—Bueno, ese pedazo de mierda ya se ha ido —afirmó Secundus para tranquilizarla cuando acabó la explicación—. No volverá tan rápido. La mayoría de sus hombres están muertos.
Más tranquila, Fabiola miró hacia el callejón. Al igual que el Foro, ahora estaba plagado de cadáveres. Unos cuantos matones seguían vivos, pero no durarían mucho. Los hombres de Secundus se movían entre ellos con pericia, cortando cuellos y buscando monederos en los bolsillos. Aquello no era agradable de ver, pero no se merecían nada mejor, pensó Fabiola.
Receloso de la violencia del Foro, Secundus empezó a llamar a los veteranos para que volvieran.
—Aquí más vale no entretenerse, señora —dijo, acompañándola al callejón. Sextus la seguía como un perro fiel.
—¿Sueles intervenir así? —preguntó ella.
Él se encogió de hombros.
—De vez en cuando.
Fabiola se sorprendió:
—Pero ¿por qué?
Secundus se echó a reír.
—Cuesta dejar la vida militar después de diez años o más, señora. Unos cincuenta o sesenta de nosotros seguimos en contacto, nos gusta que en esta zona reine la paz en la medida de lo posible. No podemos impedir lo que está pasando en el Foro, pero esto sí. Para nosotros es fácil, porque somos soldados profesionales. Y a Mitra le satisface.
Fabiola no acababa de comprender aquel comentario.
—¿Vuestro dios? —preguntó.
Él la miró fijamente:
—Sí, señora. El dios de los soldados.
Ella y Sextus le debían la vida no sólo a Júpiter sino a una deidad desconocida. Fabiola estaba intrigada.
—Me gustaría mostrar mi agradecimiento —dijo.
—¿En el Mitreo, señora? —preguntó—. Me temo que no es posible.
Poco acostumbrada a recibir una negativa por respuesta, Fabiola se indignó.
—¿Por qué?
—Sois una mujer. En nuestro templo sólo pueden entrar hombres.
—Entiendo.
Secundus tosió incómodamente.
—Sin embargo, aquí no estáis a salvo. —El fragor de la pelea seguía oyéndose desde el Foro—. Se os permite esperar en las antesalas. Mañana, cuando sea más seguro, os acompañaremos de vuelta a vuestro
domus.
—Mi esclavo viene conmigo. —Señaló a Sextus.
—Por supuesto —dijo él con indulgencia—. Nuestro ordenanza médico puede tratarle la herida.
Algunos de los veteranos no parecían muy contentos ante la oferta de cobijo y tratamiento de Secundus.
—¿Por qué me ayudas? —preguntó Fabiola.
Secundus le dedicó otra tímida sonrisa.
—Me disteis un
aureus
, ¿os acordáis?
«El dinero mejor empleado de mi vida», pensó Fabiola.
—Es curioso que nuestros caminos se hayan vuelto a encontrar tan pronto —dijo ella.
—Los designios de los dioses son inescrutables, señora —repuso Secundus.
—¡Pues sí! —convino ella con vehemencia.
Dejaron a los muertos desparramados sin orden ni concierto en el barro y Secundus los alejó de allí por una serie de estrechas callejuelas vacías. Sus compañeros se dispersaron: unos caminaban delante para protegerlos y otros detrás. Pese a sus reservas acerca de Fabiola y su esclavo, todos mantenían las espadas desenfundadas y los ojos bien abiertos por si surgía algún contratiempo. Pero no había nadie más por allí. Todos los hombres de Clodio y de Milo habían acudido al Foro y el fragor de la batalla campal bastaba para que los ciudadanos permanecieran entre cuatro paredes. Las puertas estaban cerradas, y las ventanas, enrejadas. Las fuentes de las calles salpicaban ruidosamente, desatendidas. No había plebeyas recogiendo agua en vasijas de cerámica ni lavando la colada. En los baños públicos, no había vecinos contando chismes ni golfillos vendiendo esponjas empapadas de vinagre y pinchadas en un palo. Los puestos desvencijados de madera en los que solía ofrecerse pan, cerámica, artículos de ferretería y alimentos sencillos estaban vacíos y abandonados. Ni siquiera se veía a los leprosos que mendigaban y a los típicos chuchos que rebuscaban entre los desperdicios. De vez en cuando un rostro asustado atisbaba por las contraventanas entrecerradas, pero las cerraban rápidamente a cal y canto si alguien alzaba la mirada. Resultaba sobrecogedor desplazarse por la ciudad sin las trabas que causaban el tráfico o la muchedumbre. Roma solía ser un hervidero de actividad de sol a sol.
Aquel día no.
Cuando llevaban un rato ascendiendo, el sonido de la violencia fue desvaneciéndose poco a poco.
—¡Estamos en el Palatino! —exclamó Fabiola sorprendida.
Secundus le dedicó una sonrisa socarrona.
—Esperabais que estuviéramos asentados en la colina Aventina o Celia, ¿no?
Fabiola se sonrojó al ver que el hombre no se había equivocado en su suposición. La mayoría de los residentes del Palatino eran ricos, a diferencia de las figuras harapientas y sin afeitar que la rodeaban.
—Los soldados son el verdadero espíritu de Roma —dijo con orgullo. Los demás soltaron un gruñido para mostrar su acuerdo—. Este es nuestro lugar, en el corazón más antiguo.
Fabiola inclinó la cabeza en señal de respeto. Al fin y al cabo, los legionarios eran quienes luchaban y morían por la República. Aunque ésta no fuera santo de su devoción, respetaba el valor y los sacrificios que los veteranos habían hecho en su nombre. Bastaba con ver el muñón en el brazo de Secundus y la gran cantidad de cicatrices de todos los ex soldados para darse cuenta de ello. Les habían hecho trizas la piel, habían perdido sangre y habían visto morir a sus camaradas, mientras que los ricos que vivían allí habían dado muy poco, si acaso, por su Estado.
Mientras avanzaban siguiendo un muro alto y liso, Secundus se paró ante una pequeña puerta cuya superficie estaba reforzada con tachones de hierro a modo de protección. Una sencilla aldaba forjada y la placa de metal alrededor de la mirilla hacían que tuviera el mismo aspecto que la entrada posterior de cualquier otra casa de tamaño considerable de la ciudad. Si podían permitírselo, los romanos preferían vivir en un
domus
bien construido, un cuadrado privado y hueco con un patio abierto en el centro y habitaciones a los lados. El exterior de estas viviendas solía ser de lo más normal, para no llamar la atención. El interior podía ser lujoso, como el de Brutus, o sumamente hortera, como el de Gemellus.
Secundus se cercioró de que no hubiera nadie a la vista y dio un golpecito con los nudillos en la madera.
Enseguida le dieron el alto desde el otro lado.
Secundus se acercó más y musitó unas palabras.
Le bastó con responder. Se produjo una ligera demora mientras se corrían los cerrojos y la puerta oscilaba hacia dentro gracias a las bisagras silenciosas y lubricadas. En el portal apareció un hombre fornido con una túnica militar marrón rojizo y un
gladius
desenvainado en mano. Seguro que era otro ex soldado, pues llevaba el pelo al rape y tenía una cicatriz que iba desde la oreja derecha hasta el mentón.
Al reconocer a Secundus, envainó la espada y se golpeó el pecho con el puño derecho a modo de saludo.
Secundus le devolvió el gesto y entró en el
atrium.
Fabiola y Sextus le pisaban los talones, y el resto los seguía de cerca. El guarda entrecerró los ojos al ver a los dos desconocidos, una mujer y un hombre malherido, pero no dijo nada. Cuando hubo entrado el último soldado, la puerta se cerró con un clic silencioso e impidió el paso de la luz del sol. Como las puertas que daban al
tablinum
estaban cerradas, la única iluminación del amplio vestíbulo que se extendía de izquierda a derecha procedía de las lámparas de aceite situadas en unos soportes de pared a intervalos regulares. El titilar de las llamas amarillas iluminaba varias estatuas pintadas con colores vivos, la más prominente de las cuales era una deidad envuelta en una capa y agachada sobre un toro sentado. Las sombras que proyectaba el gorro frigio ocultaban el rostro del dios, pero el puñal de la mano derecha mostraba claramente sus intenciones. Al igual que todos los animales de los santuarios, el enorme buey estaba a punto de ser sacrificado.
—Mitra —anunció Secundus con reverencia—. El Padre.
Sus hombres inclinaron la cabeza al unísono.
Fabiola sintió un escalofrío porque le dio miedo. Aunque sólo habían entrado en la primera estancia del edificio, allí se palpaba más poder que en las
cellae
del gran templo de la colina Capitolina. Si estaba de suerte, y Mitra dispuesto, quizá se le revelara más información sobre Romulus. A diferencia de las falsedades pronunciadas por los augures y las incertidumbres halladas en el interior de los templos, una señal dada en un lugar como aquél podía estar revestida de autoridad divina. Fabiola regresó súbitamente al presente. «No te descentres —pensó—. Ya habrá tiempo para rezar más tarde.» Hizo una reverencia hacia la estatua y señaló el ojo abierto y destrozado de Sextus.
—Necesita tratamiento —dijo.
El esclavo no se había quejado ni una sola vez, pero apretaba los dientes de dolor. La subida de adrenalina producida por la pelea se había desvanecido y ahora notaba oleadas de dolor hacia fuera, como si tuviera miles de agujas clavadas en el cráneo.
Secundus señaló a su izquierda.
—El
valetudinarium
está aquí abajo.
—¿De quién es la casa? —preguntó Fabiola.
Aquello no tenía nada que ver con el tipo de viviendas que la mayoría de los ciudadanos podían costearse.
—Mejor que los barracones del ejército, ¿eh? —Se rio Secundus—. Pertenecía a un legado, señora. Uno de los nuestros.
Fabiola frunció el ceño:
—¿Pertenecía?
—El pobre diablo se cayó del caballo hace dos años —respondió—. Tampoco dejó parientes.
—¿Y confiscasteis su propiedad?
No era tan descabellado que eso pasase. Dada la incertidumbre del actual clima político, quienes actuaban con seguridad solían salir impunes de actos completamente ilegales. Así era como Clodio y Milo habían manejado sus negocios durante años.
Secundus la miró con severidad:
—Somos veteranos, no ladrones, señora.
—Por supuesto —musitó Fabiola—. Lo siento.
—Ahora el
domus
pertenece a Mitra —se limitó a decir él.
—¿Y vivís aquí?
—Gozamos de ese privilegio —respondió Secundus—. Es el terreno más sagrado de Roma. Debe protegerse.
Dejando atrás a sus hombres y la estatua de Mitra, Secundus los condujo por el pasillo hasta la esquina del patio central. Tenían bajo los pies un mosaico sencillo pero bien hecho, con los típicos círculos concéntricos, olas y remolinos romanos. Daba la impresión de que pocas de las estancias por las que pasaban estaban ocupadas: las puertas abiertas solían revelar muros y suelos desnudos, sin ningún mueble.
Al final Secundus se paró ante una estancia que despedía un fuerte olor a vinagre, el principal agente limpiador que utilizaban los cirujanos romanos.
—¡Janus! —gritó.
Fabiola acompañó a Sextus al
valetudinarium
, el hospital militar. Como descubriría más tarde, su distribución recordaba al interior de la tienda de un campamento móvil. Una mesa baja situada cerca de la entrada formaba la zona de recepción. En una pared del fondo había estanterías de madera llenas de rollos de piel de becerro, recipientes, vasos de precipitados e instrumentos de metal. Los baúles abiertos del suelo estaban llenos de mantas enrolladas y vendajes. Al fondo de la gran sala, se veían unas pulcras hileras de catres bajos. Todos estaban vacíos. Cerca de éstos, había una mesa desvencijada rodeada de varias lámparas de aceite en soportes de hierro de confección tosca. Unas gruesas cuerdas colgaban de cada pata y, si bien podía considerarse limpia, la superficie estaba llena de manchas oscuras y circulares. Parecía sangre reseca.
Un hombre de rostro enjuto, vestido con una túnica militar gastada y adornada con dos
phalerae
, se levantó del taburete del rincón e inclinó la cabeza cortésmente hacia Fabiola. Al igual que todos los soldados, llevaba un cinturón y un puñal envainado. Los tachones de las
caligae
resonaron suavemente en el suelo cuando se acercó.
Fabiola sintió un profundo respeto. Los hombres de Secundus podrían llegar a parecer mendigos, pero todos y cada uno de ellos se comportaban con dignidad contenida.
—¿Qué es eso? —preguntó, señalando a la mesa con la cabeza.
—La mesa de operaciones —respondió el ordenanza médico de pelo castaño.
A Fabiola se le encogió el estómago al pensar en la posibilidad de que la ataran y la abrieran.
Janus condujo a Sextus hacia la misma.
—¿Una flecha? —preguntó con voz baja e investida de autoridad.
—Sí —musitó el esclavo, inclinando la cabeza para permitir que lo examinara correctamente—. Me la arranqué yo mismo.
Janus chasqueó la lengua en señal de desaprobación, aunque ya le estaba palpando la zona para ver si había más daños.
Secundus vio la sorpresa en Fabiola.
—Las lengüetas rasgan la carne al salir. Causan una herida irregular y muy característica —le explicó—. Las navajas o espadas salen de forma más limpia.
Hizo una mueca de dolor. «¡Romulus!»
—En las legiones vemos de todo, señora —murmuró Secundus—. La guerra es un negocio salvaje.
Fabiola perdió aún más la compostura.
Secundus se mostró preocupado:
—¿Qué sucede?
Por algún motivo, Fabiola se veía incapaz de ocultar la verdad. Los dioses habían hecho aparecer a Secundus en su vida dos veces en pocos días; como veterano que era, lo comprendería.
—Mi hermano estuvo en Carrhae —explicó.
Él le dedicó una mirada de sorpresa:
—¿Cómo es eso? ¿Estaba con Craso?
Por supuesto, conocía su pasado y sabía que había sido esclava. Fabiola miró con preocupación a Janus y Sextus, pero ellos no podían oírles. El ordenanza había hecho que su esclavo se tumbara sobre la mesa y ahora le limpiaba la sangre de la cara con un paño húmedo.
—No. Escapó del Ludus Magnus y se alistó en el ejército.
—¿Un esclavo en las legiones? —aulló Secundus—. Eso está prohibido, bajo pena de muerte.
Romulus no había sido descubierto y ejecutado por ese motivo, pensó Fabiola. Era igual de astuto que ella, y seguro que habría encontrado la manera.
—Estaba con un galo —continuó—. Un gladiador victorioso.
—Entiendo —respondió el veterano con aire pensativo—. Entonces quizá se alistara en una cohorte de mercenarios. No son tan escrupulosos.