El antropólogo inocente (11 page)

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Authors: Nigel Barley

Tags: #Ensayo, Humor, Referencia

BOOK: El antropólogo inocente
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Se trataba de un lugar delicioso situado al pie de los montes de donde brotaba el agua, fría y limpia. Unos árboles proyectaban su sombra sobre el estanque, cuyo fondo era de arena. Alrededor del agua había losas dispuestas a varios niveles sobre las cuales se podía uno tumbar en toda la gradación posible de temperatura.

Matthieu y yo íbamos casi cada día, a no ser que otra ocupación nos reclamara, y en este entorno exclusivamente masculino fue donde los dowayos comenzaron a hablarme de su religión y sus creencias. Puesto que era bien patente que todos habían sido circuncidados a la manera tradicional y yo no, la conversación se encaminó espontáneamente hacia este tema, que para la cultura dowayo era algo más que una obsesión transitoria.

Después de bañarnos dábamos una vuelta por los campos, tratando de localizar las fiestas que se celebraran ese día. En ellas, debajo de una cubierta tejida, se congregaban hasta veinte hombres y mujeres que cavaban y bebían intermitentemente. Un ilustre funcionario colonial francés dijo de la cerveza de mijo que tenía la consistencia de una crema de guisantes y un sabor a parafina. La descripción es exacta. Los dowayos no beben otra cosa a mediodía y se emborrachan bastante pese a su bajo contenido alcohólico. Ello me intrigaba. Yo había decidido desde el principio tomar cerveza autóctona pese a los indudables horrores del proceso de fabricación. En mi primera visita a una fiesta dowayo hube de someterme a una dura prueba. «¿Le apetece un poco de cerveza?», me preguntaron. «La cerveza está surcada», respondí equivocándome de tono. «Ha dicho que sí», les explicó mi ayudante con voz fatigada. Estaban asombrados. No se sabía de ningún blanco que hubiera tocado su cerveza. Cogieron una calabaza y procedieron a lavarla en honor de mi exótica sensibilidad, lo cual hicieron entregándosela a un perro para que la lamiera. En el mejor de los casos, los perros dowayos no son bonitos; éste era particularmente repulsivo: flaco, con las orejas llenas de heridas abiertas donde se cebaban las moscas y enormes garrapatas colgando del vientre. El animal lamió la calabaza con fruición, tras lo cual la llenaron y me la entregaron. Todo el mundo me miraba expectante. No podía hacer nada; di cuenta de su contenido y exhalé un jadeo de placer. A ésta siguieron varias calabazas más. Les costaba creer que no estuviera ebrio. Para un occidental es virtualmente imposible emborracharse a base de cerveza de mijo; sencillamente no puede retener en el cuerpo la cantidad necesaria. En cambio, los dowayos cogen en seguida grandes melopeas con la cerveza de fabricación industrial. No es extraño que una botella les dure tres días, durante los cuales afirman estar constantemente ebrios.

El jefe, Zuuldibo, estaba siempre presente en estas ocasiones. No se perdía una fiesta, pero se negaba en redondo a hacer ningún trabajo agrícola a cambio. La manera más sencilla de localizar una celebración era enviar a Matthieu a buscar a Zuuldibo. Puesto que al perro de Zuuldibo le había dado por seguirme con la esperanza de recibir alguna dádiva, formábamos una procesión bastante curiosa. Mi primer discurso correcto en dowayo fue: «Matthieu sigue al jefe. Yo sigo a Matthieu. El perro me sigue a mí.» Este parlamento se consideró muestra de un ingenio de primer orden y fue muy repetido.

Después de una sesión en el campo, siempre trataba de estar en el cruce de caminos hacia el anochecer, pues a esa hora pasaban por allí los que regresaban a las distintas zonas de Kongle. Habían sido colocados en ese lugar un par de árboles talados sobre los cuales se sentaban los hombres, que se dedicaban a chismorrear y espantar a los mosquitos hasta la hora de cenar. Unas gachas de avena o un puré de patatas instantáneo (muy caro, pero las patatas de verdad se pudrían en cuestión de días) con una lata de sopa ponían fin a la jornada. Luego me retiraba a redactar impresiones, a anotar preguntas para el día siguiente y a leer todo lo que caía en mis manos.

Mi único lujo de verdad era una lámpara de gas que había comprado en N'gaoundéré. Aunque tenía que desplazarme doscientos cuarenta kilómetros para cambiar la bombona, sólo era necesario hacerlo cada dos meses y además disponía de una de reserva. Ello me permitía trabajar después de anochecer, lo cual constituía una gran bendición, pues oscurece antes de las siete durante todo el año. Esta maravilla atraía numerosas visitas y me costaba mucho explicarles a los dowayos que
no
era electricidad.

Así transcurrieron las primeras semanas y comencé a integrarme en la vida de la aldea. A medida que los dowayos fueron regresando al poblado, mi soledad se fue haciendo menos aguda, pero todavía era víctima de grandes ataques de depresión cuando la lluvia me dejaba encerrado en mi diminuta choza. Por otra parte, desde que contrajera la malaria no había recuperado del todo la salud. Ello se debía en parte a la monotonía de mi dieta, que con frecuencia me llevaba o bien a saltarme las comidas o bien a atiborrarme viendo en los alimentos un combustible esencial.

Hubieron de transcurrir meses antes de que tuviera la sensación de haber avanzado algo en el conocimiento de la lengua, aunque en el fondo estaba convencido de que regresaría sin aprender ni comprender nada. Lo peor era que los dowayos raramente parecían
hacer
nada, tener ninguna creencia ni llevar a cabo actividad simbólica alguna. Simplemente existían.

Mi frustración por no poder captar más que una fracción de lo que se decía a mi alrededor eligió como víctima propiciatoria a mi desventurado ayudante. Tenía la sensación de que no me enseñaba más que formas verbales incorrectas y comencé a dudar de que la mitad del tiempo entendiera lo que le decía, o de que hablara siquiera el dialecto de los dowayos monteses. Alguna que otra vez lo había visto intercambiar miradas furtivas con los hombres cuando salían ciertos temas y eso me olía a conspiración.

El puesto de ayudante de un investigador de campo no está exento de dificultades. Los indígenas esperan que se ponga de su parte en cualquier conflicto que surja con su patrón; en una sociedad africana, a un hombre que provoca la ira de sus allegados la vida puede complicársele mucho. Al mismo tiempo, el patrón espera que actúe como agente suyo en las relaciones con los nativos y que lo oriente en lo relativo a estrategias y contactos. Para un etnógrafo ansioso de dar con la verdad, trabajar por mediación de la tortuosa lealtad de un colegial parcialmente alfabetizado resulta muy frustrante, y el hecho de que cada parte implicada puede tener ideas muy distantes sobre lo que se espera de él sólo contribuye a agravar el asunto. La mayoría de los dowayos extrapolando las experiencias que han tenido con los misioneros esperan que todos los blancos sean cristianos fanáticos. Por lo tanto, les extrañó muchísimo que mi ayudante asistiera a los rezos dominicales y yo no. Hube de esforzarme por salir al encuentro de los cristianos a su regreso y pasar un rato en su compañía para demostrar que mi ausencia no era debida a un sentimiento de superioridad por mi parte.

Y cuál no sería mi aflicción al descubrir que no podía sacarles a los dowayos más de diez palabras seguidas. Cuando les pedía que me describieran algo, una ceremonia o un animal, pronunciaban una o dos frases y se paraban. Para obtener más información tenía que hacer más preguntas. Aquello no era nada satisfactorio porque dirigía sus respuestas más de lo que aconseja cualquier método de campo fiable. Un día, después de unos dos meses de esfuerzos bastante improductivos, comprendí de repente el motivo: Sencillamente, los dowayos se rigen por reglas distintas a la hora de dividir una conversación. Mientras que en Occidente aprendemos a no interrumpir cuando habla otro, esto no es aplicable en África. Hay que hablar con las personas físicamente presentes como si se hiciera por teléfono, empleando frecuentes interjecciones y respuestas verbales con el único fin de que el interlocutor sepa que lo escuchamos. Cuando oye hablar a alguien, el dowayo se queda con la mirada fija en el suelo, se balancea hacia adelante y hacia atrás y va murmurando «sí», «así es», «muy bien» cada cinco segundos aproximadamente. Si no se hace de esta forma, el hablante calla de inmediato. En cuanto adopté este método, mis entrevistas se transformaron.

Pero el principal problema no residía tanto en la fidelidad y honestidad de mi ayudante como en su edad. En África la edad confiere categoría; los dowayos muestran respeto hacia alguien dirigiéndose a él con el tratamiento de «viejo». Así, los sabios ancianos y venerables me llamaban «viejo» o «abuelo». Era un escándalo que un niño de diecisiete años estuviera presente en las conversaciones de mayores tan eruditos como nosotros. Para mí podía resultar casi invisible, pero a los dowayos les resultaba imposible no reparar en él. Andando el tiempo, los ancianos empezaron a despedirlo perentoriamente antes de entrar en temas serios, de modo que yo tenía que consultarle después si había surgido algún problema lingüístico. Por fortuna, un oscuro parentesco lo unía con el principal brujo propiciador de la lluvia y ello bastó para excusar su presencia en los primeros tiempos, de lo contrario —al igual que otros que habían trabajado con los dowayos— habría regresado convencido de la terquedad mular de esa raza.

7. «OH, CAMERUN, CUNA DE NUESTROS PADRES»

La única distracción de la rutina semanal era la escapada al pueblo que hacía los viernes por la tarde. El viaje se justificaba por el hecho de que ese día llegaba el correo de Garoua. Sin embargo, se trataba de una falsedad; sólo llegaba los viernes
en teoría
. El jefe fulani de Poli estaba encargado de repartir la correspondencia en su camión, pero cuándo lo hacía, o si lo hacía, dependía tan sólo de su capricho personal. Si decidía que deseaba pasar unos días en la ciudad, allí se quedaba, y el correo no llegaba hasta la semana siguiente. Le traía sin cuidado que ninguno de los maestros ni demás funcionarios, recibieran su sueldo, que los medicamentos del hospital quedaran retenidos y que toda la población sufriera incomodidades.

Por otra parte, el servicio de correos es tan lento que durante los dos primeros meses lo único que recibí fueron cartas del banco de Garoua con extractos de operaciones escandalosamente inexactos. Por algún extraño artificio, ahora disponía de tres cuentas, una en Yaoundé, otra en Garoua, y otra, misteriosamente, en una población en la que no había estado nunca.

Una de las ventajas de «ir a recoger el correo» era que me permitía descansar de mi ayudante. Jamás en la vida había pasado tanto tiempo en la compañía ininterrumpida de una persona, y empezaba a sentirme como si me hubieran casado contra mi voluntad con alguien del todo incompatible conmigo.

Así pues, comenzaba las tardes de los viernes filtrando alegremente agua para el viaje, que insistía en realizar a pie, en primer lugar debido a que en Poli era imposible obtener gasolina y por lo tanto tenía que ser cuidadosamente administrada, y en segundo lugar porque de lo contrario tenía que llevarme a todo el pueblo. En la estación de las lluvias había agua en abundancia, de modo que me contentaba con filtrarla antes de bebérmela. En la estación seca todos los badenes se transforman en pestilentes charcas y es necesario hervirla o echarle cloro. Mi cantimplora se convirtió en motivo de risa para los dowayos, que se extrañaban de que un litro me durara casi todo el día, hecho que acabaron aceptando como una peculiaridad del hombre blanco. En realidad, ellos tienen un sistema propio de restricciones de agua del cual el mío no era sino una extensión lógica. Los herreros, por ejemplo, no pueden recoger agua con los demás dowayos; éstos han de ofrecérsela. Los dowayos corrientes no pueden beber el agua de los del monte a no ser que sus propietarios se la ofrezcan. Los brujos de la lluvia no pueden beber agua de lluvia. Todo forma parte de un sistema regulado de intercambio que gobierna el intercambio de mujeres, comida y agua de uno a otro de los tres grupos. Puesto que yo no intercambiaba comida ni mujeres con otros brujos, era lógico que tuviera restricciones propias. Los dowayos jamás tocaban mi agua a no ser que literalmente se la pusiera en las manos, convencidos de que si bebían sin ser invitados podían contraer una enfermedad.

El paseo de aproximadamente nueve kilómetros por un pedregoso camino constituía en general un agradable alivio del chapoteo en los campos enlodados. Al cabo de un par de meses, tenía los pies y los tobillos plagados de todo tipo de hongos malignos que hacían caso omiso de los remedios de que disponía. En la época de las lluvias, los pantalones tenían una vida aproximada de un mes, transcurrido el cual se iban literalmente pudriendo de abajo a arriba. Usar pantalones cortos era la solución evidente, pero ello enojaba a mi ayudante, que alegaba que no eran propios de mi elevada posición; por otra parte, no protegían de los espinos, la hierba afilada, ni las cañas punzantes que abundaban en esa región.

Una vez en el pueblo, me instalaba en el bar con todos los demás asiduos aguardadores del correo. A veces había cerveza con la que matar el tiempo mientras esperábamos el sonido del camión. En ocasiones pasaba por el mercado un miserable grupo de viejos que vendían un puñado de pimientos o de collares de cuentas. No creo que se tratara de una ocupación económicamente rentable y a buen seguro su único objetivo era aliviar el aburrimiento. En el otro extremo de la población había un carnicero que vendía carne dos días por semana. Puesto que los peces gordos se habían reservado la mayor parte con antelación, lo único que quedaba para los demás eran pies e intestinos, que el carnicero cortaba con un hacha. La cantidad que le daban a uno por un precio determinado variaba caprichosamente, pues no se usaban balanzas. Funcionarios diversos, vagabundos en grado variable, gendarmes cogidos de la mano y, sobre todo, niños cruzaban este escenario.

Gracias a mi escapada de los viernes conocí a varios maestros. Figura destacada entre ellos era Alphonse. Se trataba de un fornido sureño que había sido enviado como maestro de primaria más allá del río Faro. Esa región de Camerún es tan remota que virtualmente forma parte de Nigeria. Allí se encuentra dinero y artículos nigerianos antes que cameruneses y el contrabando es corriente. Alphonse vivía totalmente aislado entre los Tchamba. Un amigo que había ido a verlo contaba que su choza era diminuta y sus únicas posesiones un par de pantalones cortos y dos sandalias de distinto color. No había cerveza. Al iniciarse la estación seca, en el horizonte de la carretera de Tchamba aparecía una nubecilla de polvo y gradualmente iba haciéndose visible un puntito. Era Alphonse, que andaba, trastabillaba y se arrastraba hacia Poli gritando: «¡Cerveza! ¡Cerveza!». Cuando llegaba se instalaba en el bar y se gastaba todas las pagas que había acumulado en cerveza. El hecho de que no llegara nunca durante uno de los prolongados períodos en que no había cerveza constituye un argumento contundente en favor de la existencia de una deidad benefactora. Hacia las cuatro de la tarde, Alphonse ya había alcanzado el estadio en que quería bailar.

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