El alfabeto de Babel (54 page)

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Authors: Francisco J de Lys

Tags: #Misterio, Historia, Intriga

BOOK: El alfabeto de Babel
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La inexorable cuenta atrás llegó al final: 00.00.00

El texto desapareció.

Un mensaje que anunciaba la desconexión se sobreimpresionó sobre la reproducción de un autorretrato de Pieter Brueghel,
el Viejo.

Grieg sabía que, tan sólo extendiendo la mano, podría conocer cuál de los dos dibujos de Brueghel se quedó el cardenal Granvela. Miró la reproducción de
La torre de Babel,
y a continuación tomó entre sus manos el
corpus
de la Chartham y lo colocó delante de él.

Desdobló los pliegues centrales, a modo de tríptico, y fue mirando las cuadrículas del original, dobladas en zigzag, y las fue comparando con los lucernarios de la reproducción a color.

Grieg desplazó suavemente las palmas de sus manos sobre el reseco papel apergaminado.

«Únicamente faltan por comprobar cinco lucernarios. Los cinco que se mencionan en el dosier oculto en la catana de plata.»

Los correspondientes al cuarto nivel.

Uno por uno, Grieg había comprobado que todos los demás niveles de
La torre de Babel,
con cinco lucernarios cada uno, excepto el superior de tres, eran absolutamente iguales, tanto en la Chartham como en la reproducción a color.

Allí se encerraba el misterio de la Chartham: la cuarta altura de la torre, donde podía apreciarse la solemne procesión, que parecía ascender de un modo arrogante, entre los picapedreros y los herreros.

Hacia el cielo.

El nivel donde destacaba fulgurantemente el palio rojo y la púrpura del cardenal.

Con delicadeza, Grieg desdobló la parte central de la Chartham y la extendió sobre la viga.

Tenía a su alcance visual la totalidad de la Chartham.

El rumor del oleaje llegaba hasta la cueva, ampliado por las oquedades que había entre las rocas. Gabriel Grieg miró hacia el lugar donde se encontraba la gata. Permanecía profunda y plácidamente dormida sobre la limpia y mullida toalla.

Finalmente, se dispuso a cotejar el cuarto nivel de la torre de Babel. Sobre su rostro, se reflejaba en la penumbra de la cueva, el barbudo rostro de Brueghel que brillaba en la pantalla del ordenador.

Grieg permaneció inmóvil y extremadamente serio, mientras examinaba los cinco lucernarios del cuarto nivel.

Había concluido que, al tomar aquella resolución, no le impulsaba ni la prepotencia, ni la sumisión a ninguna jerarquía, ni el vasallaje a cualquier imperio, ni el ansia de poder, ni la codicia ni la ambición.

Ni siquiera la curiosidad.

Lo hacía por una razón muy poderosa: la que dejó escrita R. L. Stevenson en la dedicatoria del libro que Gabriel Grieg había encontrado en el interior de su ataúd.

Para salvar el mayor de los tesoros: la propia vida.

Por esa razón había osado conocer el secreto de Brueghel.

60

El encuentro entre el secretario de Estado Vaticano y Catherine Raynal tuvo lugar en el rincón más recóndito y tranquilo del enorme jardín de las Hespérides: un recodo rodeado de un tupido bosquecillo de flexibles y gráciles tallos de bambú.

En aquel rincón, de ambiente apacible y atmósfera relajante, se oía constantemente el fluir del agua de la fuente de Hércules, que manaba de un alargado caño con forma de dragón, que vertía continuamente un chorro que iba a incidir sobre la superficie de un gran receptáculo de piedra, de forma rectangular, recubierto de musgo.

La pila estaba instalada en el centro de un banco semicircular de granito, y una pared de encasta, sobre la que se erigía un pedestal rematado por el misterioso busto de un anónimo patricio romano.

La fuente fue proyectada por Antoni Gaudí, junto con el umbráculo, cuando el palacio aún era residencia particular, y la vegetación ocultó el lugar hasta que en 1983 fue redescubierto.

El portavoz vaticano hizo las presentaciones y se retiró muy discretamente en dirección al Palau; por uno de los dos pequeños caminos de tierra batida que conducían al recodo de la también llamada fuente del Dragón, y que estaban protegidos por varios guardianes que portaban insignias de plata con forma de alabarda en las solapas.

—Me resulta muy práctico, señora Raynal, que nuestra conversación transcurra en francés, que es una lengua con la que me puedo expresar mejor que en castellano, o en inglés —dijo cortésmente el cardenal Nicodemius—. Sin embargo, tengo entendido que usted nació aquí, en Barcelona.

—Así es, eminencia, viví en Barcelona hasta que me trasladaron a París, cuando era muy pequeña.

—Le ruego tenga a bien disculpar lo atípico del lugar donde se produce nuestra charla amistosa, pero las circunstancias así lo reclaman, y dispongo de muy poco tiempo para analizarlas. Usted, según consta en mis informes… —el secretario de Estado leyó la documentación que le había entregado el portavoz en el interior de una subcarpeta de cartón de color blanco y sin emblema alguno—, fue contratada por el señor Natsumi Oshiro y formaba parte de un equipo que llevaba a cabo una investigación de un supuesto «conjunto de objetos». ¿Es así?

—«Contratada» no es la palabra exacta, eminencia, digamos que el señor Oshiro se interesó por mi labor, y yo accedí a ello sin ningún tipo de contraprestación económica. El estudio de campo forma parte de mi trabajo. Todo no está en los libros.

—Pero a mí me consta que se financiaron proyectos y material de investigación… —El cardenal endureció sus facciones ya de por sí adustas tras sus pequeñas gafas de montura plateada—. Exijo que me comunique en qué punto se encuentran ahora mismo sus investigaciones y sus «logros materiales».

—Se contactó con la Universidad de Lille, al igual que con la biblioteca del cardenal Granvela en Besançon. Desconozco lo que cobraron otros, yo nunca percibí cantidad alguna —puntualizó Catherine—. Por el tono un tanto crispado de su voz: puedo llegar a deducir que el señor Natsumi Oshiro está en su círculo de influencia, ¿no es así?

El cardenal secretario de Estado, inmediatamente, modificó la posición de sus labios y logró que sus comisuras dejasen de apuntar hacia el suelo.

—Señorita Raynal —el cardenal movió lentamente las manos—, digamos que estoy sumamente interesado en recabar información acerca de un supuesto cartulario —Nicodemius pronunció con gran énfasis el vocablo francés
chartrier
— que arrastra desde hace siglos una particular leyenda. Me he propuesto acallar para siempre todas esas falsedades aprovechando que se ha avivado, de nuevo, el rumor de su existencia… No obstante, quisiera hacerle algunas preguntas acerca de este pentágono que está remarcado en esta hoja y que el señor portavoz ha insertado en el dosier.

—No tengo nada que añadir, todo está a la vista —dijo Catherine mientras caminaba junto al cardenal—. Como puede comprobar se trata de una hoja perteneciente a la novela de
La isla de Tesoro,
de Robert Louis Stevenson, en la que puede entreverse la silueta de un pentágono y los relieves de su cenefa.

—… Y la palabra «durate» —agregó sibilinamente Nicodemius—. No estoy interesado en conocer cuál es la procedencia de este dibujo, que ya tengo debidamente anotado en el informe. Quiero saber si usted, en las últimas veinticuatro horas, ha estado en contacto con el modelo de piedra que sirvió de molde para este dibujo. Estoy muy interesado, pues forma parte de toda esa absurda leyenda que quiero acallar de una vez para siempre.

—¿Cree que se trata tan sólo de una leyenda?

—Sin duda, señora Raynal. Usted, que pertenece al Departamento de Historia de la misma universidad que fundó Antonio Perrenot de Granvela, es una profunda conocedora del «mito», por así decirlo, del supuesto cartulario que contiene códigos secretos. —El cardenal se llevó por primera vez la mano al rostro—. Le aseguro, desde la legitimidad que me otorga ser secretario de Estado del Vaticano que dicho mito no es más que un muy leve y desagradable zumbido de insecto, ante el ensordecedor estrépito de una catarata de auténticas creencias y de fe. Se trata únicamente de una absurda leyenda…

El secretario de Estado se detuvo y miró a Catherine con un rictus de preocupación.

—Parece como si se hubiese interrumpido a sí mismo, eminencia. ¿Acaso quería ahondar en la materia?

—Verá… Usted es una experta en la exégesis de la leyenda, por lo tanto, me permitirá que conversemos como viejos estudiosos sobre un tema que, como ejercicio intelectual, no deja de resultar sumamente atractivo. ¿Le parece bien, señora Raynal?

—Sin lugar a dudas, eminencia.

—En el caso de existir realmente ese cartulario, usted, si me permite la expresión, ¿en qué bando jugaría? ¿Su interés se centra más en lo espiritual o en lo material? Contésteme con total sinceridad. Aunque comprenda que, para mí, hablar de estos temas…

—Con una mujer… —pareció completar la frase Catherine.

—Bueno, no es eso]… Me refiero que para cualquier persona ajena al complejo funcionamiento interno del Vaticano…

—¿Qué pretende decirme, cardenal?

—¿Ha visto alguna vez en su vida el cartulario?

Catherine fijó su mirada en el secretario de Estado Vaticano.

—Querrá decir la Chartham que contiene el Alfabeto de Amberes.

—Bueno, si usted quiere denominarlo así… —el cardenal se mostró esquivo—, aunque prefiero ahora mismo no otorgarle otra catalogación que no sea la de un antiguo rumor sin fundamento ni bases mínimamente defendibles.

—Si está tan convencido de que se trata de una leyenda: ¿por qué tengo la impresión de que, desde que iniciamos la conversación, su eminencia parece darle visos de credibilidad?

—Es un tema muy complejo —aseveró el cardenal con un hilo de voz—. Carece de importancia si realmente existe o no, o cuál es su forma. Importa el mito en sí, ese que ridículamente sostiene que oculta unas claves que sirven para articular jerárquicamente la Iglesia. Le aseguro que no es así. Es totalmente ridículo.

—¿Qué es lo que resulta ridículo, eminencia?

—Esas cuestiones que argumentan ustedes los investigadores: que el estudio de un código secreto de comunicación se encriptó en el seno de la jerarquía de la curia y que rige los centros de poder y los cónclaves… Verdaderamente absurdo.

—Sucedió algo parecido con el latín —consideró Catherine.

—No acabo de comprender a qué se refiere.

—El latín, en tiempos de Jesucristo, era la lengua del Imperio romano, el idioma que hablaban los que perseguían a los primigenios cristianos hasta el mismo corazón de las catacumbas. ¿No es así, eminencia?

—Sí, pero eso es un hecho sabido.

—El latín es, en la actualidad, una lengua muerta y no existe como idioma oficial en ningún otro lugar del mundo que no sea el Vaticano. La lengua del imperio que persiguió a los primeros cristianos únicamente la hablan los que rigen el destino de la Iglesia de los católicos actuales.

Catherine, en tanto conversaba con el cardenal, comprobó, al llegar al final de un estrecho camino del jardín, cómo tres guardianes habían extraído los asientos del Mercedes-Benz que ella misma había utilizado, para ir en busca de Gabriel Grieg al cementerio de Montjuic, y rebuscaban en su interior.

—Se diría que están buscando algo —dijo Catherine, en tanto movía la cabeza.

—Rutina…, pura rutina. Constantes medidas de seguridad. Vivimos en unos tiempos… —respondió el cardenal—. Volviendo al tema que nos ocupa, me consta que después de muchos años la leyenda ha vuelto a dar síntomas de vida, por así decirlo, y no se trataba de rumores como otras veces, sino que venían avalados por los dos expertos laicos más autorizados en la materia: el profesor Henry Deuloffeu y usted misma.

—Y ¿qué piensa su eminencia al respecto?

—Este dibujo —Nicodemius mostró la hoja del libro— demuestra que usted está, con rango de contenida verosimilitud, tras el paradero de uno de los elementos que motivaron la leyenda en el Amberes del siglo XVI.He adoptado la decisión estratégica de no hablar con nadie, excepto con usted. Me consta ineluctablemente que hoy ha estado en contacto con… ese condenado mito del cartapacio de piel que lleva
La torre de Babel
impresa en la tapa. Respóndame: ¿es cierto?

—Si está tan seguro de ello, ¿por qué me lo pregunta? —contestó Catherine de un modo elusivo.

—Seré más preciso y le concretaré aún más la pregunta: ¿ha encontrado ese objeto que ustedes, los estudiosos de la materia, llaman la Chartham —el secretario de Estado Vaticano disminuyó el volumen de su voz—, así como el reloj de Perrenot con el pie de Tiziano, que está dibujado en esa página de un libro… de piratas? Para nosotros tendría un valor que sin duda sabríamos apreciar. Si destruyésemos esos objetos, acabaríamos de una vez por todas con esa nociva leyenda pagana.

Catherine se detuvo y dio media vuelta.

—No es conmigo con quien tiene que hablar, sino con ella.

El cardenal se volvió de inmediato y vio, delante de la fuente de Hércules, justo enfrente del alargado caño con forma de dragón, a una mujer de unos sesenta años de edad, que tenía la cabeza cubierta con un pañuelo, ataviada con un vestido blanco y, sobre él, un jersey de punto de color azul oscuro, abotonado hasta el cuello.

Inmediatamente, dos vigilantes que tenían en la solapa la insignia de plata se acercaron hacia el secretario de Estado, pero Nicodemius los detuvo con un ligero movimiento de su mano derecha.

El cardenal Fedor Münch, oculto tras la espesa trama que formaban los delgados tallos de bambú, contempló atentamente la escena y vislumbró, bajo la tenue luz del jardín, la expresión del secretario de Estado, que más que mostrar asombro denotaba recelo e inquietud.

61

Grieg penetró en un oscuro y sucio callejón situado en el corazón del barrio Gótico, junto a la Plaça del Rei. La estrecha callejuela carecía de puertas y de ventanas. Únicamente servía de acceso a una pequeña calle.

Lóbrega y húmeda.

En ella, el tiempo parecía haberse detenido en algún año indeterminado del siglo XIX. No se oían las atribuladas voces de los vecinos tras las puertas ni se veía a nadie a través de los visillos de las ventanas. Grieg se encontraba frente a un estrecho callejón que tenía una inquietante peculiaridad: estaba clausurado.

Sus dos accesos permanecían siempre cerrados por dos grandes portones de gruesas rejas oxidadas junto a dos placas, una a cada lado, donde figuraba el nombre de aquel callejón: la calle Segovia.

Los turistas nunca transitaban por ella, a pesar de estar situada a pocos metros de la catedral; se alejaban de allí tras fisgar tímidamente entre los barrotes que impedían el paso, preguntándose la causa por la que no tenía acceso público aquel callejón del que hasta las palomas parecían alejarse durante el día. Oscuro y húmedo, incluso en los días más calurosos del verano, siempre permanecía solitario.

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