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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

El alienista (50 page)

BOOK: El alienista
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— Ciego sí está, doctor— replicó Anthony Comstock, con la irritante exacerbación de un fanático—. Pero no hay nada sutil en este asunto. Durante muchos años he intentado suprimir las publicaciones de hombres como usted, y una absurda interpretación de nuestra Primera Enmienda por parte de esos que se denominan servidores públicos lo ha hecho imposible. Pero si ha pensado por un momento que voy a quedarme quieto mientras ustedes intervienen activamente en los asuntos civiles…

Un destello de irritación pasó por la cara de Morgan, y me di cuenta de que el obispo Potter tosía. Como un obediente lacayo— pues Morgan era uno de los principales benefactores de la Iglesia episcopaliana—, Potter avanzó un paso para interrumpir a Comstock.

— El señor Comstock posee la energía y la brusquedad de los justos, doctor Kreizler. Pero me temo que el trabajo de ustedes inquieta la paz espiritual de muchos de los habitantes de nuestra ciudad y socava la fuerza de nuestro tejido social. Al fin y al cabo, la santidad e integridad de la familia, junto con la responsabilidad de cada individuo ante Dios y la ley por su comportamiento, son los dos pilares de nuestra civilización.

— No sabe cuánto lamento esta falta de colaboración por parte de los ciudadanos— replicó Kreizler, cortésmente, y encendió el cigarrillo—. Sin embargo han asesinado a siete criaturas, que sepamos. Tal vez más.

— Pero esto es sin duda un asunto de la policía— declaró el arzobispo Corrigan—. ¿Por qué implicar en ello una labor tan cuestionable como la que usted lleva a cabo?

— Porque la policía no es capaz de solucionarlo— intervine yo, antes de que Laszlo pudiera contestar. Éstas eran críticas habituales a la labor de mi amigo, pero aun así me producían cierta irritación—. En cambio nosotros sí podemos, utilizando las ideas del doctor Kreizler.

Byrnes dejó escapar una risita casi inaudible mientras el rostro de Comstock enrojecía.

— Yo no creo que ésta sea su auténtica motivación, doctor. Pienso que lo que pretende, en compañía del señor Paul Kelly y de cuantos ateos socialistas pueda usted encontrar, es extender el desorden desacreditando los valores de la familia y de la sociedad norteamericanas.

No debe sorprender que ni Kreizler ni yo nos echáramos a reír de las grotescas afirmaciones del hombrecillo, ni nos levantáramos para sacudirle físicamente, pues hay que recordar que Anthony Comstock, por muy inocuo que pueda parecer su título de censor postal, desplegaba un enorme poder político y regulador. Antes de finalizar sus cuarenta y cinco años de carrera se jactaría de haber empujado al suicidio a más de una docena de enemigos; y muchos más que habían visto cómo arruinaba su vida y su reputación a consecuencia de sus obsesiones persecutorias. Tanto Laszlo como yo sabíamos que aún no habíamos pasado a formar parte de las fijaciones permanentes de Comstock, aunque actualmente éramos su objetivo; pero si ahora seguíamos presionándole para que nos prestara una atención tan desequilibrada, algún día podría suceder que llegáramos a nuestro puesto habitual de trabajo y descubriéramos que se nos había incoado un proceso federal por alguna falsa violación de la moral pública. Por este motivo no repliqué a su explosión. Kreizler, por su parte, se limitaba a inhalar cansadamente el humo del cigarrillo.

— ¿Y por qué íbamos a querer extender semejante desorden?— preguntó Laszlo, finalmente.

— ¡Por vanidad, señor!— replicó Comstock—. ¡Para divulgar sus teorías nefastas y ganarse la atención de un público iletrado y sumamente confuso!

— A mí me da la impresión— dijo Morgan, sin levantar la voz pero con firmeza— que el doctor Kreizler recibe ya más atención del público de la que parece desear, señor Comstock.— Nadie intentó siquiera mostrar si estaba de acuerdo o no con esta afirmación, y Morgan apoyó la cabeza en una de sus grandes manos al dirigirse a Laszlo—. Pero éstas son acusaciones graves, doctor. Si no lo fueran, difícilmente habría pedido que le trajeran a esta reunión. ¿Debo entender por sus palabras que no está usted aliado con el señor Kelly?

— El señor Kelly tiene algunas ideas que no son del todo despreciables— contestó Kreizler, consciente de que este comentario podría molestar a la gente que nos rodeaba—. Pero es básicamente un gángster, y yo no le serviría de nada.

— Me alegro de oírlo.— Morgan pareció sinceramente satisfecho con la respuesta—. ¿Y qué me dice de los otros asuntos, respecto a las implicaciones sociales de su trabajo? Debo admitir que no estoy muy familiarizado con estos temas, pero, como tal vez sabrá, soy capillero mayor de la iglesia de St. George, frente a su casa, en Stuyvesant Park.— Enarcó una de sus cejas, negras como el carbón—. Nunca le he visto entre la congregación, doctor.

— Mis convicciones religiosas son un asunto privado, señor Morgan— replicó Laszlo.

— Pero sin duda se dará cuenta, doctor Kreizler— le interrumpió el arzobispo Corrigan con cautela—, de que las distintas organizaciones eclesiásticas de nuestra ciudad son vitales para el mantenimiento del orden civil, ¿no?

Mientras Corrigan formulaba esta pregunta observé a los dos clérigos, que seguían de pie como estatuas detrás de sus respectivos obispos. Y de pronto me asaltó la sospecha de por qué estábamos en aquella biblioteca, hablando con aquella gente. Este germen de comprensión empezó a crecer tan pronto como centelleó por mi cerebro, pero no dije nada pues el comentario sólo habría servido para extender el desacuerdo. Me limité a recostarme en el respaldo y dejé que mis pensamientos pasaran, sintiéndome más cómodo al advertir que Laszlo y yo estábamos en menos peligro del que en un principio había creído.

— Orden— replicó Kreizler a la observación de Corrigan— es una palabra bastante abierta a la interpretación, arzobispo… En cuanto a sus preocupaciones, señor Morgan, si lo que le interesa es una introducción respecto a mis trabajos, debo sugerirle que hay vías mucho más sencillas que el secuestro.

— No lo dudo— contestó Morgan, inquieto—. Pero ya que estamos aquí, tal vez quisiera obsequiarme con una respuesta. Estos hombres han venido a solicitar mi ayuda para que ponga fin a su investigación. Me gustaría oír las dos versiones sobre la cuestión, antes de decidir lo que conviene hacer.

Kreizler suspiró exageradamente, pero contestó:

— La teoría sobre el contexto psicológico del individuo que he desarrollado…

— ¡Puro determinismo!— declaró Comstock, incapaz de contenerse—. La idea de que la conducta de cada hombre se modela decisivamente en la infancia y en la juventud va en contra de la libertad, de la responsabilidad. ¡Afirmo que es antiamericana!

Ante otra mirada irritada de Morgan, el obispo Potter apoyó una mano tranquilizadora sobre el brazo de Comstock, y el censor postal volvió a caer en un silencio malhumorado.

— Yo nunca he discutido— prosiguió Kreizler, manteniendo los ojos fijos en los de Morgan— la noción de que cada hombre es responsable de sus actos ante la ley, salvo en casos relacionados con una auténtica enfermedad mental. Y si consulta a mis colegas, señor Morgan, descubrirá que mi definición de enfermedad mental resulta bastante más conservadora que la de la mayoría. En cuanto a lo que el señor Comstock llama libertad, un poco alegremente, no voy a discutirlo en tanto que concepto político o legal. Por lo que respecta al debate psicológico que envuelve al concepto de libre albedrío, esto ya es un asunto bastante más complejo.

— ¿Y cuál es su punto de vista respecto a la institución de la familia, doctor?— preguntó Morgan con firmeza aunque sin ningún matiz de censura—. He oído a éstos y a otros muchos hombres buenos hablar de él con gran consternación.

Kreizler se encogió de hombros y apagó el cigarrillo.

— Tengo muy pocas opiniones formadas respecto a la familia como institución social, señor Morgan. Mis estudios se han centrado en la multitud de transgresiones que a menudo se ocultan detrás de la estructura familiar. He intentado exponer estas transgresiones y luchar contra sus efectos en los niños. Y no pienso pedir disculpas por ello.

— ¿Pero por qué singularizar las familias en nuestra sociedad?— gimió Comstock—. Sin duda hay otras regiones en el mundo donde los crímenes son mucho peores…

Morgan se levantó de pronto.

— Muchas gracias, caballeros— les dijo al censor postal y a los hombres de la Iglesia en un tono que prometía severas medidas si continuaban discutiendo—. El inspector Byrnes les acompañará a la salida.

Comstock pareció algo desconcertado, pero era evidente que Potter y Corrigan habían sufrido aquella despedida en otras ocasiones puesto que abandonaron la biblioteca a considerable velocidad. A solas ya con Morgan, me sentí mucho más tranquilo, y pareció que Kreizler también. A pesar del enorme y misterioso poder de aquel hombre (al fin y al cabo un año antes había organizado él solo el rescate del gobierno de Estados Unidos de su ruina financiera), había algo alentador en su indiscutible cultura y su amplitud de miras.

— El señor Comstock es un hombre temeroso de Dios— dijo Morgan, volviendo a sentarse—, pero no hay forma de hablar con él. En cambio usted, doctor… Aunque he comprendido muy poco de lo que me ha dicho, tengo la sensación de que es usted un hombre con el que podría entenderme…— Se estiró la levita, se atusó el bigote y se recostó en el asiento—. En esta ciudad los ánimos son volátiles, caballeros… Sospecho que mucho más volátiles que lo que ustedes imaginan.

Decidí que había llegado el momento de exponer mis anteriores apreciaciones.

— Y precisamente por eso estaban aquí los obispos— anuncié—. Ha habido disturbios en los guetos y en los barrios bajos, pero habrá muchos más. Y a los obispos les preocupa su dinero.

— ¿Su dinero?— inquirió Kreizler, confuso.

Me volví a mirarle.

— No están encubriendo al asesino… A ellos nunca les ha preocupado el asesino; es la reacción entre los inmigrantes lo que les asusta… Corrigan teme que se encolerizen al oír a Kelly y a sus amigos socialistas; que se encolerizen y no se presenten el domingo para aflojar el poco dinero que tienen… Lo que realmente teme Corrigan es no poder terminar su maldita catedral, o no llevar a cabo los demás proyectos secundarios que sin duda ha planeado.

— Pero ¿y Potter?— inquirió Kreizler—. Tú mismo me dijiste que los episcopalianos no tienen a muchos seguidores entre los inmigrantes.

— Es cierto— dije, sonriendo un momento—. No los tienen, pero en cambio tienen algo más beneficioso, y soy un estúpido por no haberme acordado antes. Pero tal vez el señor Morgan tenga a bien explicarte…— Me volví hacia el enorme escritorio de nogal y descubrí que Morgan me miraba incómodo— quién es el arrendador de apartamentos en los barrios bajos más importante de Nueva York.

Kreizler respiró hondo.

— Ya veo… La Iglesia episcopaliana.

— No hay nada ilegal en las operaciones de la Iglesia— se apresuró a intervenir Morgan.

— No— repliqué—, pero se verían en apuros si los moradores de aquellos miserables apartamentos se rebelaran en masa y exigieran mejores viviendas, ¿no es así, señor Morgan?

El financiero miró hacia otro lado, sin contestar.

— Pero sigo sin entenderlo— insistió Kreizler, confuso—. Si Corrigan y Potter temen los efectos de esos crímenes, ¿por qué dificultan la solución?

— Nos han asegurado que la solución es absolutamente imposible— contestó Morgan.

— ¿Pero por qué frustrar un intento?— le presionó Kreizler.

— Porque mientras se crea que el caso no tiene solución, caballeros— dijo una voz tranquila a nuestras espaldas—, no se podrá culpar a nadie por no solucionarlo.

De nuevo era Byrnes, que había vuelto a entrar en el salón sin que nos diésemos cuenta. Aquel hombre resultaba verdaderamente enervante.

— A las clases bajas— prosiguió, cogiendo un puro de una caja que había sobre el escritorio de Morgan— hay que hacerles entender que estas cosas pasan. Que no es culpa de nadie. Los muchachos adoptan una conducta delictiva. Los muchachos mueren. ¿Quién los mata? ¿Por qué? Imposible saberlo. Y tampoco hace falta. Por el contrario, se centra la atención del público hacia la lección más básica…— Byrnes encendió una cerilla en la suela del zapato y la acercó al puro, cuyo extremo produjo una intensa llamarada—. Primero que cumplan con la ley y todo lo demás no pasará.

— ¡Maldita sea, Byrnes!— exclamé—. Sólo con que nos dejen vía libre, nosotros podremos solucionarlo. Mire, justo anoche, yo mismo…

Kreizler me interrumpió agarrándome con fuerza de la muñeca. Byrnes se acercó lentamente a mi sillón, se inclinó hacia mí y me lanzó una bocanada de humo.

— ¿Anoche qué, Moore?

Era imposible no recordar en aquel momento que estaba tratando con un hombre que personalmente había apalizado sin piedad a docenas de sospechosos y a delincuentes de facto, un tipo de interrogatorio que tanto en Nueva York como en el resto del país había llegado a conocerse por el mismo nombre que Byrnes le había puesto: el tercer grado. Por eso mismo le desafié:

— No intente esta basura violenta conmigo, Byrnes. Usted ya no tiene autoridad. Ni siquiera tiene a sus matones para que le protejan.

Distinguí sus dientes por debajo del bigote.

—— ¿Le gustaría que hiciese entrar a Connor?— No dije nada, y Byrnes rió por lo bajo—. Siempre ha sido un bocazas, Moore. Periodistas… Pero juguemos a su modo. Dígale aquí al señor Morgan cómo piensa solucionar el caso. Háblele de sus principios de detección. Explíqueselos.

Me volví hacia Morgan.

— Bueno, puede que carezca de sentido para Byrnes, señor, y es posible que también para usted, pero hemos adoptado lo que podría llamarse un procedimiento de investigación a la inversa.

Byrnes soltó una carcajada.

— ¡Lo que podría llamarse ir de culo!

Comprendiendo mi error, intenté otro enfoque.

— Es decir, que partiendo de las características más sobresalientes de los asesinatos, así como de los principales rasgos de la personalidad de las víctimas, determinamos qué clase de hombre podría ser el asesino. Luego, utilizando pruebas que de lo contrario carecerían de significado, empezamos a cerrar el cerco.

Sabía que estaba en terreno resbaladizo, y sentí un gran alivio al oír que Kreizler intervenía en este punto.

— Existen varios precedentes, señor Morgan. Esfuerzos similares aunque mucho más rudimentarios, se llevaron a cabo durante los asesinatos de Jack el Destripador en Londres, hace ocho años. Y en la actualidad la policía francesa está buscando a un Destripador de allí, para lo que utiliza algunas técnicas no muy distintas a las nuestras.

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