El alfabeto de Babel (13 page)

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Authors: Francisco J de Lys

Tags: #Misterio, Historia, Intriga

BOOK: El alfabeto de Babel
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—Debe de estar en cualquier pequeña losa de fácil apertura y colocada en un rincón discreto. La propia naturaleza del suelo nos guiará.

—Tiene lógica —dijo Catherine.

—Debemos buscar la capilla del cementerio. —Grieg avivó el paso—. Me imagino que la losa que buscamos debe de estar entre las que rodean la parte trasera de la capilla. En la zona de los peristilos. —Catherine miró a Grieg—. Ahórrate la pregunta. —Grieg continuaba hablando en voz baja—. Fíjate en el suelo. —Catherine bajó la cabeza—. En todo el cementerio sólo hay dos tipos de superficies: el cemento y la tierra batida. No será difícil encontrar una zona de losas que no sean mortuorias.

La niebla se hada más densa, pero lejos de tranquilizarlos, su protección les recordaba el finísimo olfato, las terribles fauces y los atronadores ladridos de alarma que podría dar el dobermann.

Grieg apuntó con su linterna hacia lo más alto de un magnífico edificio de piedra que tenía delante, pero la tenue luz resultó insuficiente para alcanzar la inscripción que figuraba en el frontispicio. «Creo que es la capilla del cementerio», pensó. Chasqueó levemente los dedos y señaló en dirección a la linterna que llevaba Catherine. Ella entendió al instante lo que Grieg quería decirle. Un potente chorro de luz blanca atravesó la niebla como un pequeño foco antiaéreo en dirección hacia la fachada del edificio. Inmediatamente, leyeron la inscripción que figuraba en el frontispicio.

DEFUNCTORUM QUIETI ET SALATIO SACRUM

—Es la capilla —exclamó Catherine sin levantar la voz; volvió a apagar de inmediato la linterna.

—Encontremos esa losa y larguémonos rápidamente de aquí.

Se dirigieron hacia el barnizado y grueso portón de madera. Al cabo de diez segundos supieron que aquella pequeña capilla era una auténtica fortaleza.

—Bueno, ¿ahora qué? Odio recordártelo —suspiró Catherine—, pero estamos de nuevo como en la catedral: quedan escasos minutos para las tres, o mejor dicho, para que sean las dos. Allí comprendía la lucha contra el reloj, pero aquí te aseguro que no.

—Pronto comprobarás el porqué. —Grieg se dirigió hacia la parte posterior de la capilla.

—¡El suelo está lleno de losas no mortuorias! —verificó Catherine.

Sin perder un segundo, estudiaron la composición del suelo que exteriormente pavimentaba la pequeña capilla. Entre un conjunto de columnas cuadradas situadas alrededor de ella y otras de tipo jónico que la circunvalaban externamente, contemplaron sorprendidos varios centenares de pulidas losas de mármol, blancas y negras, colocadas del mismo modo que en un tablero de ajedrez.

—Hay demasiadas losas —exclamó Grieg, preocupado, mientras cruzaba el pulimentado suelo de mármol, en dirección hacia la zona del cementerio de los grandes panteones situada a escasos metros.

De la zona de los peristilos, partían centenares de viejas y pequeñas losas cuadradas de piedra formando en su conjunto la forma externa del pavimento circular de la capilla.

Grieg comprobó que el único lugar donde podría estar la cornucopia sería entre aquella serie de pequeñas losas de piedra blancas y de textura rugosa que estaban alrededor del peristilo de la capilla y junto al mosaico ajedrezado. El mismo suelo que ellos pisaban en esos momentos.

Catherine se percató desilusionada de que aquélla era una tarea imposible en condiciones tan precarias de luz.

—¡Debemos darnos prisa! ¡Casi son las dos! —exclamó Grieg mientras apuntaba con su linterna al cuerpo de Catherine.

—¿Cómo la encontraremos? —preguntó ella, pasando su mano sobre una polvorienta losa.

—La única posibilidad que tenemos de encontrarla es en ausencia total de luz —dijo Grieg, que miró hacia las losas situadas más alejadas de la capilla.

Catherine pensó por un momento que Gabriel Grieg había perdido la razón.

—¿Demasiada luz? Pero… si estamos envueltos, casi por completo, en las tinieblas.

—El único modo de encontrarla es sumiéndonos en la total oscuridad. No te asustes, voy a apagar la linterna.

Catherine se acercó rápidamente a Grieg.

Cuando la linterna se apagó, los dos quedaron sumidos en la oscuridad.

—¿Estás seguro de lo que haces, Gabriel? Me horroriza estar a oscuras en este lugar.

—Deduzco que la losa de la cornucopia poseía un ingenioso mecanismo que se activaba cada día durante unos minutos a las dos de la madrugada, que hacía aparecer encendida durante unos minutos la cornucopia, antes de volverse a desactivar.

—¿En qué te basas para decir eso?

La pregunta de Catherine hizo que Grieg pusiera en su cara una mueca de disgusto por la premura de tiempo y por la escasez de medios con los que se estaban moviendo desde que se conocían.

—No tengo tiempo para contarte en qué están basadas mis suposiciones. Sólo son eso: hipótesis de trabajo. Trata de observar si ves, aunque sea mínimamente, el más leve destello de luz.

Caminaron envueltos en la semioscuridad, mirando hacia las losas, con la intención de ver un pequeño centelleo, cualquier mínimo indicio de luz que corroborase la frase de la carta de la catedral donde se hacía referencia a los destellos de la pólvora.

Todo estaba oscuro y sin señal aparente alguna.

—No hemos tenido suerte. La sustancia reactiva me temo que se ha extinguido.

—¿Y ahora qué podemos hacer?

Catherine comprendió la dificultad a la que se enfrentaba Grieg en aquellos momentos.

Se habían metido de lleno en un callejón sin salida.

Por ese motivo, le causó una profunda extrañeza la naturalidad con que respondió a su pregunta.

—Voy a improvisar una especie de fuego fatuo.

Catherine decidió no formular la consiguiente pregunta, por la obviedad de la misma. Se limitó a permanecer en silencio. Grieg continuó hablando mientras encendía la linterna.

—Vamos a fabricar pólvora.

Esta vez Catherine no se contuvo.

—Yo no veo a ningún chino que venda cohetes y petardos por aquí.

Gabriel Grieg sonrió envuelto en la mortecina luz de la linterna, se acercó hacia Catherine caminando sobre el filo de las losas, a la vez que profería una extraña frase:

—Fabricar pólvora en el lugar donde nos encontramos no supone ningún problema: estamos rodeados de ella.

14

Envueltos en la niebla y temiendo que el dobermann advirtiera su presencia, Grieg y Catherine caminaron silenciosamente entre lo que un día fueron suntuosos panteones, y que el paso del tiempo, el abandono y la rapiña habían sumido en un estado de conservación lamentable.

Pequeñas capillas a las que se descendía por escaleras de caracol fabricadas con el mejor mármol de Carrara. Insondables. Evocadoras puertas de roble, entre desvencijados candelabros, que daban acceso a secretos sótanos donde el espacio se derrochaba entre inútiles figuras de piedra y ante los ojos de nadie.

Clausurados eternamente.

Esculturas de ángeles dignas de estar en museos derribadas y partidas en grandes trozos. Cruces que pesaban varias toneladas se iban deshaciendo lentamente devoradas por el mal de la piedra y envueltas en el olvido. Malogradas losas mortuorias, destrozadas, como si un descomunal ariete hubiese impactado poderosamente en su mismo centro, en búsqueda de inconfesables objetivos.

Las rejas oxidadas y retorcidas que vallaban las pequeñas fincas, compradas a perpetuidad por sus difuntos propietarios, apuntaban amenazantes hacia cualquiera que deambulase sin saber exactamente dónde se encontraba.

La muerte acechaba en los territorios de la muerte.

—Ten mucho cuidado con esas rejas, parecen lanzas —le previno Grieg, iluminándolas—, tienes unos ojos preciosos, y algunas están a la altura de la cara.

—Lo tendré presente —le contestó, agradecida, Catherine, que observó que Grieg recogía una sustancia terrosa del suelo.

Continuaron caminando entre los grandes panteones perfectamente delimitados en parcelas.

Gabriel Grieg se detuvo frente a uno.

Catherine atisbo que recogía un polvo de color negro que se encontraba esparcido por el suelo de una pequeña capilla mortuoria junto a los restos carbonizados de un fuego que alguien había hecho allí recientemente. Grieg apuntó la linterna hacia sus manos y analizó con los dedos su textura.

—Esto es lo que estaba buscando.

—¿Y qué vamos a hacer con ese polvo?

Catherine no pudo evitar poner cara de asco.

—Ven y te lo demostraré.

Grieg depositó en una bolsa de plástico los elementos que había seleccionado del suelo y en el interior de las áreas acotadas de los panteones.

—Antiguamente —dijo Grieg mientras mezclaba un polvo blanquecino con partículas finísimas de carbón—, el nitrato potásico se obtenía de los vertederos, donde se mezclaban toda clase de desechos orgánicos con escombros y orín.

—O sea, que estamos en el interior de un buen yacimiento —bromeó Catherine.

—Bueno, si quieres llamarlo así… —Grieg también sonrió—. En el interior de la bolsa hay potasa y carbón. Antiguamente, fabricaban la pólvora con elementos de desecho, teniendo mucho cuidado en mezclarla en recipientes de barro o madera. Este tipo de pólvora es extremadamente inestable, la más leve diferencia de carga y puede estallar iniciada por electricidad electrostática.

—Compruebo que dominas la materia, pero creo que te olvidas de algo importante: para fabricar pólvora es imprescindible el azufre.

—Tienes razón —dijo Grieg mientras sacaba un pequeño papel del bolsillo del chaquetón que contenía un polvo verdoso—. Lo encontré en un panteón.

—¿Para qué iba a poner alguien azufre en un panteón? ¿Se trata de algún rito satánico?

—En absoluto. Nada de eso. Es por una razón muchísimo más prosaica. Los familiares de los que están enterrados lo ponen para que los perros no se orinen en las tumbas.

Cuando Grieg mezcló en el interior de la bolsa de plástico los tres elementos, se dirigió de nuevo hacia la capilla del cementerio. Volvieron a entrar en su parte trasera pavimentada con ladrillos ajedrezados de mármol y se detuvieron en la zona de los peristilos y sobre las losas de piedra blanca.

Catherine estaba realmente intrigada.

Grieg tomó del suelo un trozo de cartón. Vertió sobre él buena parte del contenido de la pólvora primitiva que acababa de elaborar y la empezó a diseminar por la superficie de las losas, sobre las más inaccesibles, en los rincones y por la superficie circular donde estaba el resto de las losas blancas.

—Por favor, Gabriel, no me alarmes más. ¿Qué se supone que estás haciendo?

Catherine caminaba junto a Grieg sin separarse de él.

—Sospecho que bajo alguna de estas losas debe de haber dos sencillos bornes de cobre que serán un rudimentario sistema de activación electrostática.

—¿Y eso qué tiene que ver con que sean las dos de la madrugada? ¿No se activaría igual una hora antes o después? —preguntó Catherine sin perder detalle de los movimientos de Grieg.

—La concentración de salitre que hay en el aire es la adecuada para que se produzca la reacción química.

—Ahora te comprendo —exclamó, aliviada, Catherine—. Es un fenómeno similar a los fuegos fatuos que a veces se producen de un modo espontáneo en los cementerios durante la noche y siempre a una hora determinada.

—Exacto. En algunos lugares se lo conoce como «el fuego de San Telmo». —Grieg continuaba esparciendo el grisáceo polvo sobre la superficie de las lápidas—. No es el momento más adecuado para hablar de ello, pero te contaré una cosa.

—Dime lo que quieras —dijo Catherine, acercándose hacia él con la linterna.

—La primera vez que supe de la existencia del «fuego de San Telmo» fue leyendo de niño
Tintín en el Tíbet.
El fuego aparece inesperadamente en la mochila del capitán Haddock mientras escalan una montaña del Himalaya. Leí esa aventura centenares de veces, por eso creo que me hice escalador.

Gabriel Grieg apagó la linterna y los dos empezaron a caminar en casi completa oscuridad, entre la niebla, sobre las polvorientas losas. Recorrieron el área semicircular y no vieron nada que brillase en la oscuridad. Permaneciendo en silencio durante casi un minuto.

Expectantes.

Preocupados.

Inquietos.

Inesperadamente, un débil chisporroteo verdoso, apenas perceptible, apareció en una de las lápidas.

—¡Fíjate! Ahí está brillando algo —señaló Catherine.

Grieg rápidamente se dirigió hacia una pequeña losa blanca y apuntó su linterna sobre ella.

—Dame tu pañuelo.

Gabriel Grieg limpió la superficie de la losa sacudiendo enérgicamente la tela. A continuación, volcó el resto del contenido de la pólvora que aún quedaba en la bolsa de plástico.

No transcurrieron más de quince segundos y una cornucopia del tamaño y el color de una manzana roja apareció brillando en la noche.

—¡Lo has logrado, Gabriel! —festejó Catherine.

—Busca la bolsa y el sobre blanco que usamos en la catedral —susurró Grieg—. Extraigamos lo que haya dentro y larguémonos rápidamente de aquí. La presencia del perrito no me hace presagiar nada bueno mientras estemos a su alcance.

El cortafrío y el martillo hábilmente manejados por Grieg hicieron ceder la vetusta losa en cuestión de segundos. Con las dos manos la levantó y la depositó vuelta del revés. Comprobó que sobresalían cinco rudimentarios bornes de cobre de diez centímetros de longitud, soldados a una superficie metálica circular. Grieg intentó analizar el ingenioso artefacto, pero Catherine desvió la luz hacia el interior del receptáculo.

—¡Ahí dentro no hay nada! —exclamó, desolada.

Una superficie blancuzca y completamente plana hizo pensar a Grieg que todos sus esfuerzos para llegar hasta allí habían sido en vano.

No obstante, cinco marcas negruzcas en el lugar donde estuvieron situados los bornes de cobre le hicieron sonreír de nuevo.

—Eso no es tierra —se alegró Grieg—. ¡Es un gran nido de araña!

Catherine no pareció inmutarse. Le arrebató de las manos el cortafrío a Grieg y lo clavó en la telaraña. Después, y como si se tratara de una nube de azúcar de las que se venden en las ferias, la enrolló en el cortafrío y con el cartón la extrajo para dejarla sobre una de las losas blancas. Una gran araña corrió con sus largas patas negras hacia el suelo terroso de la zona de los grandes panteones.

Apareció una cavidad de forma cuadrada y de un palmo de profundidad.

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