Catherine continuaba en tensión y sin mover un músculo.
—Sí.
Le alargó un pañuelo de seda de color blanco.
—¿No tienes otra cosa? Te lo voy a destrozar —observó Grieg mientras notaba el tacto cálido de la mano de Catherine y se fijaba en las dos iniciales bordadas en rojo sobre la superficie del pañuelo.
CR.
—No importa, Gabriel.
Grieg envolvió el candado con el pañuelo y se dispuso a dar un golpe seco y certero sobre el extremo del cortafrío apoyado sobre él, con la misma precisión y fuerza que si se tratase de afianzar una fijación en la dura roca de una montaña.
En ese momento, ocurrió algo inesperado.
Al apoyar la punta del cortafrío en el cierre del candado, éste cedió sin oponer ninguna resistencia. Tenía el mecanismo de cierre roto. Simulaba estar cerrado, pero, en realidad, se podía abrir con un simple tirón de manos.
La puerta metálica mostraba varias soldaduras entre sus barrotes. Había sido reparada reiteradamente por los empleados del cementerio, y muchas veces más había sido forzada de nuevo por otros. Una batalla que parecía haber durado años, y que definitivamente parecían haber perdido los funcionarios del cementerio.
Gabriel Grieg pensó en aquel momento, sin poder evitar una oleada de inquietud, quiénes serían los «vencedores». El mecanismo del muelle estaba deliberadamente roto, y sólo con hacer una pequeña presión con la mano se abrió sin ninguna dificultad.
—Hemos tenido suerte —dijo Catherine, que recogió el pañuelo que envolvía el candado.
—Hubiese preferido que estuviese cerrado —contestó Grieg, mirándola fijamente a los ojos con el cortafrío y el martillo aún en sus manos.
—¿Por qué? —susurró ella sin sospechar la respuesta que Grieg iba a proporcionarle.
—No me gusta estar ahí dentro de noche y con la puerta abierta.
Grieg sacó un candado de su bolsa, de los que empleaba para la moto, y se lo mostró a Catherine, que se sorprendió al instante.
—¡No irás a cerrar la puerta con eso!
—Es una decisión que, como todo en la vida, tiene sus pros y sus contras. —Catherine observó el plateado y reluciente candado—. Cerrar la puerta impediría que nadie entrase mientras estuviésemos en el interior del cementerio, pero podrían darse cuenta fácilmente de que hemos entrado.
—¿Darse cuenta? ¿Quiénes?
Si hasta aquel momento a Catherine le atemorizaba entrar en un cementerio envuelto por la niebla y de noche, la última frase que acababa de pronunciar Gabriel Grieg consiguió que tuviera miedo de su propia pregunta.
Grieg, antes de abrir el portón metálico que daba acceso al cementerio, se percató de que los goznes estaban bien engrasados y rezumaban aceite.
Inquietantemente bien engrasados.
«Debemos darnos prisa», pensó. La gruesa cadena que con anterioridad cerraba de un modo aparente el cementerio se quedó entre sus manos, y el portalón se abrió despacio, sin apenas ejercer ninguna presión sobre él.
—No te separes de mí, pase lo que pase —indicó Grieg mientras cerraba la puerta y volvía a colocar, a través de los barrotes de hierro, la cadena y el candado, procurando que quedasen en la misma posición en que los había encontrado—. Esta zona del cementerio será la más vigilada si hay alguien dentro.
—¿A quién te refieres? —La pregunta de Catherine era imposible de contestar.
—No lo sé, es únicamente un presentimiento. Toma una de las linternas y no enciendas la más potente, podrían verla. De momento usaremos la otra.
El cementerio se encontraba, debido a su proximidad al mar, inmerso totalmente en una masa compacta de niebla. Únicamente podían verse, nebulosos, los columbarios situados junto a la puerta principal, que recibían indirectamente las tenues luces de la entrada. El silencio, esporádicamente, era roto por algún coche que circulaba cerca del perímetro del cementerio, aunque tras los altos muros el sonido del motor se percibía como un grave zumbido que acababa por amortiguarse mientras se alejaba Via Icaria abajo.
Grieg y Catherine avanzaron en línea recta y descendieron los escalones, simétricos y perfectamente alineados, que estaban frente a la puerta lateral. No tenían plano, pero «una capilla en un cementerio es un lugar que destaca a simple vista», pensó Catherine.
El cementerio de Poble Nou se divide en dos partes muy diferenciadas: la de los que murieron pobres y la de los que murieron ricos o pertenecían a una familia de ricos en el momento de su muerte.
La primera es de planta rectangular, similar a la de los claustros, y de estructura arquitectónica muy parecida a los cementerios clásicos de Turín o Módena, con nichos alineados en alturas de siete pisos, al lado de losas horizontales sencillas e iguales. La segunda, la zona de los monumentales panteones, quedaba perfectamente delimitada y situada en el extremo opuesto del cementerio de los que murieron pobres.
La linterna de Grieg iluminó débilmente el cenotafio erigido en memoria de las víctimas de la fiebre amarilla que se desató en Barcelona en 1821. Rodeó el monumento y siguió caminando en dirección hacia el lugar donde está situada la escultura del Beso de la Muerte. Un gran charco de agua colmaba una cavidad junto a la fuente cercana al cenotafio.
—Ten mucho cuidado. No te separes de mí, el suelo está muy resbaladizo —dijo Grieg sin dejar de avanzar hacia la puerta que conducía al departamento tercero del cementerio.
La pequeña linterna iluminaba un muy corto espacio de terreno por delante de ellos, debido a la densa niebla y a la calina del mar. De pronto, Catherine dio un brinco al ver cómo la cabeza de Grieg se giraba en redondo hacia ella, con un dedo índice en los labios y los ojos muy abiertos.
Grieg había visto algo en el suelo de una de las calles del cementerio que durante unos segundos le paralizó. «¡Debo reaccionar rápido y avisar a Catherine antes de que se ponga a gritar cuando vea esto!» Giró en redondo y se colocó cara a cara con ella al tiempo que apagaba la linterna.
—Si haces lo que te digo, no pasará nada. Confía en mí —exclamó Grieg categóricamente, pero de un modo casi inaudible.
—¡Oh! —imprecó Catherine en voz baja, sin entender lo que estaba pasando.
Grieg encendió la linterna durante el corto espacio de tiempo que dura un flash. Iluminó un recodo donde había una tumba que tenía sobre la lápida un jarrón de claveles rojos que aún no se habían marchitado del todo. Rápidamente, se dirigieron hacia allí y se acurrucaron tras una reja que protegía unas polvorientas losas.
Catherine no entendía qué estaba pasando y se esforzaba en comprender la reacción de Grieg.
—¡Escúchame con atención! —exclamó Grieg, conteniendo la voz, envuelto por la oscuridad y sintiendo las cálidas manos de Catherine. Sus ojos se fueron acostumbrando rápidamente a la oscuridad.
—¿Qué sucede? —Catherine se preguntó qué podría haber provocado aquella reacción, si en el interior de aquel viejo cementerio sólo había muertos.
¿Quién más podría haber? ¿A qué venía esconderse en aquel recodo?
—No digas nada —le ordenó Grieg con un tono de voz que trataba de ser lo más persuasivo posible—. Debo explicarte algo. Es muy importante. Pase lo que pase, no alces la voz.
—¿Qué está pasando? —Catherine estaba completamente sorprendida, pero intentó comprender qué era lo que trataba de decirle Grieg.
—Te haré una pregunta muy sencilla, Catherine. —Grieg continuó hablando de un modo casi inaudible, como en un susurro—. ¿Tú crees que alguien en este momento podría saber que estamos aquí?
—¿Te refieres a alguien de este mundo?
Aquella pregunta, formulada mediante un leve suspiro, resultaba demasiado cínica en un lugar y en un momento como aquél. Al instante, ella se percató de que había dicho algo fuera de lugar.
—Ahora no es momento de bromear. Te estoy hablando muy en serio —le contestó Grieg de un modo lento y marcando bien las sílabas—. Nuestras vidas corren peligro.
—Tranquilízate, Gabriel. —Catherine seguía sin comprender nada de lo que allí estaba pasando—. Nadie puede vernos, estamos completamente envueltos por una espesa niebla, todo está a oscuras, creo que no nos detectarían ni usando tecnología militar de visión nocturna por infrarrojos.
—Creo que no has respondido a mi pregunta —insistió Grieg.
—No sé a qué te refieres.
—Te lo explicaré. —Grieg giró la cabeza hacia el lugar donde estaba lo que había provocado su extraña reacción—. Acabo de ver algo que me ha paralizado y debo avisarte para que estés preparada.
—¿Qué es? Por favor… —preguntó Catherine, que ahora sí empezaba a atemorizarse.
—Veas lo que veas: ¡no grites! Si reaccionamos con serenidad, creo que podremos salir vivos de ésta. Pero nuestros movimientos, a partir de ahora, tienen que ser silenciosos y precisos, si queremos encontrar lo que hemos venido a buscar.
Grieg hablaba sin poder vislumbrar la expresión de ella y eso hacía que aumentase su propia inquietud.
—Está bien. ¡Dímelo de una vez! —Catherine exigió que le sacara de la duda.
Grieg encendió la linterna apuntándola primero hacia la parte alta de un grupo de nichos. Poco a poco, hizo descender el haz de luz, temiendo la imprevisible reacción que ella pudiera tener. Cuando la luz iluminó parcialmente «aquello», Catherine se tapó con las manos la boca sin poder reprimir una exclamación de espanto.
—¡Santo Cielo!
Catherine acababa de ver algo de lo que ya estaba prevenida. Y comprendió, de golpe, lo que Grieg intentaba decirle, y que un minuto antes ella no alcanzó a atisbar. «¿Alguien podría saber que estamos aquí?», recordó. Horrorizada, supo lo que Grieg pretendía decirle y que ella no había tenido en cuenta.
El sentido del olfato.
Petrificada, como si fuese un ángel de mármol más de los numerosos que la rodeaban en aquel instante, Catherine vio un terrorífico perro dobermann, estirado en el suelo del cementerio y que parecía estar dormido. Tenía el pelo parcialmente rapado en horribles clapas y estaba pintado de color verde y amarillo. En sus patas se podían leer palabras que surgían de sus poderosas garras, pintadas en color blanco: «muerte, infierno».
En el lomo, le habían arrancado el pelo negro a tiras, llevaba escrita en rojo la palabra: «satanik».
Catherine comprendió rápidamente lo grave que se tornaría la situación si el perro llegaba a despertarse. A juzgar por la expresión que tenían ambos en sus rostros, parecían compartir el mismo terror hacia los perros, en especial, a uno como aquél.
Silenciosamente, bordearon al dobermann hasta rozar los nichos del otro extremo de la calle y continuaron caminando en la dirección que llevaban anteriormente. Una vez creyeron estar lo suficientemente alejados del animal, reanudaron en forma de susurros la conversación.
—Ese perro, o lo que sea, prueba que puede haber personas oficiando un aquelarre o algún tipo de ritual satánico —dijo Grieg mientras seguía buscando la capilla del cementerio con la débil luz de la linterna.
—¿Aquelarre? —preguntó Catherine—. ¿Te he oído bien? ¿Has dicho aquelarre?
—Sí. Pueden estar celebrando una «velada exclusiva», que ni siquiera soy capaz de imaginar.
—Oiríamos el ruido. El cementerio no parece de grandes dimensiones. —Catherine habló mientras giraba su cabeza para mirar hacia atrás.
—Quizás estén encerrados en la cabina del guarda o en la sala de los archivos funerarios. No lo sé, pero es muy probable que estén por aquí —Grieg remarcó muy claramente la última palabra que había pronunciado mientras miraba a Catherine—, y es por eso por lo que debemos movernos del modo más rápido y silencioso posible. Estoy convencido de que lo que hemos venido a buscar a este cementerio es lo suficientemente importante como para que corramos el riesgo… De no ser así, ten la completa seguridad de que me largaría inmediatamente de aquí ahora mismo, y te obligaría a que me acompañases. Debemos buscar la losa de la cornucopia, rápido. Muy rápido.
—¿Qué clase de gente podría dormir o «celebrar una fiesta» en un cementerio? —preguntó Catherine como si se estuviese formulando la pregunta a sí misma en voz alta.
—A juzgar por cómo va «condecorado» el perro, te aseguro que no se trata de hermanitas de la caridad —repuso Grieg, volviendo a recobrar de nuevo la concentración—. Ahora no es el momento de encontrar las razones por las cuales unas personas, las que sean, pernoctan en un cementerio. Nosotros mismos, por ejemplo, hemos entrado a las tres de la madrugada y estábamos dispuestos a romper la cadena de la puerta con un cortafrío. ¿Qué pensaría cualquier espectador externo?
—Sí, pero nosotros tenemos unas razones… —empezó a argumentar Catherine, pero Grieg la interrumpió.
—Vistas desde fuera, las personas tenemos actitudes y razones que para los demás pueden resultar incomprensibles. Lo único que debe importarnos es que pueden ser, y creo que lo son, muy peligrosos. Debemos movernos rápido y no hacer ruido. La niebla sería nuestra mejor aliada, pero no sirve de nada contra el olfato de los perros. Perros dobermann entrenados para…
Gabriel Grieg no quiso añadir más elementos de inquietud y prefirió no concluir la frase.
Se detuvieron bajo un cartel que indicaba que estaban ante una entrada que accedía al Interior de Isla número 2 del Departamento Primero. Gabriel Grieg recordó vagamente que la capilla estaba situada muy cerca del punto central donde se unían las cuatro islas principales del cementerio, y se limitó a seguir su perímetro.
La simetría con que Genesi había trazado los planos haría el resto.
—¿Dónde estará la losa? —preguntó Catherine, que miró hacia los lados y tomó clara conciencia de que se hallaba en el interior de un pétreo y elevado laberinto formado por las lápidas de los nichos.
—Debe de encontrarse cerca de la capilla. Una vez allí, tendremos que buscarla; pero no en una losa vertical, sino en una superficie plana y horizontal.
—Explícame bien eso.
—No creo que encerrasen un documento importante en una tumba o en el interior de un nicho.
—¿Porqué?
—Son lugares a los que cualquier empleado del cementerio podría acceder al cabo de los años. Supongo que tuvieron que cubrir la posibilidad de poder venir a buscarlo durante el día, y no me imagino a una persona reputada abriendo tumbas o removiendo pesados archivos.
—Entonces, ¿dónde crees que puede estar?