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Authors: Margaret Atwood

Tags: #Ciencia Ficción

El Año del Diluvio (11 page)

BOOK: El Año del Diluvio
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—Era un nombre de palurda blanca. Barb Jones —dijo Amanda—. Ésa era mi identidad. Pero ahora no tengo identidad. Así que soy invisible.

Era una cosa más que podía admirar en ella, su invisibilidad.

Amanda caminó hacia el norte, junto con otros varios miles de personas.

—Traté de hacer autostop, pero sólo me pararon una vez. Un tipo que decía que era granjero de pollos —dijo—. Me metió la mano entre las piernas; lo ves venir cuando respiran así. Le clavé los pulgares en los ojos y me largué deprisa.

Lo dijo como si clavar los pulgares en los ojos fuera normal en el mundo exfernal. Yo quería aprender a hacerlo, pero no creía que tuviera agallas.

—Luego tuve que pasar el Muro —dijo.

—¿Qué muro?

—¿No miras las noticias? El Muro que están construyendo para que no entren refugiados de Tejas, porque con la valla no bastaba. Hay hombres con pulverizadores, es un muro de Corpsegur. Pero no pueden patrullar cada palmo y los chicos Tex-Mex se conocen todos los túneles y me ayudaron a pasar.

—Podrían haberte matado —dije—. ¿Y entonces qué?

—Entonces llegué hasta aquí. Por comida y eso. Tardé bastante.

En su lugar, me habría tumbado en una zanja y habría llorado hasta la muerte. Pero Amanda dice que si hay algo que quieres de verdad, encuentras una forma de conseguirlo. Dice que estar desanimada es una pérdida de tiempo.

Me preocupaba que pudiera haber problemas con los otros chicos Jardineros: al fin y al cabo, Amanda era una plebiquilla, una de nuestros enemigos. Bernice la odiaba, por supuesto, pero no se atrevía a decirlo, porque Amanda la intimidaba como a todos los demás. Para empezar, ningún chico Jardinero sabía bailar, y Amanda tenía movimientos excelentes: era como si tuviera las caderas dislocadas. Me enseñaba cuando Lucerne y Zeb no andaban cerca. Sacábamos la música de su teléfono morado, que guardaba escondido en nuestro colchón, y cuando se agotaba la tarjeta se mangaba otro. También tenía escondidas unas prendas llamativas de plebiquilla, y cuando necesitaba robar algo se ponía esa ropa y se iba al centro comercial del Sumidero.

Me daba cuenta de que Shackleton, Crozier y los chicos mayores estaban enamorados de ella. Era muy guapa, con esa piel aceitunada y el cuello largo y los ojos grandes, pero que fueras guapa no impedía que esos chicos te llamaran chupanabos o agujero de carne con patas; tenían un montón de nombres guarros para las chicas.

Pero no para Amanda: ella merecía su respeto. Siempre llevaba un trozo de cristal, con un borde envuelto en cinta aislante para agarrarlo, y decía que ese cristal le había salvado la vida más de una vez. Nos enseñó cómo rajarle la entrepierna a un tipo o cómo hacerlo caer y luego darle una patada debajo de la barbilla y partirle el cuello. Conocía un montón de trucos por el estilo, trucos que podías usar si te hacía falta.

Pero en las festividades o en los ensayos del Coro de Capullos y Flores, nadie era más pío que ella. Daba la impresión de haberse bañado en leche.

Festividad de las Arcas
Festividad de las Arcas
Año 10

De los dos Diluvios y de las dos Alianzas

Narrado por Adán Uno

Queridos amigos y compañeros mortales:

Hoy los niños han construido sus pequeñas arcas y las han lanzado al Arboretum Creek para llevar sus mensajes de respeto a las criaturas de Dios a otros niños que puede que las encuentren en la orilla. ¡Qué acto más generoso en un mundo que se encuentra cada vez más en peligro! Recordémoslo: es mejor tener esperanza que lamentarse.

Esta tarde compartiremos una comida festiva especial: la deliciosa sopa de lentejas de Rebecca, que representa el primer diluvio, con albóndigas de verdura del Arca de Noé con forma de animales. Una de esas albóndigas contiene un nabo Noé, y quien encuentre ese Noé tendrá un premio especial; así aprenderemos a no zamparnos la comida de un modo inconsciente.

El premio es una pintura de Nuala, nuestra talentosa Eva Nueve:
San Brandán el Navegante,
representado con los objetos esenciales que deben incluirse en nuestras despensas de Ararat en preparación para el Diluvio Seco. En esta obra de arte, Nuala ha dado a las sojadinas en lata y a los bocaditos de soja su justa prominencia. Pero acordémonos de renovar regularmente nuestros Ararat. No nos gustaría abrir esa lata de sojadinas el día que las necesitemos y descubrir que se han estropeado.

La virtuosa esposa de Burt, Veena, está en barbecho y no puede acompañarnos en esta festividad, pero esperamos que pueda reunirse pronto con nosotros.

Ahora centremos nuestra devoción en de las Arcas.

En este día lloramos, pero también nos regocijamos. Lloramos las muertes de todas las criaturas de que perecieron en el primer Diluvio de extinciones —cuando ocurriera—, pero nos regocijamos de que se salvaran los peces y las ballenas y los corales y las tortugas de mar y los delfines y los erizos de mar y, sí, también los tiburones. Nos regocijamos de que se salvaran, pese a que un cambio en la temperatura y salinidad del océano causado por un gran vertido de aguas dulces acabara con algunas de las especies que desconocemos.

Lloramos la matanza que se produjo entre los animales. Dios evidentemente estaba deseando acabar con numerosas especies, como atestiguan los registros fósiles, pero muchos se salvaron hasta nuestros días, y éstos son los que Él legó de nuevo a nuestro cuidado. Si hubieras compuesto una sinfonía excelente, ¿te gustaría que la destruyeran? y la música de la misma, el universo y la armonía que contiene: ésas son las obras de la creatividad de Dios de la cual la creatividad del hombre no es más que una pálida sombra.

Según las Palabras Humanas de Dios, se encomendó a Noé, símbolo de los conscientes entre la humanidad, la tarea de salvar las especies elegidas. Sólo él fue advertido; él solo se ocupó de la labor original de Adán, manteniendo las especies amadas de Dios a salvo hasta que las aguas del Diluvio se retiraron y su arca encalló en el monte Ararat. Entonces las criaturas rescatadas quedaron sueltas en , como en una segunda Creación.

En la primera Creación todo era regocijo, pero en la segunda había matices: Dios ya no estaba tan complacido. Sabía que algo había fallado en su último experimento, el hombre, pero era demasiado tarde para solucionarlo. «Nunca más volveré a maldecir el suelo por causa del hombre, porque las trazas del corazón humano son malas desde su niñez; ni volveré a herir a todo ser viviente, como lo he hecho», decían las Palabras Humanas de Dios en Génesis 8:21.

Sí, amigos míos: cualquier maldición posterior del planeta no la hizo Dios, sino el hombre mismo. Consideremos la costa meridional del Mediterráneo, antes tierra fértil y ahora un desierto. Consideremos las ruinas en la cuenca del río Amazonas; consideremos la carnicería total de los ecosistemas, cada uno de ellos reflejo viviente de la infinita atención al detalle de Dios... pero éstas son cuestiones para otro día.

Entonces Dios dice una cosa valiosa. Dice: «Infundiréis temor y miedo a todos los animales de la tierra, y a todas las aves del cielo, y a todo lo que repta por el suelo, y a todos los peces del mar; quedan a vuestra disposición» (Génesis 9:2). No es que Dios estuviera diciendo al hombre que era correcto destruir a todos los animales, como algunos sostienen, sino que se trataba de una advertencia a las criaturas amadas de Dios. Tened cuidado con el hombre y con su corazón malvado.

Por tanto, Dios establece su Alianza con Noé, y con sus hijos, y «con todo ser viviente». Muchos recuerdan con Noé, pero olvidan con los demás seres vivos. No obstante, Dios no la olvida. Recalca que establece su Alianza «con todo ser viviente de toda especie» para asegurarse de que nos queda claro.

Nadie puede hacer una Alianza con una piedra: para que una Alianza exista, ha de haber un mínimo de dos partes vivas y responsables. Por consiguiente, los animales no son materia sin sentimientos, ni meros trozos de carne. No; tienen almas vivas, o Dios no habría hecho una Alianza con ellos. Las Palabras Humanas de Dios afirman esto: «Interroga a las bestias, que te instruyan —dice Job 12—; a las aves del cielo, que te informen... y a los peces del mar.»

Recordemos hoy a Noé, el elegido para cuidar de las especies. Nosotros, los Jardineros de Dios, somos un Noé plural: a nosotros también nos han llamado, a nosotros también nos han advertido. Somos capaces de sentir los síntomas del desastre inminente como un médico percibe el pulso de un paciente enfermo. Hemos de estar preparados para el momento en que aquellos que han abusado de la confianza con los animales —sí, quienes los barrieron de la faz de la tierra donde Dios los colocó— serán arrasados por el Diluvio Seco, que traerán en sus alas los ángeles oscuros de Dios, que vuelan de noche y en aeroplanos y helicópteros y en trenes bala, y en camiones y otros medios de transporte.

Pero nosotros los Jardineros sabremos apreciar el conocimiento de las especies y lo preciosas que son para Dios. Debemos transbordar este conocimiento de incalculable valor sobre la faz de las Aguas Secas, como si estuviera en un arca.

Construyamos con esmero nuestros Ararat, amigos. Dotémoslos de visión, y de bienes enlatados y secos. Camuflémoslos bien.

Que Dios nos libre de la red del cazador, que nos cubra con sus plumas y nos proteja bajo sus alas, como dice en Salmos 91; que no temamos ni la peste que avanza en las tinieblas ni el azote que devasta a mediodía.

Os recordaré la importancia de lavarse las manos, al menos siete veces al día, y después de cada encuentro con un desconocido. Nunca es demasiado pronto para practicar esta precaución esencial.

Evitemos a cualquiera que estornude.

Cantemos.

Es mi cuerpo mi arca terrena

Es mi cuerpo mi arca terrena,

es el refugio contra el Diluvio;

contiene todas las criaturas

y bien sabe que todas son buenas.

Está hecha de genes y células,

y también de neuronas sin número;

tiene dentro millones de años,

lo que duró el sueño de Adán.

Y cuando llegue ,

hacia el monte Ararat pondré rumbo;

mi arca alcanzará tierra firme

por medio de la luz del Espíritu.

Junto con todas las criaturas,

en placidez viviré mis días;

cada cual, con su voz asignada,

cantará alabanza al Creador.

Del Libro Oral de Himnos

de los Jardineros de Dios

18
Toby. Día de San Crick

Año 25

En el prado norte todavía yace el verraco muerto. Los buitres se han abatido sobre él, pero no han logrado alcanzar el tesoro oculto: se han limitado a ojos y lengua. Tendrán que esperar hasta que se pudra y se abra para seguir hurgando.

Toby orienta sus prismáticos al cielo, a los ruidosos buitres. Cuando mira atrás, dos leoneros están cruzando el prado. Un macho y una hembra, paseando como si estuvieran en su casa. Se detienen ante el verraco. Olisquean un momento y siguen su camino.

Toby los contempla, fascinada: nunca había visto un leonero de carne y hueso, sólo en fotos. ¿Son imaginaciones mías?, se pregunta. No, los leoneros son reales. Han de ser animales del zoo liberados por alguna de las sectas más fanáticas en aquellos últimos días de desesperación.

No parecen peligrosos, aunque lo son. El híbrido de león y cordero fue encargado por los Leones de Isaías para forzar el advenimiento del Reino Apacible. Habían razonado que la única forma de cumplir la profecía de la amistad león-cordero sin que el primero se comiera al segundo sería fundir los dos en uno. Sin embargo, el resultado no había sido un animal estrictamente vegetariano.

Aun así, los leoneros tenían un aspecto amable, con el pelo rizado y dorado y su revolear de cola. Mordisquean capullos de flores sin levantar la cabeza; sin embargo, Toby tiene la sensación de que son perfectamente conscientes de su presencia. De pronto el macho abre la boca, mostrando sus caninos largos y afilados, y llama. Es una extraña combinación de balido y rugido: un balugido, piensa Toby.

Le pica la piel. No le hace gracia la idea de que una de estas criaturas salte sobre ella desde detrás de algún arbusto. Si su destino es ser destrozada y devorada, preferiría un animal de presa más convencional. Aun así son asombrosos. Los observa retozando juntos, olisqueando el aire y alejándose con paso despreocupado hasta el linde del bosque, desvaneciéndose en una sombra moteada.

Cuánto habría disfrutado Pilar viéndolos, piensa. Pilar y Rebecca y la pequeña Ren. Y Adán Uno. Y Zeb. Ahora están todos muertos.

Basta, se dice. Para ahora mismo.

Baja la escalera con suma precaución, usando el palo de la fregona para equilibrarse. Sigue esperando, todavía, que las puertas del ascensor se abran, que las luces parpadeen, que el aire acondicionado empiece a zumbar y salga alguien. ¿Quién?

Recorre el largo pasillo, caminando sin hacer ruido sobre la mullida moqueta, más allá de la fila de espejos. No faltan espejos en el balneario: a las damas había que recordarles bajo una luz severa el mal aspecto que tenían y luego, con una iluminación suave, el buen aspecto que aún podían mantener tras una ayuda un poco cara. Sin embargo, después de las primeras semanas de soledad, Toby había cubierto los espejos con toallas rosas para evitar que le sobresaltara su propio reflejo al pasar de un espejo al otro.

—¿Quién vive aquí? —dice en voz alta.

Yo no, piensa. Esto que estoy haciendo mal puede llamarse vivir. Más bien estoy aletargada, como una bacteria en una nevera. Pasando el tiempo. Nada más.

El resto de la mañana se queda sentada en una suerte de estupor. En tiempos habría sido meditación, pero ahora no puede llamarlo así. La rabia paralizante todavía puede vencerla, o eso parece: es imposible saber cuándo golpeará.

Empieza como incredulidad y termina en pena, pero entre estas dos fases todo su cuerpo se agita de rabia. ¿Rabia hacia quién, por qué? ¿Por qué le han salvado la vida? Entre incontables millones. ¿Por qué no alguien más joven, alguien con más optimismo y células más frescas? Debería confiar en que está aquí por una razón: para dar testimonio, para transmitir un mensaje, para salvar al menos algo del naufragio general. Debería confiar, pero no puede.

BOOK: El Año del Diluvio
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