste cayó de la montura desplazándose hacia atrás.
Casi de inmediato, otro hombre le sustituyó.
El galo frunció el ceño; a Romulus le pareció una prueba más de que los dioses los habían dejado a su suerte.
Brennus abrió la boca para emitir una advertencia repentina. Alzó la mano para agarrar la empuñadura de su espada larga.
Romulus recibió un fuerte impacto y empezó a ver doble. Notó un dolor cegador en la cabeza y, al fallarle las rodillas, cayó al suelo.
—¡No! —gritó Brennus—. ¡Cabrón de mierda!
Fue lo último que Romulus oyó.
Roma, invierno de 53-52 a
. C.
Aunque le había molestado la respuesta de Secundus a su pregunta, Fabiola tuvo la sensatez de guardarse su opinión. Su seguridad era bastante frágil.
—Lo siento —musitó.
Se produjo un silencio incómodo y Fabiola se volvió para ver cómo estaba Sextus. Su tratamiento casi había acabado. Después de retirarle toda la suciedad y los fragmentos de metal de la cuenca del ojo, Janus se la había enjuagado con
acetum
. Ahora llevaba un vendaje limpio encima del boquete. Sextus, ya con la cara limpia, bebía de una pequeña taza de cerámica.
Janus vio que Fabiola miraba.
—Papaverum
—explicó, lavándose las manos en un cuenco de agua—. Uno de los analgésicos más potentes.
—¿Cómo se hace? —Fabiola tenía muy poca idea de los ingredientes de los brebajes que elaboraban los apotecarios, pues guardaban con gran celo los secretos de su oficio.
—Triturando las semillas de una planta que tiene unas pequeñas flores rojas —explicó el ordenanza—. Añadimos unos cuantos ingredientes más y preparamos una infusión con agua hirviendo. Alivia el más intenso de los dolores.
—Te refieres al dolor físico. —Nada puede aliviar la aflicción, pensó Fabiola con amargura. Salvo la venganza.
Janus ayudó a Sextus a tumbarse en el lecho más cercano.
—Duerme —ordenó.
Sextus no se resistió. Se desplomó en el jergón de paja y se dejó arropar con una manta de lana.
—¿Señora? —Secundus se había asomado a la puerta—. De momento, tenemos que dejarlo aquí —dijo secamente.
Fabiola dio las gracias a Janus con un asentimiento de cabeza y siguió a Secundus hasta la entrada principal, y después por otro pasillo. En unos instantes, Fabiola se hallaba sentada a una mesa en la cocina de losas de piedra. Se parecía a la de la casa de Gemellus. Tenía un horno de ladrillo de sólida construcción en un rincón, largas encimeras a lo largo de las paredes y estanterías de madera que contenían las típicas vajillas de arcilla negra y roja y hondos fregaderos. Como en todas las casas de ricos, unas tuberías de plomo transportaban agua corriente para lavar alimentos y platos; mientras que los desagües se llevaban el líquido sucio. Sin embargo, aquí no había esclavos: Secundus la había servido él mismo y había rechazado el ofrecimiento de ayuda mientras cortaba rebanadas de una hogaza de pan con el
pugio
. Le ofreció queso y pescado para acompañar el pan, algo que Fabiola aceptó agradecida. Los acontecimientos de la jornada la habían dejado muerta de hambre. Mientras comía, hizo caso omiso de la mezcla de miradas curiosas y ariscas de los muchos veteranos allí presentes. Ella y Sextus estaban bajo la protección de Secundus; de hecho, dudaba que alguno de los hombres marcados les fuera a hacer daño.
Cuando Secundus se marchó, Fabiola pensó en cómo había escapado por los pelos de Scaevola. En lo que éste había hecho al fugitivo y al pobre Corbulo en el latifundio. La joven cerró los ojos y rezó como no había hecho desde que fuera vendida para ejercer la prostitución. Hasta ese día, aquéllos habían sido los momentos más duros de su vida, momentos en que sólo su fe y su determinación nata le habían permitido resistir. Ahora, el sentimiento de culpa por la muerte de Corbulo y sus guardas pesaba sobre los hombros de Fabiola. Estar a punto de ser violada por doce hombres le había causado un trauma que tampoco olvidaría con facilidad.