Inmóvil.
«El ataúd que hemos sepultado esta misma noche estaba debidamente precintado con el sello del cardenal Münch», pensó en un denodado intento por tratar de comprender la situación, aunque sin éxito.
Su desasosiego fue en aumento cuando, asombrada, vio a Gabriel Grieg depositar el anillo de oro y la cruz del cardenal sobre la tabla del confesionario y aproximar la mano en dirección al compartimento secreto.
Vio cómo extraía la caja de piel donde estaban escondidos sus efectos personales y el sobre que contenía el pergamino que ella misma había escondido allí, como medida de seguridad, al no poder girar el pivote que abría la salida secreta que comunicaba directamente el confesionario de la capilla con el exterior.
—Si el anillo está aquí, ¿qué sucedió con el cardenal? —preguntó la profesa con el rostro desencajado.
—
Et lux in tenebris lucet, et tenebrae eam non comprehenderunt.
Gabriel Grieg le contestó empleando la misma frase en latín que ella le espetó en el banco de la Gran Via, cuando le dio a entender que sería «como ver la luz en plena oscuridad», si trataba de comprender cuáles eran los motivos que la movían en aquella «misión», cuando le advirtió de que nunca sería capaz de averiguar el fundamento de su causa.
Grieg extrajo todos sus efectos personales del arrugado sobre de papel, incluidos el cortafrío y el martillo, y los depositó junto al anillo y la cruz del cardenal. A continuación, le mostró la carta que contenía el documento firmado por Pablo III.
—Le ruego que me conteste, ¿qué fue del cardenal Münch? —volvió a preguntar la mujer mientras continuaba tratando de girar la palanca que daba acceso a la salida secreta.
—No espere que le diga ni una sola palabra —declaró Grieg con el rostro muy serio—. Usted misma ha reconocido, cuando creía que estaba hablando con el cardenal Münch, que la niña de la fotografía que está sentada junto a mí en el sidecar de la moto del carrusel es Catherine Raynal. Quiero cerciorarme de que no estuviese mintiendo a quien usted creía que era el cardenal Münch.
—Gabriel, le diré todo lo que usted quiere saber, aunque no sé si será de su agrado, pero únicamente lo haré a cambio del pergamino que está encima de la repisa.
Grieg lo tomó entre sus dedos y lo acercó al rostro de la profesa.
—Se trata de un documento de una importancia trascendental —dijo Grieg, moviéndolo levemente ante sus ojos.
—Y usted, ¿cómo puede saberlo si cuando abrí el sobre estaba lacrado con el sello del cardenal?
La religiosa comprendió al ver el anillo sobre la tabla del confesionario que sí era posible, y que Gabriel Grieg estaba al corriente de todo.
—¿A qué intereses sirve usted, señor Grieg? ¿Qué pretende?
—Sólo salvar la vida. —Grieg volvió a depositar el documento encima de la tabla del confesionario—. Me ha dicho, cuando usted creía que hablaba con el cardenal Münch, que los padres de Catherine son la mujer que apodan doña Urraca y el señor que está a su lado, el que tiene una mancha en el rostro. —Grieg omitió que conocía a su esposo, el taxista.
La religiosa volvió a dar muestras de una gran perplejidad, al ignorar por completo cómo la persona que tenía delante podía conocer aquellos datos.
—Yo no he dicho eso, señor Grieg —la profesa continuaba manipulando la palanca de la trampilla, sin que ésta cediera en ningún momento— y créame, estoy asombrada de que usted conozca a la madre de Catherine.
—Sé que la fotografía del carrusel la tomó usted. En la imagen, además de los padres de Catherine, ella y yo mismo, aparecen otras personas. Por ejemplo, mi
padrí.
—Grieg señaló a un hombre que estaba fumando, elegantemente vestido con un traje a rayas, sobre el que descansaba una impoluta gabardina blanca—. ¿Qué relación unía a los padres de Catherine con él y con la persona que también conversa con ellos, que es una señora que residía en una finca del Passatge de Permanyer?
—Creo que se equivoca. Ya tiene demasiados problemas, señor Grieg, no puede pretender comprenderlo todo. —La profesa, a pesar de su proximidad, trataba de que él no notase los esfuerzos que hacía presionando con todas sus fuerzas la palanca que abría la trampilla.
—Usted —prosiguió Grieg— dijo que estuvo en la sala capitular de la catedral con los padres de Catherine. ¿Qué hacían esta misma noche allí? ¿Por qué esperaban al cardenal Münch?
Por un momento, la religiosa dejó de presionar la trampilla, debido, de nuevo, a su total y absoluta confusión.
—Pero… ¿cómo puede saber eso? —preguntó totalmente desconcertada la profesa.
Grieg guardó un prudencial silencio antes de formular la siguiente pregunta.
—¿Quién era la rubia que estaba en la misma mesa junto a usted, los padres de Catherine y el cardenal?
—No pienso responder a eso hasta que me entregue el sobre que contiene el pergamino y me deje marchar.
Grieg meditó durante unos segundos. En esta ocasión, fue la mujer la que rompió el silencio.
—Veo que sobre la tabla del confesionario hay dos piedras: una que tiene forma de calavera y otra con forma de diablo, pero no veo la «tercera piedra». Recuerdo que de niño jugabas con las tres piedras sin que tu
padrí
lo supiera… Siempre las llevabas junto a un cuaderno de dibujo que contenía unos pentágonos perfectos. ¿Te acuerdas, Gabriel?
Grieg supo, como si se tratase de una revelación repentina, quién era aquella mujer.
La recordó perfectamente.
Era una mujer que vivía, o frecuentaba muy a menudo, una finca situada en el Passatge de Permanyer. En algunas ocasiones, se acercaba a él para regalarle cuadernos cifrados, libretas y lápices de colores. Le mostraba hermosos dibujos, que después ella pintaba sobre finos cristales de colores. Le hacía enigmáticas preguntas acerca de una maravillosa carpeta de cuero donde podía verse una montaña tan grande que llegaba hasta el cielo. Era la misteriosa mujer que le hablada de relojes de sobremesa y pentágonos del mismo tamaño, tan perfectos como los que él llevaba dibujados en su libreta.
—Tú no lo sabías entonces —continuó hablando la profesa, mientras Grieg sentía recorrer por su espalda un escalofrío—, pero esas tres piedras formaban parte de otra mayor situada en la antigua muralla de Barcelona, en la iglesia de San Cristóbal del Regomir concretamente. Eran piedras muy importantes para que un niño tan pequeño jugara con ellas.
—¿Y usted cómo puede saber que eran tres las piedras con las que yo jugaba? —La voz de Grieg retumbó en el interior del confesionario.
—Porque ya te he dicho que las vi, y aunque fue una muy ardua labor, averigüé que tu
padrí
desconocía que tú las tenías. Él siempre lo ignoró todo, hasta que una desdichada mañana, yo cometí un error imperdonable… Pequé de inexperiencia y de temeridad, y bien que lo he pagado con posterioridad. Tu
padrí
me descubrió buscando en su despacho, medio oculta en las sombras, un insignificante y ennegrecido cenicero de forma pentagonal…, pero no lo hallé. Alguien se lo había llevado con anterioridad. Tu
padrí
lo relacionó todo y los «elementos» volvieron a desaparecer.
Se produjo un intenso silencio. Un silencio que hacía silbar los oídos en la quietud absoluta del cementerio.
—Pero, yo, siempre…, siempre —continuó la profesa—, supe que tú, Gabriel Grieg, me volverías a llevar a ellos. No destruyas ahora lo que tanto esfuerzo nos costó. Han sido muchas, desde entonces, las penurias para conseguir este pergamino. Gabriel, escúchame: ¿te gustaría recuperar la «tercera piedra» de tu infancia? —preguntó la profesa, que le dio un giro cáustico al tono de su voz—. La que tenía una forma geométrica. ¿Te acuerdas, Gabriel? Yo te la quité. Me llamó poderosamente la atención que tú las tuvieses. Entonces ni siquiera podías sospechar lo peligroso que era juguetear, sin que tu
padrí lo
supiera, con aquellas tres piedras. ¿Comprendes, Gabriel? Fue entonces cuando sospeché quién era la persona que se había encontrado… Pero eso forma parte de una historia demasiado larga… ¿Te gustaría recuperar la tercera piedra, Gabriel?
Grieg continuó guardando silencio con la expresión grave.
La religiosa, sin dejar de mirar el pergamino, no cesaba de forzar el pivote de la trampilla, que continuaba atrancado.
—La tercera piedra está sobre una pequeña ménsula situada al lado de la vela más alta del tenebrario —indicó la religiosa—. Yo misma la coloqué ahí un día, sabedora de que esa piedra nos conduciría al documento que está sobre esta tabla. Te propongo un trato, Gabriel: te la devuelvo a cambio de volver a tener en mis manos el documento. Ya sabes que es muy especial. Yo no me voy a escapar de aquí.
Aunque receloso, Grieg se levantó y se dirigió hacia el tenebrario.
En el lugar indicado reposaba una pequeña piedra.
Grieg la tomó entre sus manos. De pronto, sonó un fuerte portazo proveniente del confesionario. Grieg se dirigió allí a toda velocidad. Se percató de que el pergamino, el anillo y la cruz del cardenal habían desaparecido.
Y la religiosa también.
Una trampilla se había abierto en una falsa pared que comunicaba directamente con el exterior.
Durante varios minutos, Grieg recorrió la parte externa de la capilla y los dos alargados muros de mampostería junto a los que estaba ubicada.
La búsqueda resultó infructuosa.
Era como si la religiosa se hubiese «volatilizado» por arte de magia.
Se sentó sobre un gran sepulcro de piedra, donde estaba representado un grupo escultórico formado por tres ángeles con los brazos extendidos, y se frotó los ojos con la mano, como si pretendiera poner en orden sus pensamientos.
En completa soledad y envuelto por un silencio sepulcral, evocó el motivo que le había conducido, esa noche, hasta el. cementerio a contemplar…: su propio entierro.
En un equilibrado intento de recomponer la situación, recapituló lo que había sucedido cuando la llama de la vela, colocada sobre la mesa circular, alcanzó la misma altura que la punta de la afilada daga.
El cardenal había pronunciado, con un tono de voz desgarrador, cinco palabras en latín:
«Aeterne Pungit, citovolant, et occidit».
Dispara eternamente, vuela con rapidez y mata.
Entonces, de repente, se oyó un fuerte golpe y el pequeño núcleo central de la mesa, donde estaba grabada la letra «J», se desgajó del resto de la tabla mediante una varilla de hierro fina y retorcida con forma de
cop de fuet,
de golpe de látigo. En su madera, tenía fuertemente clavada la daga, que salió propulsada, a gran velocidad, por un resorte muy potente.
Gabriel Grieg, que vio la daga dirigirse directamente hacia él, apuntando de lleno hacia su corazón, no pudo dejar de pensar durante décimas de segundo, petrificado, que su muerte era inminente. Sin embargo, el mismo retorcido resorte metálico que había permanecido oculto bajo la mesa y que impulsaba la daga, de un modo inesperado, cambió de trayectoria y describió en el aire una parábola que la hizo cambiar completamente de dirección.
Se dirigió hacia el cardenal.
La daga, volando a toda velocidad, impactó en el pecho de Fedor Münch con fuerza, hasta clavarse profundamente entre las costillas de la parte opuesta al corazón y muy cerca de su esternón. El cardenal bruscamente pasó de tener una mueca grave en su rostro a mostrar una terrorífica expresión de dolor.
Al instante, el resorte volvió a la mesa, igual que si de ella hubiese surgido una contorneada y terrible serpiente metálica, veloz como la punta de un látigo. Había dejado clavado en el pecho del cardenal la daga igual que si se tratase de un rejón.
El cardenal no emitió ningún alarido de dolor, a pesar de que la daga le había atravesado totalmente el pulmón.
Grieg contempló la terrible escena. Sabía que aquella daga estaba destinada a él, para causarle la muerte.
El rostro del cardenal Münch mostraba su perplejidad, parecía no comprender qué es lo que había pasado, qué había podido fallar.
En un breve lapso de tiempo, de apenas dos segundos, el cardenal se percató de que había pasado del envanecimiento al dolor absoluto. Fue consciente, de un modo categórico y aterrador, de que había minusvalorado a Gabriel Grieg, que asistió a la escena sin saber, hasta el último segundo, si la víctima de aquella partida resultaría ser finalmente él mismo.
—Eminencia, ha cometido un error que le costará la vida —exclamó Grieg, aún terriblemente sorprendido e impactado por la brutal escena que acababa de ver y por la dolorosa imagen que ofrecía el cardenal—. Salvo que esa herida sea inmediatamente tratada por cirujanos, morirá en un breve lapso de tiempo. Quizás aún pueda salvar su vida.
Fedor Münch, con el sufrimiento grabado en el rostro, se reclinó en el respaldo de la silla, en un intento inútil de buscar un alivio a su dolor.
—No queda ya tiempo para mí —dijo el cardenal con grandes dificultades para respirar—. Mi tiempo se ha agotado, pero hasta que expire… debo aún hacer muchas cosas… No…, no… comprendo…
Grieg veía que una mancha negruzca iba anegando, poco a poco, la sotana negra y parte del fajín rojo, pero sin poder apreciar el color bermellón de la sangre.
—¿Se refiere a que no comprende qué ha podido fallar, ya que lo tenía todo bajo control?
El cardenal no contestó. Su expresión era la viva imagen del suplicio.
—Comprobé que la mesa tenía un mecanismo —Grieg, sin dejar de hablar apoyó fuertemente las dos manos sobre la mesa—, pero no estaba completamente seguro. Deduje que sería lo que finalmente fue.
Grieg empezó a girar la mesa circular hasta que tuvo delante de él el cuerpo de la Chartham, el cartapacio, el reloj de Granvela, la caja de piel, el cortafrío manchado con la sangre del cardenal, el martillo y el pie de Tiziano abierto en dos mitades y que Fedor Münch no había tenido ocasión de analizar.
—Ya comprendo —susurró débilmente Münch—. Le dio la vuelta a la mesa y dejó las sillas en el mismo lugar.
Grieg se limitó a guardar silencio, y comprobó que la herida que tenía el cardenal era mortal.
—¿Cómo llegó… a saberlo? —preguntó Münch con un acceso de tos. Con cada segundo que pasaba crecían sus dificultades para articular palabra.
—Me llamó la atención la forma circular de la mesa. Por el grosor de la tabla y las inscripciones que había sobre ella, vi que no era una mesa convencional y que podría albergar alguna trampa. Reconozco que no supe cuál, pero como medida de precaución giré la mesa ciento ochenta grados.