Siempre.
Grieg se detuvo delante del portón de hierro. Eran las 22.48. La calle estaba casi a oscuras, iluminada débilmente por una bombilla de luz amarillenta.
Aquel callejón era el lugar de la ciudad donde el taxista le requirió que acudiese, y que figuraba anotado en la hoja que le entregó en el cementerio de Montjuic.
En un recoveco de la pared, junto a la herrumbrosa reja, Grieg rebuscó el escondrijo que le reveló en la nota el taxista. Extrajo una llave envuelta en una bolsa de plástico transparente. Se trataba de una llave antigua, pero no de una llave malograda.
Ni oxidada ni desgastada por el uso.
La introdujo en la cerradura y, tras comprobar que nadie observaba sus movimientos, abrió el portón, caminó unos metros sin separarse de la pared y se detuvo ante la puerta de una escalera.
Empujó la puerta, que tenía la cerradura rota, y se encontró con un tramo recto y considerablemente empinado de escalera que conducía hacia una polvorienta puerta. Para su pesar, comprobó que ya pasaban cinco minutos de la hora convenida para el encuentro.
El taxista no había acudido.
Según figuraba escrito en la nota, en aquel número de la calle se encontraba un enclave íntimamente relacionado con «el lugar donde perdimos el rastro de nuestra hija…». Grieg encendió la linterna y ascendió hasta la puerta; encontró una hoja de papel situada en la celosía de bronce. Tras cotejar la caligrafía de las dos notas y comprobar que era la misma letra, leyó su contenido.
Apreciado desconocido:
Ha sucedido un hecho extraordinario que necesita urgentemente mi atención en la catedral a la misma hora que debería haber tenido lugar nuestro secreto encuentro. Me niego a creer que sea fruto de la casualidad, el caso es que, tras haberle conocido a usted, alguien se ha puesto en contacto conmigo y con mi esposa, para tratar de solucionar el antiguo y grave problema al que me referí en el cementerio de Montjuic.
No he hablado con nadie de nuestro encuentro y le JURO que no pienso hacerlo, sean cuales sean las consecuencias que me acarree mi silencio. Será mi forma de agradecerle el «favor que me, ha hecho».
Desconozco cuáles son sus motivaciones y no quiero comprometerle. Es preferible que usted y yo no volvamos a vernos nunca más. Usted me ha proporcionado ya la ocasión de entrevistarme con la «persona adecuada» y me siento convenientemente compensado por la ayuda que le brindé en el cementerio.
Que Dios nos ayude siempre.
PD.: Quédese la llave, quizá le pueda ser de utilidad. Yo, A.D.G., no la necesitaré nunca más.
A Grieg le resultó muy enigmática aquella nota, pues no comprendió qué clase de favor «indirecto» le había hecho al taxista, ni supo, ni siquiera remotamente, quién era la persona que se había puesto en contacto con él, rechazando, además, que aquel sobrevenido encuentro fuese fruto de la casualidad.
Tras la relectura detallada de la nota, extrajo dos conclusiones muy importantes: el taxista, en algún momento de su vida, estuvo relacionado con el grupo de personas del entorno de su
padrí
en el Passatge de Permanyer y, además, conocía a las personas que vivieron en la finca donde Catherine había encontrado el cuaderno de dibujo donde ella aparecía dibujada de un modo muy enigmático.
Por lo tanto, si aquellas dos fincas estaban relacionadas con Grieg, el encuentro que se estaba llevando a cabo en la catedral «en esos momentos» también requería su atención.
Antes de bajar la escalera, Grieg observó la gruesa puerta de caoba con la celosía de bronce en el centro. Asió fuertemente la empuñadura y trató de zarandearla, pero no se movió ni un milímetro.
«¿Por qué me habrá citado en este lugar el taxista?»
Grieg sospechó que la inaccesibilidad de la calle, clausurada entre los portones, estaba íntimamente relacionada con lo que podría hallarse una vez traspasado el umbral de aquella puerta, que, por otra parte, tenía el aspecto de no haberse abierto desde hacía décadas.
El tono en el que estaba redactado el segundo mensaje del taxista permitía conjeturar que se trataba de una «persona de palabra» y que no se desdecía de lo que había dicho con anterioridad.
Gabriel Grieg supo, sin ningún género de dudas, que quien escribió «… JURO que no pienso hablar con nadie, sean cuales sean las consecuencias que me acarree mi silencio…» era alguien en quien se podía confiar.
«¡Debo averiguar sin demora qué está sucediendo en la catedral!»
La catedral se encontraba completamente iluminada, hecho excepcional a aquellas horas de la noche. Sin embargo, todas sus puertas permanecían cerradas.
Grieg, sentado en una escalinata situada frente al pórtico, denominado de «La Pietat» y que daba acceso al claustro, volvió a leer el segundo mensaje escrito del taxista: «… un hecho extraordinario que requiere urgentemente mi atención en la catedral a la misma hora que debería haber tenido lugar nuestro encuentro…».
Estaba convencido de que en aquel momento, en algún punto entre los gruesos muros de la basílica, se estaba llevando a cabo una reunión de trascendental importancia. Si no lograba descubrir quiénes eran sus integrantes, nunca llegaría a comprender qué vínculo relacionaba las dos fincas del Passatge de Permanyer.
«La puerta de la Pietat sería la que yo elegiría si pretendiese acceder de un modo discreto… Tengo que encontrar la manera de entrar en la catedral», pensó Grieg, que oyó que alguien se acercaba por la calle de la Pietat cantando de una manera desgañitada y desafinando en todas y cada una de las notas. Aquella melodía a Grieg le recordó remotamente el
Agnus Dei,
de Bizet.
El hombre que cantaba era el mendigo pelirrojo que Grieg había visto aquella misma tarde en la Plaça Garriga i Bachs. Arrastraba dificultosamente su carro de supermercado; le resultaba muy difícil mantener el equilibrio a causa de la embriaguez.
Grieg continuaba estudiando el modo, harto improbable, de acceder al interior de la catedral.
La basílica aparecía ante sus ojos como una inexpugnable fortaleza.
El hombre pelirrojo llegó al oscuro portal y, tras colocar el carro cruzado delante de Grieg, se derrengó sobre el segundo peldaño de la pequeña escalinata.
—¡Será mejor que te largues! —masculló el mendigo, con la voz rota, cabizbajo, y con un oscilante hilo de baba colgando de los labios.
Grieg ni siquiera lo miró. Haciendo acopio de prudencia, se levantó y continuó observando la puerta de la Pietat, con un pie apoyado en la pared. Miraba las vidrieras iluminadas y estudiaba la manera de penetrar en la catedral.
El pelirrojo se levantó dando un traspié, hasta casi caerse de bruces, y se dirigió dando tumbos hacia el lugar donde estaba Grieg.
—No me gusta que me miren cuando duermo. ¿Te vas a quedar ahí aparcado toda la noche o qué? —rezongó el mendigo con la cara ostensiblemente entumecida y los ojos hinchados.
Grieg se mostró impertérrito ante aquel exabrupto y continuó apoyado en la pared.
—¡Esta noche no quiero ver a nadie! —gruñó el mendigo, con un tono de voz muy provocador y a escasa distancia del rostro de Grieg—. ¡Lárgate, es la última vez que te lo digo!
Grieg le sostuvo la mirada, mostrándose ante él imperturbable, incluso al percibir su aliento: un repugnante olor a vino rancio, mezclado con el ácido de su propio vómito resecado en forma de saliva cristalizada en la comisura de los labios. Grieg sintió algo cercano a la conmiseración hacia aquel hombre; en él se podía fácilmente suponer su antigua confianza en el futuro, convertida, sin embargo, por alguna terrible fatalidad, en un monstruoso presente.
—¿Y a ti? ¿Qué te pasa? ¿Ya te has bebido todos los cartones de vino que tenías esta mañana? —preguntó Grieg, al ver que en el interior del carro sólo había dos mantas mugrientas, un viejo reproductor de casetes con los dos bailes rotos y un centenar de cintas de música clásica.
El mendigo apartó la cabeza, sorprendido por el tono de voz con que le había hablado Grieg.
—¿Quién diablos eres? —preguntó el mendigo pelirrojo.
—¿Que quién soy yo?
—Sí. ¿Quién demonios eres tú?
—Esta noche —Grieg le miró desafiante—, también soy un tipo del que te aconsejo, por tu propio bien, te mantengas prudentemente alejado.
—¿Qué pasa? ¿Te vas a poner chulo conmigo? —gritó el mendigo—. ¿De dónde sales tú? ¿Eh? ¡Dime! ¿De dónde sales tú?
Grieg sintió como, poco a poco, perdía la ecuanimidad. No porque el hombre pelirrojo le hubiese provocado, sino porque su pregunta le había hecho repasar mentalmente las últimas veinticuatro horas de su vida, que le llenaron de consternación.
—Soy alguien —dijo Grieg, mirándole fijamente a los ojos— que desde que te vio esta tarde en la plaza Garriga i Bachs, mientras creías dirigir el quinteto de cuerda con las manos levantadas, ha estado en el cementerio y ha abierto su propia tumba. Soy alguien que ha dado dos vueltas completas en taxi, y a toda velocidad, al cementerio de Montjuic, perseguido por media docena de matones; soy alguien que creyó que iba a morir. Soy alguien que, desde que te vio esta tarde, ha subido a la habitación más elevada del hotel más alto de la ciudad, y al que una gata preñada le ha dado las claves para comprender uno de los secretos mejor guardados…, ¿comprendes? ¡De ahí salgo yo!
Los dos hombres se quedaron durante unos segundos en silencio, cara a cara, unidos por una desbordante turbación que nacía de la inquietud y del miedo, conscientes de que los dos tenían, aunque fuese por causas distintas, muy serios problemas.
—¡Será mejor que te largues de aquí! —vociferó el mendigo, respirando entrecortadamente—. Tú no pareces de los nuestros. ¿Qué estás buscando por aquí?
—Busco a Dos Cruces. Tengo que arreglar una cuenta pendiente con él —dijo Grieg, que se alejaba en dirección hacia la Plaça del Rei.
El hombre pelirrojo cambió por completo de actitud al escuchar la última frase de aquel tipo.
—¿A quién me has dicho que estás buscando por aquí?
—Es muy poco probable que tú me puedas ayudar.
—Inténtalo.
—Busco a Dos Cruces.
—¿Qué quieres saber?
Grieg se volvió de nuevo hacia él.
—¿Te has enterado de si esta noche hay alguna movida en el interior de la catedral?
—Quizá —contestó el pelirrojo, pasándose la mano por la boca—. ¿Me invitas aun cigarro?
—¿Ya te los has fumado todos? Esta tarde tenías, por lo menos, diez cartones de tabaco.
—¡Oye! ¿Quién demonios eres? ¿Acaso eres mi madre? ¡Cómo es que sabes tantas cosas de mí…! —voceó el pelirrojo—. Esta tarde me han dado una puta paliza esos malditos niñatos para robarme los cartones de tabaco y de vino. Me lo han robado todo, menos este destrozado casete y mis cintas de música clásica, que nadie quiere. Sólo me queda el humo del tabaco y el vino que llevo en el cuerpo. Y aún no tengo suficiente…
Grieg rebuscó en el interior de la bolsa de cortesía del hotel, y tras extraer de ella todos los elementos que no fuesen comestibles, se la entregó al mendigo. Inmediatamente, él abrió una pequeña botella, tras leer con los ojos enfebrecidos la etiqueta, cuyas letras doradas refulgían como el oro.
—Rioja. Rioja del bueno. ¡Gracias, tío! ¡Esto ya es otra cosa! —exclamó tras dar un largo trago a la botella—. Hay bastante movimiento ya desde la mañana. No sé qué demonios pasa. Se ve mucha sotana. Van de incógnito, pero dan el cante. Se mueven rápido, los muy cabrones. No quieren a nadie cerca. Pero tengo orejas, ¿sabes?…, y dos ojos. Hay mucho japonés y mucho dinero. Espera en la plaza de San Ivo. No tardarás en ver movimiento. Entran en grupos pequeños por allí.
Grieg se alejó.
—¡Acuérdate de mí si pillas a Dos Cruces! —gritó en tanto se tocaba una cicatriz en la frente—. ¡Dale un par de mojicones bajos de mi parte…, el muy cabrón! ¿Cómo te puedo ayudar? ¡Una ayuda de verdad para que le partas…!
—Veo que te gusta la música clásica. Si ves algún movimiento extraño en la puerta de la Pietat, sílbame el coro de
Nabucco,
pero, por favor, que no le falte ninguna nota —bromeó Grieg de un modo sulfuroso, junto a unos gruesos muros, en la parte románica de la catedral.
Grieg se alejó, mientras el mendigo, tras dar otro largo trago a la botella de vino, empezó a canturrear, con una voz desafinada y ronca, la cuarta escena del segundo acto de N
abucco:
cuando los esclavos judíos en Babilonia anhelan regresar a su país, haciendo volar el pensamiento con alas doradas para respirar de nuevo el aire dulce de su tierra natal.
—
Vaaaa pensieeeeero. Sul aaaaalliiii doraaaateee
—oyó canturrear Grieg mientras se alejaba en dirección a la Plaça de Sant Iu—.
Vaaattiiü pooossaaaa! Suiiii cliiiiivviiii e suuii cooooooolii…
Grieg se sentó en el mismo banco de piedra de la Plaça de Sant Iu donde lo hizo junto a Catherine hada más de veinticuatro horas. El sentimiento que le embargó, al volver a pensar en ella, fue de preocupación y de melancolía, pero un grupo de diez japoneses, que había salido de improviso de la calle Comptes de Barcelona, le devolvió de un modo súbito a la realidad.
Los nipones se detuvieron junto al portalón de la catedral.
Uno de ellos, que exhibía un documento acreditativo en la mano, golpeó con la palma de la mano abierta uno de los dos portones.
Grieg, disimuladamente, se colocó detrás del grupo. Un vigilante de seguridad abrió la puerta y les permitió el acceso a la basílica. Uno tras otro fueron accediendo a ella y se detuvieron en la entrada. Aprovechando un momento en que el vigilante estaba leyendo los nombres anotados en la autorización, Gabriel Grieg se escabulló y penetró sigilosamente en la catedral, que apareció ante sus ojos con la iluminación de las grandes ocasiones, lo que permitía contemplar la majestuosidad de las bóvedas.
Se detuvo un instante en el transepto, dudando de la conveniencia de atravesarlo, pero la iluminación del coro le hizo desistir. Optó por dirigirse hacia la parte posterior del presbiterio, tras el altar mayor. Rápidamente identificó unos tonos graves que procedían del último instrumento musical que hubiese querido oír Grieg en aquellos momentos: un silbato.
«La manera que he escogido para acceder a la catedral ha sido mal planificada, precipitada y temeraria», se recriminó, de inmediato, Grieg.
El vigilante de la entrada había dado la señal de alarma.