En tanto se preparaba este festín, comencé a hablar con mi anfitrión de cosas insubstanciales. Por ejemplo, le pedí información sobre temas que ya conocía. Como me temía, las respuestas que recibí eran evasivas y estaban generosamente mezcladas con medias verdades. Además, parecía que tenían ciertas dudas sobre la inminencia de la cosecha. Tal vez podría disponerla para el día siguiente, tal vez no. Lo ideal sería que durante un estudio de campo no hubiera que tratar con informantes de este tipo sino que los contactos estuvieran restringidos a los que mostraran una disposición cortés, amable y generosa, a aquellos para quienes responder a las despiadadas y absurdas preguntas de un antropólogo, resultara divertido y gratificante. Por desgracia, son pocos. La mayoría tienen otras cosas que hacer, se aburren fácilmente, les molesta la ignorancia de su interlocutor o les preocupa más quedar bien que ser sinceros. Con éstos, la mejor táctica es sin duda el soborno. Una pequeña suma de dinero convierte la investigación antropológica en una actividad provechosa y abre puertas que de otro modo estarían cerradas. En esta ocasión, al igual que en otras, funcionó. Una pequeña dádiva hizo que se organizara la cosecha sin tardanza y yo pudiera presenciar todo el proceso de principio a fin. Inmediatamente puso manos a la obra. Mientras él se alejaba anadeando entró una de sus esposas con una fuente enorme de carne ahumada.
Apenas acababa de desaparecer el último trozo cuando oímos el ruido de los machetes al cortar el mijo. Matthieu me contó en susurros el secreto del deseo de complacer demostrado por nuestro anfitrión. Utilizaría mi propina para pagar el impuesto de capitación y de esta forma no tendría que compartirla con ningún pariente necesitado.
El trabajo continuó durante todo el día y yo me senté en el campo a mirar tratando desesperadamente de hablar con los braceros, pues apenas podíamos comprendemos mutuamente, triste prueba de lo localizado de mis conocimientos lingüísticos. Había largos y tensos silencios que la costumbre dowaya de exclamar «¡Di algo!», cuando dan con un extraño callado no contribuía a superar. Esa práctica borra infaliblemente de la cabeza todo pensamiento que pueda dar lugar a una conversación.
Hombres y mujeres trabajaron todo el día, los rostros y los torsos empapados en sudor que caía a chorros cuando se agachaban a cortar. El mijo se venía abajo con un murmullo sordo y las cabezas multicolores se precipitaban a lo largo de los aproximadamente tres metros que las separaban del suelo. De vez en cuando los trabajadores se detenían a beber agua o a fumarse un cigarrillo contigo; ninguno parecía en absoluto molesto por tenerme como observador ocioso sino que más bien se mostraban preocupados por la posibilidad de que el cambio de posición del sol me hiciera pasar demasiado calor. Abundaban los pronósticos sobre el volumen de la cosecha. Podría pensarse que, puesto que tenían delante los datos, realizarían un cálculo bastante exacto, pero nada más lejos de la verdad. Hablaban como si el verdadero momento de la cosecha estuviera en un futuro lejano, y no dispusieran de datos fiables sobre los que basar su opinión. El modo en que caía la mies indicaba si sería buena o mala; si las cabezas llegaban o no al tobillo de un hombre quería decir una cosa u otra. Temían que un hechizo los privara de la cosecha en el último momento o le quitara a ésta su «bondad», haciendo que al consumirla no se saciara el apetito. A fin de evitar tal interferencia, el campo y la era donde se amontonaba el sustento que proporcionaba la naturaleza estaban fuertemente protegidos contra las amenazas de brujería mediante espinas y púas. Por extraño que parezca, no se consideró de mal agüero que dos trabajadores pisaran astillas de bambú y se hicieran daño. Varios hermanos del «verdadero cultivador» se ocupaban del fuego mientras se susurraban uno a otro, según deduje, antiguos secretos. Mandé a Matthieu a ofrecerles tabaco y averiguar de qué hablaban. Se estaban preguntando qué remedio me había puesto en el pelo para hacerlo liso y claro. ¿Les gustaba ese cabello a las mujeres? ¿Por qué no nos lo dejábamos al natural, tal como nos había hecho Dios, con el pelo negro y rizado?
Los diez o quince braceros, todos hermanos o hijos del organizador, terminaron el trabajo en un día y se retiraron a descansar y comer. Entonces, siguiendo los cantos que me llegaban, recorrí unos tres kilómetros en dirección a los montes para presenciar el funeral de una mujer cuyo cuerpo, envuelto en pieles y telas, debía ser transportado desde la aldea del marido a la de su padre para ser sepultado. En el viaje habían de seguir un sendero que atravesaba las montañas, cosa que, añadida al miedo natural a la oscuridad que sienten los dowayos, los llevaba a desear partir antes del crepúsculo. Puesto que me habían asegurado que en el campo no ocurriría nada más hasta el día siguiente, le permití a Matthieu atender sus obligaciones familiares acompañándolos. Con una magnífica puesta de sol a modo de telón de fondo y el acompañamiento de los rugidos de mi estómago, contemplamos cómo se alejaba el grupo envuelto en una nube de polvo, cantando y dando brincos con el cadáver en una camilla improvisada. En el valle ya estaba oscuro cuando ellos ascendieron la loma bajo los últimos rayos de sol y desaparecieron. De los campos llegó un repentino estallido de cantos. Algo pasaba.
No conseguí saber nunca si mi exclusión del acto obedecía a un ardid o un malentendido, ni tampoco qué papel había desempeñado Matthieu en el asunto. Resultó ser uno de esos temas en que cuantas más preguntas se hacen menos respuestas se obtienen. Como averigüé por otras cosechas a que asistí, antes de mi llegada no había sucedido nada de interés. Todos los hombres se habían reunido en la era, sin mujeres ni niños, habían colocado varios remedios vegetales sobre el montón de cabezas de mijo y empezado a entonar una canción de circuncisión que no debían oír las mujeres. Mi presencia no pareció importunar a nadie. Comenzaron a golpear el mijo mientras bailaban una danza lenta, algunos totalmente desnudos con la excepción de las vainas penianas. Levantaban una estaca por encima de la cabeza con la mano derecha, la cogían con la izquierda y la abatían contra el mijo. Todos daban un paso lateral y la acción se repetía; y así hora tras hora, un canto incesante salpicado de ruidos sordos producidos por las estacas al golpear el mijo a la vez. Salió la luna y ascendió a las alturas mientras continuaba el rítmico batir el revoloteo de las cáscaras, que se adherían a los cuerpos surcados por arroyos de sudor. Hasta a esas horas de la noche hacia un calor sofocante que irradiaba de la propia tierra.
Casi sin darme cuenta, amaneció. Los hombres seguían cantando y trabajando sostenidos por la cerveza. Yo estaba sentado en una roca, para grave prejuicio de mis posaderas, y apoyado en el tronco de un espino. La sensación general de resaca era como el mareo de una travesía nocturna del Canal. Me despertó una cabra enorme que estaba devorando pensativa mis apuntes, después de haberse zampado la autobiografía de un capitán de submarino alemán con que me distraía. Por suerte, había adquirido ya la costumbre dowaya de colgar mis posesiones de los árboles y con una ojeada rápida comprobé que, aparte de esto, el único desperfecto era un cordón de zapato medio comido. Tras espantar perentoriamente al animal, me uní a los hombres, que estaban ya pasando a la etapa siguiente de la operación, aventar el grano. Por el tipo de chistes que se hacían, estaba claro que algunos hombres no eran tan sólo parientes sino también compañeros de circuncisión. «¡No hay viento! —exclamó uno—. ¿Cómo vamos a aventar? Tendremos que empezar a pedernos todos.» Dejó caer el grano por encima de su cabeza en una cesta y la barcia quedó en el aire. El comentario provocó la histeria general y hasta a mí se me contagió. El aventamiento prosiguió a buen ritmo. Luego cortaron una cabeza de pollo encima del grano y, desde todas direcciones, lanzaron sobre el montón ñames silvestres asados llamados «comida de escorpiones». Fueron entonces a buscar a mi anfitrión al pueblo, que llegó vestido de fiesta y llenó una cesta con el grano. Hecho esto, colocó sobre la cesta un sombrero fulani y salió corriendo con ella hacia la aldea. Cuando el primer grano entró en el alto granero tubular, la cosecha pudo considerarse a salvo; la brujería ya no podía dañarla.
No puedo precisar en qué momento comencé a analizar los datos y a tratar de buscarles coherencia; más bien todo fue ocupando su sitio poco a poco. Estaba seguro de que lo que había presenciado sólo podía comprenderse desde la perspectiva de la circuncisión. Me habían contado lo suficiente de la ceremonia para darme cuenta de que el proceso entero de desgranado se realizaba siguiendo el esquema de un cuento titulado «El apaleamiento de la vieja fulani».
Una vieja fulani tenía un hijo que se encontraba enfermo, pues había corrido por la hierba
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y se había cortado. El pene se le inflamó y se le llenó de pus. La mujer cogió un cuchillo y le cortó la parte afectada para que el niño se curara. El pene se volvió precioso. Entonces cortó también a su segundo hijo. Un día fue a dar un paseo por una aldea dowayo y los dowayos vieron que era bueno. Adoptaron la circuncisión y la mataron a ella a palos. Así es como empezó a practicarse, porque los dowayos no conocían antes la circuncisión. Les prohibieron verla a las mujeres, pero las mujeres fuIani sí pueden verla. Eso es todo.
El apaleamiento se representa en diversas ocasiones, sobre todo durante la circuncisión de los muchachos, pues se pone en escena una pequeña comedia. Una vieja pasa gimiendo y quejándose por el camino donde están apostados los dowayos. Pasa entre ellos dos veces y a la tercera se levantan de un salto, golpean el suelo con estacas y le arrancan las hojas con que se cubre. Seguidamente forman un montón de piedras y sobre él colocan la cesta y el sombrero rojo de la mujer. Entonan entonces la canción de la circuncisión. Las mujeres y los niños no pueden estar presentes.
La «comida de escorpiones» me abrió nuevos caminos. Había oído hablar de ceremonias de culto a la fertilidad realizadas entre otros, por los brujos de la lluvia. Antes de que las cosechas de cualquier producto entren en la aldea por primera vez cada año, es necesario ejecutar ciertos ritos para evitar que los escorpiones Invadan las chozas y ataquen a la gente. Hasta entonces nadie me había dicho que los escorpiones que habían entrado en mi choza se interpretaban como un signo de que había traído provisiones de fuera, contraviniendo así esta norma. Echando «comida de escorpiones» a las cosechas se consigue que esos animales se pierdan y se queden en el campo, de la misma manera que lanzar excrementos a las calaveras evita que los antepasados peligrosos entren en la aldea. Mucho después me enteré de que también se aplicaba «comida de escorpiones» a la gente: a las niñas la primera vez que menstruaban y a los chicos después de la circuncisión, y fue esto lo que posteriormente me confirmó que los jóvenes próximos a la edad adulta son tratados como plantas a punto de ser cosechadas. Los dowayos intentan hacer coincidir la entrada de los chicos en la aldea después de la circuncisión con la de las nuevas cosechas. Ambas actividades siguen un modelo común.
Pasé otra noche en la aldea para asegurarme de que no iba a suceder nada más y a la vez esperar a mi ayudante descarriado, que regresó después de anochecer genuinamente arrepentido. A fin de compensarme por su ausencia, me enseñó en el más absoluto secreto una piedra mágica que hacía abortar a las embarazadas. Las que deseaban que el niño naciera bien tenían que ofrecer dinero al dueño. La familia de Matthieu obtenía unos ingresos fijos por la poderosa piedra, pero no tanto como sus vecinos, que tenían una que causaba disentería. A los misioneros se les ocultaba la existencia de estas piedras; por lo visto, se les consideraba responsables de un intento de destruirlas por parte de un
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anterior. Los dowayos estaban convencidos de que lo que pretendía era quedárselas él y hacerse rico.
Al día siguiente emprendimos el duro camino hacia Kongle. El único incidente de aquella larga y tediosa marcha fue que me las arreglé para resbalar mientras cruzábamos un río y caí de cabeza en un profundo pozo, con lo cual todos los carretes de fotos que había sacado de la cosecha quedaron empapados e inservibles. Ello me provocó una más que leve depresión. Desde un punto de vista material, la expedición no había sido un éxito notable; regresaba sin apuntes y sin fotos. No obstante, éstos no son, o no deben ser, más que meros soportes de las ideas, y sí me había hecho con unas cuantas.
Como premio de consolación, nos detuvimos en la misión a pasar un par de días, hasta la llegada del correo. Después de siglos de no lavarme, de dormir en el suelo y comer apenas, me pareció maravilloso poder acostarme en una cama de verdad, ducharme y alimentarme como es debido, pero sobre todo, disfrutar de una verdadera conversación. Incluso había noticias, concepto casi por completo ajeno a un país en el que aparentemente el tiempo no hace mella. El
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se marchaba.
Parecía que después de catorce años en Poli iban a sustituirlo. Cuando llegué a Kongle, la noticia tenía a todo el mundo en ascuas. Se respiraba un ambiente de fiesta y los hombres se habían reunido a beber sin medida para celebrar la marcha de un hombre que desde hacía tiempo consideraban un enemigo. Era una oportunidad perfecta para escuchar chismorreos; había mucha gente dispuesta a contarme agravios pasados. De vez en cuando iban saliendo emisarios para traer las últimas noticias del pueblo. Zuuldibo se ofreció para ayudar al
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cesante a hacer el traslado. Estaba incluso dispuesto a cargar con sus muebles hasta el cruce de caminos. Me contaron que, al enterarse de que lo habían destinado a otro sitio, el
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acudió a los dowayos pidiéndoles ayuda mágica para que se cambiara la orden. Ellos le dedicaron una amable sonrisa y le dijeron apesadumbrados que se les habían muerto las plantas y no podían ayudarlo. Llegó otro hombre del pueblo. Había hablado con los sirvientes del
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por la ventana de su dormitorio. Su patrón había dejado bien claro a aquel anciano servidor que no habría regalo de despedida, y le mandó al pobre hombre, que casi no tenía ni camisa, quemar toda la ropa que no iba a llevarse. Aquello despertó una oleada de indignación, y comprendí que cuando me tocara el turno de marcharme tendría que satisfacer ciertas expectativas.
Las visitas continuaron llegando, cada una con una nueva aportación. Por fin llegó Gastan, a quien el jefe había mandado por cerveza y noticias en su bicicleta. Parecía muy fatigado. A los dowayos les encanta contar anécdotas y Gastan ocupó la tribuna. Todo el mundo se situó alrededor del fuego; yo procuré colocarme lo más lejos posible.