Tras meses de aislamiento, mantener conversaciones educadas se vuelve extraordinariamente difícil. Los largos silencios se interpretan como muestras de disgusto disimulado mientras que la gente de la calle reacciona bastante mal ante alguien que hable solo. Ajustarse a las normas de relación también plantea problemas. Un día un lechero me dejó en la puerta unas botellas que yo no había pedido y salí corriendo detrás de él dando gritos a la manera de África occidental. Creo que incluso lo agarré por la solapa. El pobre hombre se quedó desconcertadísimo. En África occidental no habría demostrado otra cosa que firmeza, en Inglaterra me comportaba como un insufrible patán. Verse de repente así puede constituir una experiencia humillante.
Por otra parte, algunas cosas nimias producen una inmensa satisfacción. Yo me volví adicto de los pastelillos de nata, un amigo desarrolló una insaciable pasión por las fresas. El agua corriente y la luz eléctrica me resultaban francamente increíbles. Pero al mismo tiempo desarrollé extrañas manías. Me molestaba tirar las botellas vacías y las bolsas de papel; con lo valiosas que eran en África… El mejor momento del día lo vivía al despertar sobresaltado y sentir el alivio de no encontrarme ya en África. Los cuadernos yacían desatendidos en el escritorio; sólo el tocarlos me daba una aversión que me duró varios meses.
Una de las experiencias psicológicas más extrañas fue la llegada del baúl de vasijas que tenía la sensación de haber mandado hacía meses. Había envuelto cada pieza cuidadosamente en lienzos dowayos y las había metido en un cajón metálico empapelado de pegatinas que informaban de la fragilidad del contenido en cuatro idiomas. A Zuuldibo aquella tacañería lo dejó perplejo. ¿Por qué no se las daba a los aldeanos? Todo el mundo sabía que era lo suficientemente rico, como la misma mujer que hacía las vasijas, para comprarme una vistosa batería esmaltada de Nigeria. Seguro que a mis esposas no les gustaría que les llevara ollas de una aldea.
Resultaba extraño ver el baúl que antes tenía en mi choza arrinconado ahora en un cobertizo húmedo y frío de Londres. Además, había mutado totalmente de forma. Al mandarlo era rectangular y ahora se había vuelto casi por completo esférico. Unas huellas de bota que se veían en la tapa atestiguaban contra el autor de tal maravilla. Para abrirlo hube de utilizar un desmontador de neumáticos. Siempre choca recibir un paquete que se ha enviado uno mismo; parece revelar una doble personalidad, sobre todo cuando la persona que lo mandó se está convirtiendo tan de prisa en un extraño para el receptor. Todos mis amigos sin excepción admiraron la elegante simplicidad de las vasijas. Qué lástima que las hubiera estropeado usándolas. ¿No podía haber comprado alguna olla importada barata y haber guardado aquéllas, que eran demasiado bonitas para usarlas? Habría estado bien presentárselos a Zuuldibo y dejar que resolvieran el asunto entre ellos. El investigador de campo retornado acepta ambas posiciones pero no se identifica con ninguna.
Naturalmente, en esos momentos es imposible no tratar de hacer balance de pérdidas y ganancias. Desde luego, había aprendido mucho sobre un pueblo pequeño y relativamente poco importante de África occidental. Terminar un trabajo de campo es siempre una cuestión teórica, no real. Habría sido perfectamente posible continuar en el país Dowayo durante cinco años más, aunque con menor rendimiento, sin agotar el material de un proyecto que pretendía «comprender» a un pueblo tan distinto de nosotros. Pero por debajo de lo particular siempre hay fuerzas más generales. Desde entonces veo bajo una luz distinta las monografías que forman la base de la antropología como disciplina. Distingo qué pasajes resultan deliberadamente vagos, evasivos o forzados, y qué datos son insuficientes o impertinentes, cosa que me habría resultado imposible antes de ir al país Dowayo. Todo esto hace el trabajo de otros antropólogos más próximo que antes. También consideraba que al intentar comprender la visión del mundo que tenían los dowayos había puesto a prueba ciertos modelos muy generales de interpretación y del simbolismo cultural. En general, habían aguantado bastante bien y me senda mucho más satisfecho del lugar que ocupaban en el esquema global.
En el plano puramente personal también había habido grandes cambios. Como les había ocurrido a otros estudiosos de campo, mi salud se resentiría todavía durante cierto tiempo. Por otra parte, mi vaga fe liberal en la salvación cultural y económica del Tercer Mundo había sufrido también un duro golpe. Es característica común a los investigadores que retoman, mientras van dando traspiés por su propia cultura con la torpeza de los astronautas recién llegados del espacio, sentirse incondicionalmente agradecidos de ser occidentales, de vivir en una cultura que de repente parece muy valiosa y vulnerable; yo no era la excepción. Pero en el estudio de campo hay algo que forma insidiosamente hábito. La resaca antropológica no es más efectiva como terapia de aversión que cualquier otra. Varias semanas después de mi retorno llamé por teléfono al amigo cuya conversación me había decidido a marcharme al campo.
—Ah, ya has vuelto.
—Sí.
—¿Ha sido aburrido?
—Sí.
—¿Te has puesto muy enfermo?
—Sí.
—¿Has traído unas notas a las que no encuentras ni pies ni cabeza y te has dado cuenta de que te olvidaste de hacer todas las preguntas importantes?
—Sí.
—¿Cuándo piensas volver?
Me reí débilmente. Sin embargo, seis meses más tarde regresaba al país Dowayo.
NIGEL BARLEY, (nace en 1947 en Kingston upon Thames, Inglaterra) es un antropólogo famoso por los libros que ha escrito sobre sus propias experiencias.
Estudió lenguas modernas en la Universidad de Cambridge y completó su doctorado sobre la antropología social en la Universidad de Oxford. Ocupó numerosos puestos académicos antes de entrar a formar parte del Museo Británico dentro del Departamento de Etnografía.
El primer libro de Barley,
El antropólogo inocente
, es un ingenioso e informativo relato acerca de su trabajo antropológico con el pueblo Dowayo de Camerún. Después de esto ha publicado numerosos trabajos acerca de África e Indonesia en los cuales trata temas tan diversos como los viajes, el arte, las biografías históricas y la ficción.
[1]
Barley emplea la grafía inhabitual «pijin», que he sustituido en todo el texto por la más habitual que aquí aparece. Técnicamente, el «pidgin» es una lengua híbrida, surgida de un prolongado contacto aculturativo entre una lengua nativa y una colonizadora: la lengua nativa aporta la estructura sintáctica, y la colonizadora la mayor parte del léxico, sometido no obstante a fuertes deformaciones fonológicas. (
Nota de Alberto Cardín
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[2]
Es la divisa de la Orden de Jarretera, o de la Liga (Honni soit qui mal y pense: «Malhaya quien tal piense»), la que sirve de irónico apoyo al autor para contrastar las reglas de la observación etnográfica de Malinowski con su propia experiencia. (
Nota de Alberto Cardín
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[3]
Aunque originalmente este término sirvió para designar los cultos sincréticos surgidos en Melanesia, sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial, y centrados en torno a la veneración de los cargueros (aviones sobre todo, pero también barcos) occidentales, hoy en día se emplea para referirse a cualquier religión del pasado o del presente, surgida de contactos aculturativos entre poblaciones «primitivas» y colonizadores «civilizados», generalmente teñida de un fuerte componente milenarista o apocalíptico, y en la que determinados ítems prestigiosos de la cultura invasora (mercancías, instrumentos, medios de transporte, etc.) se cargan de significado religioso, asimilándose a determinadas representaciones sacrales previas. (
Nota de Alberto Cardín
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[4]
Los ful, fulbé, fula, pullo, peul o fulani (uno de cuyos grupos más vistosos son los nómadas mbororo) son un grupo de amplia difusión por toda la zona del Sahel occidental, desde el Senegal hasta la cuenca del Bangui, a los que unos consideran una mezcla de negroides y caucasoides, y otros una variante más clara de poblaciones nigríticas, emparentadas con los serer y los wolof de la cuenca del Senegal, y que partiendo de la región de Futa Toro habrían empezado a extenderse hacia el Este a partir del siglo XIII. Su gran expansión se produjo a principios del XIX, bajo el liderazgo de Osman Dan Fodio, que conquistó los principados hausa y nupe, extendiendo su dominio militar hasta los montañeses del Camerún. Su dominación acabó a finales del siglo XIX, con la llegada al Africa occidental de franceses y alemanes. Las bolsas de población fulbé que siembran tan amplio territorio, han conservado no obstante un gran prestigio, así como su lengua, el pular o fulfulde (que Barley, para simplificar, llama simplemente «fulani»), que sigue sirviendo en toda esta área como
lingua franca
. (
Nota de Alberto Cardín
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[5]
El autor juega con la máxima latina Quid novum semper ex Africa? («¿Qué hay de nuevo en Africa?»), que los romanos empleaban para subrayar lo novedoso de algo, remitiéndose a un continente caracterizado por la sorpresividad de las cosas que continuamente aportaba. En el original la última palabra aparece en inglés (Ex Africa quid semper nasty?). La solución de la traductora, traduciendo el «nasty» en latín, resulta de lo más adecuada. (
Nota de Alberto Cardín
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[6]
«Buitre» en inglés. (
N. de la T.
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[7]
En el original el título del capítulo es Rites and Wrongs, o lo que es lo mismo, «ritos y errores», jugando el autor con la homofonía entre rights y rites para recordar subliminalmente la frase hecha aliterativa rights and wrongs («aciertos y errores»). La traducción que aquí aparece guarda a la vez el juego semántico y la aliteración de forma bastante adecuada. (
Nota de Alberto Cardín
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