—Pero necesito consultar ese libro ¡ahora mismo! Es muy importante. Créame.
La bibliotecaria empezaba a contrariarse de la obstinada insistencia de Grieg.
—¡Qué pesados os ponéis a veces los arquitectos! —gruñó la bibliotecaria, ajustándose las gafas—. La Universidad Ramón Llull y la Facultad de Filosofía llevan a cabo la informatización total de la biblioteca. Esto va a cambiar radicalmente dentro de muy poco…
—Pero usted debe saber dónde está actualmente el libro.
—No puede ser, Grieg. No insistas, es inútil —le previno, todavía amablemente, la bibliotecaria—. Ahí arriba… —dijo, señalando con el dedo índice en alto— hay más de dos mil cajas, todas llenas de libros. Ese ejemplar está en una de ellas, y es más —añadió con un gesto refinado de su mano izquierda—, recuerdo que está en una de las últimas que empaqueté, porque cuando iba a cerrarla se acabó la cinta adhesiva y tuve que bajar expresamente al almacén a por una, para cerrarla.
—Entonces, ¿dónde radica el problema? —insistió Grieg.
—El «problema radica» —dijo la bibliotecaria con un tono de voz más agudo de lo normal— en que no sé dónde se encuentra la caja, pura y simplemente. Los chicos de la universidad la subieron a una de las plantas superiores, y no sabría decirte si está en la primera o en la segunda… Y en cada planta hay más de mil cajas, todas apiladas formando voluminosos bloques. Lo siento. No puede ser. Fue de las primeras cajas que empaquetamos nosotras y no sé dónde puede estar ahora. El proyecto se está demorando más de lo previsto. Se han ido entremezclando con las cajas nuevas que llegaron después, en espera de ser llevadas a ser… ¿Cómo se llama eso que hacen con los libros? —preguntó la bibliotecaria a su compañera.
—Escanear.
—Eso. Para que los puedan escanear.
—Pero debéis de tener un registro…
Gabriel Grieg seguía insistiendo a la funcionaría en tanto ella, poco a poco, iba ensombreciendo su rostro. Catherine, sin que Grieg la viera, ya que se encontraba detrás de él, sacó de su bolso un paquete de compresas y disimuladamente lo agitó, de derecha a izquierda, hacia donde estaba situada la bibliotecaria más joven, que entendió tácitamente lo que le solicitaba al instante, señalándole con la mano el lugar donde encontraría el aseo de señoras.
Mientras Catherine se dirigía hacia la sala de lectura principal, escuchó como la bibliotecaria empleaba un tono de voz cada vez menos amistoso con Grieg.
—… el registro está metido en el ordenador y perfectamente apuntado en cada caja. Además, ten en cuenta que aunque supiese dónde está, tampoco estaría autorizada a decírtelo…, y mucho menos aún a permitir que subieras…
Catherine se dirigió hacia los aseos; cuando llegó a la altura del gran atril de madera, giró a la izquierda. Allí mismo, se encontraba el primer peldaño de una escalera accesoria que conducía a la planta superior de la biblioteca. De una pequeña cadena pendía un cartel que no dejaba dudas acerca de su cometido:
BIBLIOTECA EPISCOPALIS SEMINARII BARCINONENSIS.
PROHIBIT EL PAS. ÁREA RESTRINGIDA.
«Prohibido el paso. Por aquí se asciende al lugar donde están las cajas que ha mencionado la bibliotecaria», pensó Catherine, y se detuvo simulando consultar un libro sobre simbología paleocristiana mientras estudiaba la situación. De soslayo, vio a una joven universitaria que tomaba apuntes, completamente ausente de la acción que ella estaba a punto de acometer. «¡Ahora es el momento!», pensó.
Con movimientos sigilosos, sorteó la cadena que impedía el paso y siguió ascendiendo por unos estrechos escalones de madera, que crujieron marcadamente en el silencio que reinaba en la biblioteca.
Envueltas en la oscuridad, vio centenares de cajas de cartón.
Cuando llegó al final de la escalera, Catherine observó tres grandes ventanales que, a pesar de abocarse directamente sobre uno de los claustros del seminario, apenas conseguían iluminar el «desordenado laberinto» de cajas de cartón que apareció ante ella.
En la biblioteca flotaba una luz difusa que descendía hasta el centro de la sala formando triángulos perfectamente delimitados que se superponían a los rojizos tejados. Diminutas gotas de lluvia resbalaban por los cristales proyectando en el suelo y sobre las cajas formas acuosas y perladas.
Serpenteantes, pequeñas y móviles.
En el fondo de la gran sala, dos enormes ramas de palmera se introducían por una ventana, lo que le confería a la biblioteca un aire de abandono y atemporalidad.
Catherine continuó caminando sin dejar de escuchar sus propios pasos.
El silencio parecía haberse refugiado en el interior de aquel lugar, a pesar de estar situado en el mismo corazón de la ciudad.
Catherine se percató de inmediato de que su sobrevenido plan le iba a causar un auténtico quebradero de cabeza. «¡Hay muchas más cajas de cartón de las que suponía!», pensó, observándolas apiladas, las unas sobre las otras, en alturas de tres, cinco y hasta siete unidades.
Las antiguas estanterías que estaban ubicadas contra las paredes permanecían ya vacías. Habían arrinconado las mesas y los armarios centrales, de modo que únicamente quedaban reducidos pasillos formados por un incontable número de cajas de cartón.
Hasta la madera de las desvencijadas estanterías rezumaba un intenso olor a libro viejo, a papel sobre el que había caído el polvo de los siglos y que, esparcido por el aire, se introducía secretamente en los pulmones de Catherine, mezclado con el aroma dulzón del cartón nuevo que llenaba por completo el interior de la biblioteca.
De aquella «biblioteca de tránsito».
Catherine acarició la cubierta de un libro que reposaba sobre una caja, mientras observaba aquel inaudito laberinto de paredes de cartón. El contacto con su delicada encuadernación le hizo percatarse totalmente de lo muy irregular de su estancia allí. Tenía a su alcance libros singulares.
Libros muy valiosos.
«Si me descubren aquí… ¡Será mejor que me apresure!», reparó Catherine en tanto recorría los pasillos fijándose detenidamente en las cúbicas cajas de cartón. En su textura. En su tamaño. En su color. Moviéndose como una sombra y oculta en medio de aquella mudanza fantasmal.
Caja a caja.
Una por una.
En el fondo de la gran sala, en un recodo, Catherine encontró otra escalera que ascendía hasta una planta superior de la biblioteca. Lentamente, subió los escalones y comprobó con alivio que no había nadie. La nueva sala era mucho más oscura que la anterior. Un pequeño ventanal con los postigos entornados y polvorientos trataba de iluminar inútilmente la sala con una etérea luz gris.
Catherine siguió caminando por el laberinto de cajas y recorriendo los pasillos. El tiempo iba transcurriendo. No tardarían en echarla en falta. Buscaba un libro. Un libro escondido entre incontables libros, que a su vez estaba encerrado en una caja perdida entre miles de cajas. «Estoy segura de poder lograrlo», pensó mientras observaba detenidamente un gran grupo de cajas llenas pero aún sin cerrar.
Se encontraba ya en el fondo de la biblioteca y quedaban todavía quince grandes estanterías ocupadas por viejos y manoseados tomos.
Catherine deslizó sus dedos por los lomos de los libros como si quisiera tocar una gigantesca arpa insonora y polvorienta, sin sospechar siquiera remotamente que Dos Cruces, esa misma noche, había hecho furtivamente algo similar con el tejido de su pantalón tejano, mientras ella yacía inconsciente y a su merced en el suelo de la cripta de la iglesia Just i Pastor.
Había llegado al tramo final de la biblioteca. Catherine se encontró con una enorme estantería vacía y ante una gran pared. Miró a través del cristal de un tragaluz, y contempló dos claustros distintos a los que había observado en la planta inferior. Se percató que excepto la ventana por donde entraban las ramas de la palmera, todas las demás, tanto de la planta inferior como de la superior, permanecían completamente cerradas. Una repentina sensación de angustia la invadió por primera vez desde que había entrado en la biblioteca.
Como si le faltase el aire.
Decidió volver hacia la planta inferior a toda prisa. Giró en redondo y, al tratar de regresar sobre sus pasos, se sobresaltó.
Había visto a alguien en un oscuro y pequeño cuarto.
Alguien con unas facciones conocidas. Catherine se quedó inmóvil. Primero movió los ojos y después arqueó hacia atrás la espalda. Sin hacer el menor ruido. «Ya me asusto hasta de los reflejos», suspiró al ver brillar lejanamente su propia imagen en el azulado espejo de un aseo que tenía abierta la puerta completamente.
Catherine trató de serenarse.
La repetición visual de los patios de forma octogonal que acababa de observar, unida a su propia visión reflejada en el espejo y a la deficiente ventilación de las polvorientas salas de la biblioteca, le hicieron recordar cuando fray Guillermo de Baskerville y a Adso de Melk se asustan de su propia imagen en el interior de la biblioteca prohibida junto al cirio que arde con efectos alucinatorios, en
El nombre de la rosa,
de Umberto Eco.
«Debo encontrar ese condenado libro y largarme de aquí rápidamente. Hay obras muy valiosas, y si me sorprenden aquí, nadie creerá que me he perdido.» Trató de apresurarse en su búsqueda.
«El libro no está en ninguna de las cajas que he visto hasta ahora», se dijo. Volvió a caminar por los pasillos que se formaban entre las paredes de cartón y comprobó que allí no estaba, sin necesidad de leer en la lista que cada una tenía anotada en su etiqueta. «Ninguna caja contiene el libro que he venido a consultar. En la segunda planta no está», pensó, convencida de ello.
Volvió a descender hasta la planta inferior, que en comparación con la que había dejado le pareció mucho más iluminada. Sus ojos, que ya se habían acostumbrado a la oscuridad, pudieron observar con mucha más nitidez detalles que anteriormente le habían pasado completamente desapercibidos.
«Debo darme prisa.»
Las bibliotecarias muy pronto la echarían en falta, quizás a requerimiento del propio Grieg, que las conminaría a que la buscasen, ya que desconocía totalmente su «sobrevenido plan».
Un grupo de cajas escondía, formando en su conjunto una barrera vagamente circular, a otras que ella no había visto antes. Veinte cajas, en total, en las que centró su atención.
Catherine circunvaló aquel grupo de embalajes.
Estudió el color de las cajas, el distinto tamaño y hasta el tipo de cinta adhesiva con las que estaban precintadas. Movió cuatro de ellas y las apartó, hasta que, finalmente, tomó una entre sus brazos.
Entre miles de cajas había elegido una.
La levantó y se la llevó hacia una mesa de madera ubicada en un rincón de la sala. La depositó cuidadosamente. Giró la caja y apareció una etiqueta de color amarillo adherida a una de las caras. Catherine observó que tenía anotados con letra de molde el título de los libros y el nombre de los autores que contenía en su interior. Colocó el dedo índice sobre aquella lista y lo deslizó lentamente mientras leía los títulos de los libros. Tras llegar al final de la lista, observó la caja con detenimiento. A continuación, le dio la vuelta y se dispuso a abrirla.
Tiró con fuerza del precinto, extrajo seis libros y los depositó sin dilación sobre la mesa.
—¡Tiene que ser éste! —osó a pronosticar con un hilo de voz.
Le causó cierta inquietud, si sus suposiciones resultaban finalmente acertadas, comprobar que la contraportada del «libro elegido» estuviera sorprendentemente bien conservada, «a pesar de haber sido editado en el siglo XIX».
Con un giro brusco de muñeca dejó ante su vista el título del ejemplar:
La capilla de San Cristóbal del Regomir,
de Josep Puiggari Llobet, 1899.
—¡Te pillé! —exclamó con júbilo aunque contenidamente.
Con presteza abrió el libro y empezó a buscar entre sus páginas el dato que buscaban:
Catherine fue pasando algunas páginas más y continuó leyendo:
Catherine anotó la información en el reverso de una postal de la torre Eiffel que extrajo de su bolso y volvió a colocar el libro en el interior de la caja en el mismo orden que estaba clasificado. Con sumo cuidado, intentó cerrar de nuevo la caja, pero al darse cuenta de que la cinta adhesiva ya no podía ser reutilizada se la guardó en el bolsillo del pantalón.
Volvió a precintar el cartón con un rollo de cinta adhesiva que reposaba sobre una estantería. Después dejó la caja tal y como estaba en un principio.
Antes de un minuto, y tras desacelerar de un modo paulatino el paso, Catherine entró de nuevo en la secretaría de la biblioteca, donde nadie, afortunadamente, la había echado en falta.
Catherine sonrió poniendo cara de «acompañante» de un «experto restaurador de antiguos monumentos y muy acostumbrado a consultar datos ocultos en magnas bibliotecas».
La expresión le salió perfecta.
Las dos bibliotecarias la observaron brevemente, apenas un segundo, y continuaron supervisando, con recelo y de reojo, a Gabriel Grieg, que con tesón y con mucha insistencia había logrado que le permitieran consultar en el ordenador de la biblioteca con conexión a Internet el dato que Catherine ya había averiguado.
—¡Lo que yo te decía! —exclamó, agobiado, con la voz muy baja—. Internet no sirve para consultar datos como el que buscamos. Los «parámetros de búsqueda» se confunden…: porteros…, reales…, reales de vellón…, cofradías… cofrades… Felipe II… Escribes: «Capilla de San Cristóbal del Regomir» en el buscador y únicamente salen los datos esenciales, los turísticos… Si no nos damos prisa, se nos adelantarán. Dos Cruces habrá entregado ya el códex y…
—¡Psssst! —Catherine le reclamó silencio al oído mientras seguía disimulando con su «pose de turista». Le alargó discretamente los datos del libro que buscaba.