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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórica

El águila de plata (24 page)

BOOK: El águila de plata
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Fue entonces cuando Pacorus se revolvió bajo las mantas. Abrió los ojos, con los párpados pesados por el somnífero que Tarquinius le había administrado.

No del todo seguro de su autoridad, Vahram se quedó quieto. Sus hombres hicieron lo mismo.

El arúspice elevó una plegaria a Mitra. «¡Despierta!»

Pacorus volvió a cerrar los párpados y se dio la vuelta, por lo que quedó de espaldas a ellos. El
primus pilus
contrajo la cara de placer y alzó un pulgar hacia la puerta.

Sintiendo un profundo cansancio, el arúspice se dejó arrastrar al exterior. Hasta los guardas de Pacorus habían desaparecido de sus puestos. Los dioses estaban de mal talante. Esa noche no habría ninguna adivinación fácil: sólo dolor y, posiblemente, muerte.

Al comienzo, Vahram ni siquiera hizo preguntas. El objetivo de todo aquello era vengarse, además de obtener información. Esperó pacientemente mientras sus hombres ligaban las muñecas de Tarquinius a una anilla de hierro situada en lo alto de un pilar, en el patio. Entonces hizo un gesto sencillo con la mano. La paliza que siguió duró bastante. Los tres guerreros cambiaron de posición cuando el brazo derecho se les cansó de restallar el látigo.

Tras recibir cien latigazos, Tarquinius perdió la cuenta. Se desmayaba y recobraba la conciencia por turnos, tenía la túnica y la carne hechas jirones por culpa de la franja larga y fina de cuero con el extremo de hierro lastrado. Unos buenos regueros de sangre le recorrían la espalda, hasta llegarle a las piernas y coagulársele alrededor de los pies. Una avalancha de agonía le invadía el cuerpo. Si la mordaza no se lo hubiera evitado, se habría mordido el labio inferior. Pero no podía evitar los temblores involuntarios que lo torturaban y que hacían reír a Vahram.

—¿Dónde está ahora tu poder, adivino? —se mofaba.

El viento gélido que soplaba en el patio era lo único que ofrecía cierto alivio a Tarquinius, y en cierto modo le calmaba las heridas. Pero también tenía un efecto demoledor. El arúspice estaba tan aturdido por el dolor que, si el calvario duraba mucho más, sabía que el frío y las heridas lo matarían. Sin las prendas gruesas que llevaban sus torturadores, ningún hombre duraría más de unas pocas horas en el exterior.

Vahram también lo sabía.

Tarquinius notó vagamente que lo bajaban y lo conducían al interior. Sin contemplaciones, lo arrojaron junto al fuego, que liberó nuevos torrentes de sufrimiento. Mientras uno de los guardas alimentaba las llamas, los otros le frotaban los pies y los brazos con mantas hasta que volvió a sentirlos. El arúspice sentía un hormigueo y escozor en las extremidades a medida que iba recuperando la sensibilidad, y se desanimó. Las atenciones que le estaban prodigando ponían de manifiesto que su sufrimiento no había terminado. Era obvio que Vahram estaba desesperado por obtener información y no pararía hasta conseguirla.

—¿Ahora estás preparado para hablar?

Tarquinius abrió los ojos y se encontró al
primus pilus
a su lado. Vahram le quitó la mordaza para que pudiera hablar.

—¿Qué queréis saber? —susurró.

Vahram curvó los labios hacia arriba en señal de triunfo.

—Todo —repuso—. Sobre mi futuro.

—¿Vuestro futuro? —masculló Tarquinius—. ¿Y el de Pacorus?

Asintiendo, el
primus pilus
se envalentonó.

—¿Quién debería dirigir ahora la Legión Olvidada? —murmuró—. Supongo que no será ese lisiado que yace en la cama…

En aquel instante lo vio todo claro. El arúspice tragó saliva, tenía la boca totalmente seca. Dadas las cada vez mayores posibilidades de que Pacorus sobreviviera, las esperanzas de Vahram estaban empezando a desvanecerse. La situación era forzada y ahora el ambicioso
primus pilus
quería una señal para poder hacerse con el mando de la Legión Olvidada. Si Tarquinius se la daba, Pacorus moriría. Si no…

Tras el achaparrado parto, el fuego se estaba reavivando. Con nuevos troncos que consumir, las llamas iban en todas direcciones, buscando el mejor lugar para ascender.

Vahram estaba ansioso y seguía la mirada del arúspice. Ninguno de los dos habló durante unos instantes.

Bajo la luz blanca, el jinete que Tarquinius había visto antes reapareció. Esta vez le vio claramente la cara. No había duda de que se trataba de Vahram. Le faltaba la mano derecha y se le veía aterrorizado. Con un enorme esfuerzo, el arúspice no denotó emoción alguna. No podía revelar aquello sin perder su propia vida. Vahram tenía un genio feroz.

—¿Y bien?

Entumecido por el dolor, Tarquinius era incapaz de pensar una buena respuesta. Negó con la cabeza.

El
primus pilus
, rugiendo de rabia, le propinó un fuerte puñetazo en la cara.

El arúspice notó que se le rompía la nariz. La boca se le llenó de sangre y escupió un coágulo enorme en la alfombra.

—No está claro —murmuró con los dientes ensangrentados—. Últimamente, no soy capaz de ver nada.

Vahram dejó claro con su expresión que no se lo creía.

Pacorus seguía durmiendo en su cama, situada a escasos pasos de distancia.

—¡Sacadlo otra vez al exterior!

Los guerreros se aprestaron a obedecer. Levantaron a Tarquinius en peso y lo arrastraron hacia la puerta.

—¡Un momento! —Oyeron el sonido característico de un puñal al ser desenvainado.

Se hizo un largo silencio.

Uno de los guardas, que vio lo que Vahram hacía mirando por encima del hombro, se echó a reír.

Las náuseas embargaron a Tarquinius. La crueldad del
primus pilus
no conocía límites.

Se acercaron unos pasos pausados. Cuando la hoja caliente tocó el corte más profundo que tenía en la espalda, el arúspice ya no aguantó más. Un gemido escapó de su boca.

Pacorus se movió y Vahram se dio cuenta de que había ido demasiado lejos dentro de la habitación. Apartó la mano e hizo salir a sus guardas y la carga que llevaban por la puerta. Volvieron a atar a Tarquinius en la anilla de hierro.

Le presionaron el extremo candente contra la carne una y otra vez. Vahram se inclinaba constantemente y susurraba al oído del arúspice:

—Cuéntamelo y pararé.

Desesperado por acabar con su propio sufrimiento, Tarquinius se veía incapaz. Aparte de dos detalles, se le había quedado la mente en blanco, pese a su enorme agudeza en circunstancias normales. Antes había visto que el papel de Pacorus en el futuro de él y sus amigos era esencial, y esa noche el fuego le había mostrado que la vida del
primus pilus
podía correr peligro. Revelar cualquiera de esas dos cosas a Vahram era una locura y no se le ocurría nada más. Así pues, continuarían torturándolo.

Por suerte, la temperatura gélida enfrió el puñal rápidamente.

Pero el
primus pilus
entró otra vez y fue directo al fuego.

La debilidad se apoderó de Tarquinius y se quedó colgado, pues era incapaz de mantenerse erguido durante más tiempo. La cuerda que le unía las muñecas se tensó brutalmente, pero para entonces ya ni siquiera la sentía. El dolor de los latigazos y las quemaduras amenazaban con superarlo.

Satisfechos con esperar a que su amo regresara, los guardas ganduleaban por allí cerca, charlando despreocupadamente.

El arúspice abrió los ojos, sin enfocar la mirada. Notaba cómo iba quedándose sin fuerzas a cada latido.

Una ráfaga de viento frío lo golpeó en la cara y le hizo alzar la vista.

El cielo nocturno que había visto antes había cambiado: ya no quedaba ni rastro de la luna ni de las estrellas. Se estaban formando unos enormes bancos de nubes amenazadoras. En lo más profundo de las mismas, estallaban destellos de luz clara, augurios de la tormenta que se avecinaba. Ya se oían fuertes truenos y en el aire se palpaba la expectación.

Una subida de adrenalina le recorrió todo el cuerpo.

Presenciar rayos y truenos era una de las mejores maneras de ver el futuro. Los antiguos libros etruscos que había estudiado tantos años atrás dedicaban muchos volúmenes precisamente a ese tipo de fenómeno natural. Tal vez viera algo que apaciguara al vengativo
primus pilus
. Y salvara su propio pellejo.

Más rápido de lo que un ojo es capaz de captar, un rayo cegador salió disparado de un banco de nubes que tenían justo encima.

Abrió los ojos como platos por la conmoción cuando se le presentaron una serie de imágenes.

Los jinetes escitas aniquilando a una fuerza romana mucho menos numerosa.

Cinco legionarios con las espadas en alto formando un círculo alrededor de Romulus y Brennus.

Un cadáver colgado de una cruz.

Un par de hombres rodando y peleando junto al tenue resplandor de un fuego. Uno tenía en la mano una flecha con el extremo curvado. Sus compañeros, ajenos a lo que sucedía, dormían al lado. La otra figura que luchaba era Romulus.

La luz brotó de la habitación cuando Vahram apareció con el cuchillo caliente bien agarrado en la mano derecha. Se le acercó pavoneándose, sabiendo que Tarquinius no podría soportar mucho más.

—¿Dispuesto a hablar? —preguntó con voz queda.

Tarquinius, sumido en un profundo trance, no respondió.

Vahram separó los labios enfurecido y presionó la hoja contra la mejilla izquierda de Tarquinius.

El olor a carne quemada llenó el ambiente.

Los pulmones de Tarquinius se llenaron de aire, gritó. Con sus últimas reservas de energía, se elevó hacia el relámpago, que ahora destellaba desde las nubes cada cierto tiempo. Antes de morir, tenía que saber.

La flecha que amenazaba a Romulus era escita. Estaba cubierta de
scythicon.

La voz del
primus pilus
le llegó desde la lejanía.

—Te daré otra oportunidad —dijo—. ¿Pacorus debería morir?

El rostro cié Romulus se contraía por el esfuerzo, pero el otro hombre era más fuerte. Poco a poco, la punta curvada descendía hacia su cuello descubierto.

Agotado, Tarquinius se desplomó en el suelo.

Había terminado. Todas sus predicciones habían sido equivocadas. Romulus no regresaría a Roma.

Vahram ya había tenido suficiente. Levantó el puñal hacia el cuello del arúspice y se le acercó hasta que tuvieron la cara separada por apenas un dedo.

Curiosamente, Tarquinius sonrió. Olenus también se había equivocado. Su viaje acabaría allí, en Margiana.

El
primus pilus
arqueó una ceja con expresión inquisitiva. Tarquinius le respondió escupiéndole en la cara.

—¡Entonces muere! —gruñó Vahram, retirando la hoja.

Capítulo 10 Derrota

Margiana, invierno de 53-52 a. C.

—¡Escoria! —susurró Optatus apretando los dientes—. ¿Cómo te atreves a alistarte en el ejército?

Romulus era incapaz de apartar la vista de la punta de la flecha. Bastaba con rasguñarle la piel para hacer que muriera gritando de agonía.

—La muerte es demasiado buena para ti —susurró Optatus—. Pero al menos así será dolorosa.

El fornido veterano empleaba la mano derecha para empujar hacia la yugular de Romulus, lo cual significaba que el joven soldado tenía que intentar impedírselo con el brazo izquierdo, más débil. Para evitar que gritara, Optatus le tapaba la boca con la otra mano. Ni siquiera podía retirársela con la derecha. Y la mayor fuerza de su enemigo significaba que el extremo curvado de la flecha se le acercaba al cuello con una inevitabilidad lenta y horrorosa. Romulus se esforzaba por no dejarse vencer por el pánico. Si caía presa de él, su vida llegaría a su fin. Enfrentado a una muerte segura, de repente el deseo de sobrevivir le resultó acuciante.

Dobló la pierna derecha con una sacudida e intentó darle un rodillazo a Optatus en la entrepierna.

—Tendrás que mejorar ese estilo, chico —se burló el veterano, moviendo las caderas y esquivando el golpe.

Desesperado, Romulus giró la cabeza de lado a lado. No tenía la espada al alcance de la mano, tampoco el fuego.

Optatus sonrió con malicia y se inclinó sobre la flecha.

La desesperación inundó todos los rincones del cuerpo de Romulus. Si se estiraba, quizá pudiera derribar uno de los troncos que ardía en la hoguera y así el ruido despertaría a Brennus. Se haría mucho daño, pero no se le ocurría nada más. Caminar con quemaduras en el pie no sería peor que la muerte, pensó Romulus sombríamente. La idea de permanecer con vida por lo menos hasta el amanecer le parecía suficiente. Consiguió mantener la punta de la flecha a escasos dedos del cuello y se retorció para intentar alcanzar el fuego con la sandalia izquierda. De nada sirvió, y Romulus volvió a sentirse aterrorizado.

Al notarlo, el gran veterano hizo una mueca del esfuerzo e intentó por todos los medios clavarle el extremo metálico letal a Romulus. Entonces le cambió la cara. En cuestión de segundos, pasó de una expresión de sorpresa a otra de relajación y se desplomó encima de Romulus, como un peso muerto. El extremo de la flecha se clavó en la tierra a menos de diez centímetros de distancia de la oreja izquierda del joven soldado.

Romulus observó el asta con ojos desorbitados. ¡Qué cerca había tenido la muerte!

Optatus fue retirado con gran esfuerzo y Brennus apareció sonriendo de oreja a oreja agachado encima de él.

—Parece que necesitabas un poco de ayuda —susurró, limpiando la sangre de la empuñadura de la espada larga.

—¿Sólo lo has dejado inconsciente? —musitó Romulus, horrorizado ante el comedimiento de Brennus—. ¡Es una flecha escita! Ese cabrón intentaba matarme.

—Lo sé —repuso el galo encogiéndose de hombros con actitud de disculpa—. Pero necesitamos a todos los hombres que hay aquí para tener alguna posibilidad de escapar. —Dio una patada a Optatus—. Incluso a él.

Los veteranos quizá no lo supieran, pero Brennus tenía razón, pensó Romulus con amargura.

Comprobaron que Darius y los oficiales seguían dormidos y arrastraron a Optatus, convertido en un fardo, al lugar que compartía con Novius y los demás.

Sorprendido, el pequeño legionario dio un respingo cuando soltaron el cuerpo de Optatus junto al fuego.

—¡Despertad! —susurró a Ammias y Primitivus.

Con expresión aturdida por el sueño, sus compinches se incorporaron de un salto.

Romulus y Brennus utilizaron las espadas para cubrirse mutuamente.

Novius observó a la pareja con desconfianza: ahora eran ellos quienes jugaban con ventaja. Dos contra tres, pero él era el único preparado para luchar.

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