Grieg contempló, siempre oculto entre las sombras, cómo la mujer ascendía por la empinada vía para asegurarse de que el coche fúnebre abandonaba el recinto del cementerio. Después se dirigió, en actitud mística, hacia el mausoleo donde permaneció durante unos minutos.
Desde el exterior, Grieg vio titilar a través del cristal el profundo resplandor de una vela que ardía en lo alto del tenebrario en el interior de la capilla envuelta en la penumbra. Deseaba conocer qué misterios ocultaba aquella mujer; cuál era el origen de Catherine. Para poder averiguarlo era imprescindible que la religiosa creyese que estaba conversando con una persona que no era él.
Cuando la profesa volvió a salir a la vía del cementerio, decidió abordarla adoptando señales que la indujeran a creer que, en realidad, quien la seguía era el cardenal Münch. Ella debía aclararle algunos misterios: sobre todo, quiénes eran la mujer rubia que estaba en la Sala Capitular de la catedral y la niña pequeña que aparecía sentada junto a él en el sidecar de la moto del carrusel en aquella fotografía tomada en las Navidades de 1971.
Y ahora, volvía a estar en el mismo lugar que entonces, sentado sobre la misma tumba, desde donde se divisaba la totalidad del cementerio. Un laberinto gigantesco de vías que parecían postrarse ante la superficie del mar.
La religiosa se había esfumado delante de sus propios ojos. Le había dejado, eso sí, la tercera piedra con la que jugaba en su niñez.
La del ojo encerrado en el interior de un triángulo.
La piedra que simbolizaba a Dios.
La piedra que, en sus ensoñaciones infantiles y según le instruyeron en las severas clases de catecismo y de religión, vencía a lo que representaban las otras dos piedras: la del demonio y la de la muerte, que encontró en sus exploraciones infantiles en la gran casa de su
padrí.
Gabriel Grieg dejó caer su cuerpo hacia atrás y apoyó su espalda en el regazo de un gran ángel de piedra, que pareció acogerlo en su seno, con la dulzura fría y corpórea de sus brazos, igual que si un espíritu celestial, remoto y altruista, se hubiese acabado de corporeizar para acoger su cuerpo dolorido y cansado, igual que si se hubiese detenido en un elevado escollo, tras intentar escalar una gigantesca montaña.
Una montaña tan alta como la torre de Babel.
Al abrir los ojos, Grieg comprobó que ya había amanecido.
Hacía más de una hora que los rayos del sol pugnaban, tratando de abrirse paso, entre las densas y oscuras nubes que impedían que pudiese verse el cielo.
Se sobrecogió al comprobar que estaba sentado sobre un sepulcro y que había dormido en el frío regazo que formaban los brazos de un genuflexo ángel de piedra. Un cúmulo de umbríos recuerdos acudió de nuevo a su mente y le hizo rememorar el último, particular e insólito día que había vivido.
Un intenso estremecimiento, muy cercano a la consternación, se apoderó de su pecho y de su corazón cuando se acordó de lo que había sucedido en esas últimas veinticuatro horas. Durante los primeros instantes posteriores al sueño, igual que un eco profundo que creciera en el interior de su cabeza, volvieron a instalarse en su mente los recuerdos, hasta que se concretaron en forma de pensamientos.
De nuevo, volvía a ser plenamente consciente de la situación.
El cardenal Fedor Münch había expirado ante sus ojos; la religiosa, mediante una acción que no acababa aún de comprender, había desaparecido delante de él; y nada sabía del paradero de Catherine.
El cementerio de Montjuic aparecía nebulosamente iluminado con una luz gris que flotaba sobre la montaña, lo que le confería a los nichos y a las tumbas un aire de atemporalidad que le envolvió por completo mientras ascendía por una empinada vía, en dirección a la salida lateral norte en busca de los «elementos» que había ocultado en un viejo panteón.
«Debo inmediatamente ir en busca de la Chartham y del pie de Tiziano», pensó en tanto sentía que la vía, a medida que él iba ascendiendo, adquiría una pendiente más pronunciada.
Grieg estaba empezando a recomponer la situación. Intentaba evaluar con preocupación la extraña tierra de nadie, en la que, azarosamente, parecía haberse quedado todo.
No sabía quién era realmente Catherine; la religiosa ya había conseguido el documento que tanto anhelaba; y el cardenal Münch, contra todo pronóstico, estaba muerto.
El cardenal había establecido un plan perfectamente trazado para desaparecer en cuanto consiguiese los elementos de la Chartham. Nadie, durante algún tiempo, le echaría de menos…
De repente, Grieg se percató de algo que le inquietó profundamente.
En el suelo, sobre el asfalto de la carretera y junto al primer piso de un columbario, alguien había dibujado con tiza una figura geométrica.
De haber sido otras las circunstancias, aquello le hubiese pasado totalmente desapercibido. El dibujo, aunque muy mal trazado, no dejaba dudas al respecto de qué figura geométrica representaba: un pentágono.
A unos diez metros de distancia había otro dibujo, de igual forma y de similar tamaño.
Grieg continuó caminando por la empinada vía hasta que se detuvo a observar con detenimiento la figura. Trató de tranquilizarse: «Estoy demasiado afectado por el tema; al final, llegaré a creer que todo está relacionado con él. Se trata tan sólo de una casualidad». Sin embargo, no podía evitar que cierto sentimiento de intranquilidad se apoderara de él. «Es, sin duda, otra broma del azar, similar a que la serigrafía del coche de cortesía del hotel estuviese relacionada con piratas y con inalcanzables tesoros en una isla del Caribe. Una contingencia más.»
Algo, desde lo más profundo de su ser, le advertía de que aquello era un mal presagio. Un nuevo problema que surgía, al igual que lo harían otros hasta que no liquidase totalmente el tema que le relacionaba íntimamente con tener en su poder los «elementos».
Avivó el paso hasta que, unos metros más adelante, otro pentágono le obligó imperiosamente a detenerse. Esta vez, junto a la figura geométrica de trazo tembloroso había dibujada una muy esquemática y tosca calavera sobre dos tibias cruzadas. Unos cinco metros más allá, se podía apreciar, escrita con tiza, lo que parecía ser una palabra que no logró distinguir con total claridad hasta que estuvo a escasos centímetros de ella, quizá porque su propia mente se negó a hacerlo: «Eseus».
Su segundo apellido.
Grieg sintió un escalofrío: «¡Maldita sea! ¿Todos estos condenados dibujos y estas palabras están relacionados conmigo?», se preguntó, angustiado, a la vez que avivaba el paso. Al llegar a una bifurcación situada a escasos metros, miró hacia la vía de la izquierda y no vio ningún signo pintado en el suelo, pero al girar la cabeza hacia la derecha volvió a constatar que allí ¡continuaba la extraña sucesión de pentágonos!
No era un episodio de locura transitoria ni de una casualidad extrema, rayana con la serendipia. No. Allí figuraba claramente escrito con trazo tembloroso la palabra «Gabriel» junto a dos pentágonos más. Unos metros más adelante, su razón pareció nublarse, sin poder dar crédito a lo que veían sus ojos.
Asombrado, se acercó y vio un nombre y un dibujo que le llevaron mucho más allá del paroxismo.
Ahí estaba su nombre, en el interior de un pentágono, escrito con unas letras temblorosas, aunque inequívocas. «¿Qué significa todo esto? ¿Por qué mi nombre está escrito con letras mayúsculas dentro de un pentágono?»
Grieg se temió lo peor; seguramente habían dado con él y le estaban indicando el camino hasta un lugar donde le propondrían el modo de «hacer el canje» de la Chartham de una manera muy poco ventajosa para él. Se detuvo y hasta pensó en huir, pero una fuerza mucho más poderosa que la curiosidad le impulsó a resolver aquel misterio.
Cuando volvió a levantar la cabeza, encontró la respuesta.
En aquella corta vía, se estaba llevando a cabo un entierro.
Los familiares del muerto, colocados de tal manera que formaban un semicírculo junto al coche fúnebre y los vehículos particulares que constituían la comitiva, se abrazan y besaban, ya que el sepelio había concluido.
A unos metros de distancia, un niño de unos diez años de edad estaba sentado en el suelo sobre la empinada vía. Tenía un trozo de yeso en la mano y jugaba con una canica que él mismo había improvisado con una bola de papel.
Cuando lo vio, Gabriel Grieg se quedó petrificado y sin saber qué pensar ni qué decir. De nuevo, se había quedado sin argumentos y sin explicación posible ante aquel hecho incomprensible. De inmediato, se formuló, dadas las circunstancias, las dos preguntas más lógicas ante aquel acontecimiento tan ilógico: «¿Quién demonios es ese niño? ¿Cómo sabe mi nombre? Además, ¿por qué lo escribe en el interior de… ¡pentágonos!?».
De pronto, una mujer, la madre, observó al niño, que se encontraba junto a un extraño. Durante unos minutos se había olvidado por completo de su hijo.
Lo llamó con un grito enérgico.
Grieg vio que el niño se alejaba, justo en el mismo momento en que su cerebro se veía obligado a trabajar con toda intensidad para establecer una larga serie de deducciones encadenadas; trató de dilucidar por qué aquel niño rubio, al que no conocía de nada y que iba vestido con pantalones téjanos y una cazadora roja, dibujaba pentágonos con su propio nombre en el interior.
Y debía hacerlo a toda velocidad.
El entierro ya había finalizado; si el niño se iba, no tendría posibilidad de desentrañar aquel misterio. Grieg no perdió ni un solo instante de vista al muchacho.
La madre, inquieta, se había percatado de su actitud.
Tenía que averiguar rápidamente lo que había sucedido, pues el niño se disponía a introducirse en uno de los automóviles.
Fue en ese preciso momento, al ver que el niño rubio entraba en el coche, cuando se vio reflejado en aquel chaval: se reconoció a sí mismo cuando tenía la edad de aquel crío.
La historia se había vuelto a repetir.
«¡Maldita sea! Es imposible saber cómo, pero el niño se ha encontrado casualmente la Chartham y el pie de Tiziano en el lugar donde los escondí», pensó Grieg, angustiado.
Entonces comprendió, y no de un modo figurado, la desesperación y la impotencia que debió de llegar a experimentar su
padrí
cuando sospechó que un niño, como el que sin duda fue él un día, tenía en su poder el pie de Tiziano y la Chartham, sin saber, ni siquiera remotamente, su histórica trascendencia y significado.
Por un momento, se sintió ligado íntimamente a los objetos que se llevaba el niño. Se creyó responsable de ellos, como nunca hasta entonces.
Percibió en su interior una inusitada fuerza vital, dispuesta a iniciar una investigación encaminada a averiguar quién era aquel niño y cuál era su procedencia, costara lo que costase y aunque para ello tuviese que emplear todo el esfuerzo que fuese necesario durante el resto de su vida.
Aunque tuviera que esperar años a que creciera, para llegado el caso, hacerle entender, ya fuese mediante metáforas, libros o señales ocultas…, la importancia de aquellos objetos. Podía llegar incluso a robarle, si se diera la ocasión, sus tres fetiches más queridos para esconderlos en los mismos lugares donde a él su
padrí le
dejó los suyos, sabedor de que un día tendría que transitar obligatoriamente por aquellos turbadores escondrijos.
Debería acudir de nuevo a la catedral, al cementerio de Poblé Nou y a la pequeña capilla del cementerio de Montjuic para ocultar otra vez las piedras de su niñez.
La del Demonio, la de la Muerte y la de Dios.
A Gabriel Grieg, le pareció una tarea sencilla dejarle a ese niño «las pistas» en el sillar de la catedral, bajo la losa de la cornucopia del cementerio y tras el tenebrario del mausoleo-capilla. Sabía que, tarde o temprano, la maquinaria, ancestral e infatigable, cuando averiguaran qué había sucedido con el cardenal Münch, volvería a ponerse lenta pero inexorablemente en marcha, y acorralaría a los personajes, del mismo implacable modo en que lo había hecho con él, hasta que finalmente se hiciera con todos los «elementos». Eso sí, sin llegar a reconocer nunca que aquellos objetos eran trascendentales para sus ocultos e inconfesables intereses.
El niño lo ignoraba, pero del mismo imprudente modo que él en su infancia, aquel chiquillo había jugado con fuego.
Y aunque tuviera que dedicarle la vida, Gabriel Grieg comprendió que debería facilitarle la labor a aquel niño para cuando averiguara, realmente, el significado que tenía aquella carpeta y aquel reloj con los que había estado jugando.
«¡Debo averiguar quién es ese niño lo antes posible!»
Bajo un cielo nublado, Gabriel Grieg contempló cómo la comitiva fúnebre descendía por la ladera de la montaña de Montjuic. Anotó la matrícula y la marca del vehículo en el que se había introducido el niño.
Se estremeció al pensar que pudiera llevarse consigo la Chartham y el pie de Tiziano.
«Quizás aún tenga tiempo de llegar hasta el Mini Cooper y atraparlos antes de que la comitiva fúnebre se separe», pensó conmovido Grieg, que empezó a correr de un modo impetuoso por la empinada vía, en dirección hacia la salida norte del cementerio.
Pero a los quince metros se detuvo en seco.
«¡Gabriel, piensa! Te han sucedido las cosas más inverosímiles en un día, pero llegar a pensar que el niño se ha llevado los elementos de la Chartham, más que entrar de lleno en lo improbable, es absolutamente imposible. Guardaste la Chartham en un mausoleo que está muy alejado de aquí. El niño, bajo ninguna circunstancia, habría podido alejarse tanto. Debe de haber otra explicación más razonable, pero, maldita sea,… ¿cuál?»