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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

El alienista (54 page)

BOOK: El alienista
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Colgué y me fui en busca de Kreizler.

Éste aún estaba en la oficina de telégrafos, terminando de redactar un telegrama que se disponía a enviar a Roosevelt. Ordenando las frases de manera ambigua (y sin firmar el mensaje), Laszlo le pedía a Theodore que se pusiera en contacto con la oficina del alcalde de New Paltz para preguntar si una familia o una persona llamada Beecham había vivido en la ciudad en algún momento de los últimos veinte años; y luego con las autoridades de Newton, Massachusetts, para ver si un tal Adam Dury todavía residía allí. Aunque estábamos ansiosos por averiguar la respuesta a aquellas preguntas, sabíamos que éstas tardarían algún tiempo y que aún nos quedaba mucho trabajo por hacer en el St. Elizabeth y en el Ministerio del Interior. Un poco a pesar nuestro, abandonamos la oficina de telégrafos y salimos a otra espléndida mañana primaveral.

Aunque ese día había otros muchos detalles que atender, me resultó imposible impedir que mi mente regresara a los grandes misterios que rodeaban a John Beecham y a Victor Dury, y estoy seguro de que Kreizler experimentaba lo mismo. Varios interrogantes se hacían particularmente persistentes: si la historia sobre los asesinos indios era de hecho falsa, entonces ¿quién la había urdido? ¿Quién había cometido realmente el asesinato, y qué le había ocurrido al joven Dury? ¿Por qué en los archivos del hospital había tan pocas referencias a los años juveniles de John Beecham y no se mencionaba para nada a su madre? ¿Y dónde se encontraba en aquellos momentos aquel hombre indudablemente trastornado?

El trabajo del día no trajo respuestas a estas preguntas: ni en Interior ni en el Ministerio de la Guerra pudieron facilitar más detalles del asesinato de los Dury ni de la vida de John Beecham antes de su internamiento en el St. Elizabeth. A Kreizler no le fue mejor en el mencionado hospital, al que, me informó aquella noche, no se le requería ni se le otorgaban poderes para que averiguara adónde iba un paciente una vez que se le había concedido la libertad por un auto de habeas corpus. Además, ninguno de los pocos miembros del personal auxiliar que estaba en el hospital en la época del internamiento de Beecham recordaba nada del hombre, aparte de sus espasmos faciales. Al parecer su aspecto externo pasaba totalmente desapercibido, un hecho frustrante por lo que se refería a nuestros propósitos, aunque encajaba perfectamente con el supuesto de que nuestro asesino era un hombre que no llamaría la atención, salvo en el momento de sus actos violentos.

La única pieza de información útil que emergió de aquel viernes fue la que Hobart Weaver trajo aquella tarde al Willard. Según los archivos del Ministerio de la Guerra, el teniente que en 1886 había relevado de sus obligaciones a John Beecham era un tal Frederick Miller, desde entonces ascendido a capitán y en aquellos momentos de servicio en Fort Yates, en Dakota del Norte. Laszlo y yo sabíamos que una entrevista con aquel hombre sería de un valor incalculable; aun así, un viaje a Yates llevaría a los hermanos Isaacson en dirección contraria a su destino original, la agencia de Pine Ridge. Pese a ello era la pista más sólida que habíamos sido capaces de desarrollar y, pensándolo bien, valía la pena un desvío. De modo que a las seis y media de aquella tarde enviamos un telegrama a Deadwood indicando a los sargentos detectives que se consiguieran inmediatamente un pasaje para el norte.

En cuanto a los telegramas recibidos, en la oficina de telégrafos había uno de Roosevelt confirmando que, efectivamente, un hombre que vivía en Newton, Massachusetts, se llamaba Adam Dury. Theodore aún no había tenido noticias de New Paltz respecto a nuestra pregunta sobre el hombre o la familia llamada Beecham, pero seguía intentándolo. Kreizler y yo nos quedamos con muy poco que hacer, salvo confiar en que tendríamos más noticias de Roosevelt o de Sara a última hora de la tarde. Después de informar al recepcionista que estaríamos en el bar, nos retiramos al penumbroso local revestido con paneles de madera buscamos un rincón aislado al final de la barra con apoyabrazos de latón y encargamos un par de cócteles.

— Mientras esperamos, Moore— dijo Kreizler, después de tomar un sorbo de jerez con un licor amargo—, podrías informarme sobre esos disturbios laborales que condujeron al internamiento de John Beecham. Los recuerdo vagamente, pero nada más.

Me encogí de hombros.

— No hay mucho que explicar. El primero de mayo del ochenta y seis, los Caballeros del trabajo organizaron huelgas en casi todas las ciudades importantes del país. En Chicago, la situación no tardó en írseles de las manos: los huelguistas luchaban contra los esquiroles, la policía apaleaba a los huelguistas, los esquiroles apaleaban a la policía… Un verdadero lío. El cuarto día, una gran multitud de esquiroles se concentró en Haymarket Square, y la policía acudió para poner orden. Alguien, nadie sabe quién, lanzó una bomba contra los policías, matando a unos cuantos. Pudo ser un huelguista, o un anarquista intentando desencadenar los disturbios, o incluso un agente de los dueños de las fábricas para desacreditar a los huelguistas. Lo cierto es que el gobernador tuvo una buena excusa para llamar a la milicia y a algunas tropas federales. Al día siguiente del estallido de la bomba se celebró una reunión de huelguistas en una fábrica textil de los suburbios al norte de la ciudad. Se presentaron las tropas, y su jefe dijo más tarde que había ordenado a los huelguistas que se dispersaran, pero éstos aseguraron que en ningún momento habían oído semejante orden. En cualquier caso, las tropas abrieron fuego y se produjo una escena espantosa.

Kreizler asintió, reflexionando sobre los hechos.

— Chicago… Hay allí una gran concentración de inmigrantes, ¿verdad?

— Así es. Alemanes, escandinavos, polacos, gente de todas partes.

— Sin duda habría muchos entre los huelguistas, ¿no crees?

— Ya veo adónde quieres ir a parar con esto, Kreizler, pero no tiene por qué significar necesariamente algo. En aquel entonces, en todas las huelgas había involucrados inmigrantes.

Laszlo frunció las cejas.

— Sí, supongo que sí. De todos modos…

Justo en ese momento, un joven botones vestido de uniforme rojo con botones dorados entró en el bar, llamándome por el nombre. Me levanté y fui hacia él, quien me dijo que me reclamaban en recepción. Kreizler me siguió hasta allí, y el recepcionista me tendió un teléfono. Tan pronto contesté, oí la voz exaltada de Sara.

— John, ¿eres tú?

— Sí, Sara. Dime.

— Será mejor que te sientes. Es posible que hayamos dado con algo.

— No necesito sentarme. ¿De qué se trata?

— He encontrado en el Times la historia del asesinato de los Dury. Durante casi una semana se publicaron artículos, y luego pequeñas noticias. Casi todo cuanto quieras saber sobre la familia apareció en esos artículos.

— Aguarda— dije—. Cuéntaselo a Kreizler, para que pueda tomar notas.

Laszlo colocó su pequeño bloc sobre el mostrador de recepción, irritando con ello al encargado, y luego se acercó el auricular del teléfono. Ésta es la historia que él escuchó, y que yo seguí a través de sus anotaciones:

El padre del reverendo Victor Dury había sido un hugonote que había abandonado Francia durante la primera mitad del siglo pasado para evitar la persecución religiosa (los hugonotes eran protestantes, mientras que la mayoría de sus compatriotas eran católicos). Se fue a Suiza, pero allí la familia no tuvo suerte, por lo que su hijo mayor, Victor, ministro de la Iglesia reformista, decidió probar fortuna en América. Dury, que llegó a mediados de siglo, se instaló en New Paltz, una ciudad que los protestantes holandeses habían fundado en el siglo XVIII, y que luego se convirtió en el hogar de muchos inmigrantes franceses hugonotes. Allí Dury había iniciado un pequeño movimiento evangélico, fundado por los habitantes de la ciudad, y al cabo de un año se trasladó con su esposa y su hijo pequeño a Minnesota para extender la fe protestante entre los Sioux (hay que decir que aún no se había empujado a los indios al oeste, hacia los Dakota). Dury no estaba muy dotado como misionero: era duro y altivo, y sus coloridas descripciones de la ira de Dios cayendo sobre los impíos y los transgresores contribuían muy poco a que los Sioux se dejaran impresionar con las ventajas de la vida cristiana. El grupo de New Paltz, que financiaba su labor, había estado a punto de hacerle regresar cuando estalló la gran revuelta Sioux de 1862: uno de los conflictos entre blancos e indios más sangrientos de la historia.

La familia Dury escapó por los pelos del espantoso destino que sufrieron muchos de sus compañeros blancos en Minnesota. Sin embargo, la experiencia proporcionó al reverendo una idea que a su parecer le aseguraría la continuidad de su misión. Consiguió una cámara de daguerrotipo y se fue a tomar fotografías de los blancos masacrados. Y en 1864, cuando regresó a New Paltz, se hizo famoso— si bien tristemente famoso— por mostrar aquellas fotografías a los ciudadanos más acomodados de la ciudad. Fue un intento flagrante de asustar a aquella gente de orden y bien alimentada para que contribuyera con más fondos, pero le salió el tiro por la culata: las fotografías de aquellos cuerpos masacrados y mutilados eran tan horribles, y tan febril la actitud de Dury mientras les mostraba las fotos, que empezó a ponerse en duda la cordura del reverendo. Este se convirtió en una especie de paria social, incapaz de ostentar un cargo religioso, y al final se vio obligado a trabajar como cuidador en una iglesia reformada holandesa. La llegada imprevista de un segundo hijo en 1865 sólo consiguió empeorar las cosas, y al final la familia se vio obligada a trasladarse a una diminuta casita en las afueras de la ciudad.

Conociendo la penosa historia y la conducta de Dury, tal como la conocían, y no estando mejor informados sobre las costumbres indias de lo que lo estaban las comunidades blancas de tipo medio en Estados Unidos del este, los ciudadanos de New Paltz no dudaron nunca de que el asesinato de los Dury en 1880 se había debido al resentimiento que éste había engendrado entre los Sioux de Minnesota durante su estancia entre ellos, casi dos décadas atrás. Al mismo tiempo corrieron rumores sobre la mala relación entre los Dury y su hijo mayor, Adam, quien varios años antes de los asesinatos se había trasladado a Massachussets para convertirse en granjero. No tardó en comentarse también que tal vez Adam se había infiltrado en el estado de Nueva York para acabar con sus padres— aunque nunca se dijo públicamente el motivo—, si bien la policía se limitó a considerar los comentarios como simples habladurías. Y como nunca se encontraron huellas de Japheth, el joven Dury, la idea de que había sido secuestrado para convertirlo en guerrero indio encajó perfectamente con lo que a los ciudadanos de New Paltz se les había enseñado a esperar de los salvajes que habitaban los territorios del oeste.

De este modo finalizaba la historia de la familia Dury, sin embargo las investigaciones de Sara no se habían limitado a esta historia. Al recordar que en su infancia había conocido a varias personas de New Paltz (aunque la ciudad estaba, según ella, en el lado equivocado del río), después de leer el Times efectuó algunas visitas sociales para ver si alguno de aquellos conocidos sabía algo sobre los asesinatos. El único conocido que encontró en casa no sabía nada. Pero Sara le pidió que le hiciera una descripción general de la vida cotidiana en New Paltz, y tropezó con un hecho bastante inquietante: que New Paltz se encuentra al pie de los montes Shawangunk, una cadena de montañas bastante conocida por sus enormes e impresionantes formaciones rocosas. Casi temiendo la respuesta que iba a obtener, Sara preguntó seguidamente si había algunos ciudadanos que se dedicaran a escalar aquellas formaciones como pasatiempo. Le dijeron que sí, que era un deporte bastante popular… Sobre todo entre los residentes que hacía poco habían llegado de Europa.

Tanto Kreizler como yo nos quedamos bastante asombrados ante este último descubrimiento y necesitábamos algo de tiempo para digerir toda aquella historia. Después de indicar a Sara que volveríamos a llamar más tarde, regresamos al bar del hotel para reflexionar sobre los acontecimientos.

— ¿Y bien?— preguntó Kreizler en un tono algo nervioso, mientras nos servían otra ronda de cócteles—. ¿A qué conclusión has llegado?

Respiré profundamente.

— Empecemos por los hechos. El mayor de los muchachos Dury presenció algunas de las más horribles atrocidades imaginables, antes de que fuera lo bastante crecido como para entenderlas.

— Sí. Y su padre era un cura, o al menos un pastor… El calendario religioso, Moore. Su hogar tenía que regularse según este calendario.

— Parece que el padre era también un hombre muy severo, por no decir bastante peculiar; aunque respetable de puertas afuera, al menos al principio.

Kreizler iba marcando sus pensamientos con un dedo sobre la barra.

— Así que… podemos suponer unas pautas de violencia doméstica, que empezaron muy pronto y siguieron regularmente durante años. Esto despierta en él unos deseos de venganza que se acrecientan sin interrupción.

— Sí— convine—. No nos faltan ejemplos. Pero Adam es mayor de lo que calculábamos.

Kreizler asintió.

— Mientras que el más joven, Japheth, tendría la misma edad que Beecham. Ahora bien, si fue él quien cometió los asesinatos, después inventó la nota, desapareció y adoptó un nombre distinto…

— Pero no fue él quien presenció las masacres y las mutilaciones…— protesté—. Japheth aún no había nacido.

Kreizler golpeó con el puño sobre la barra.

— Cierto. Él no habría pasado por la experiencia de la frontera.

Dejé que los hechos se combinaran de distintas formas en mi cabeza, para dar con una nueva interpretación. Pero fracasé. Al cabo de unos cuantos minutos, lo único que se me ocurrió decir fue:

— Aún no sabemos nada sobre la madre.

— No…— Kreizler golpeó con los nudillos sobre la barra—. Pero eran pobres y vivían en un espacio reducido. Y esto habría sido especialmente cierto durante la época de Minnesota, que sería la etapa más intensa en la vida del hijo mayor.

— En efecto. Sólo con que fuera más joven…

Laszlo suspiró y sacudió la cabeza.

— Un montón de preguntas… Y sospecho que las respuestas se encuentran sólo en Newton, Massachusetts.

— Entonces habrá que ir allí para averiguarlo.

— Tal vez.— Kreizler bebió nerviosamente—. Confieso que me siento perdido, Moore. No soy un detective profesional. ¿Qué debemos hacer? ¿Quedarnos aquí para intentar obtener más información sobre Beecham y seguir cualquier nueva pista que podamos descubrir, o irnos a Newton? ¿Cómo puede saber uno cuándo ha llegado la hora de dejar de analizar todas las posibilidades y decidir un rumbo?

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