El antropólogo inocente
es un texto ciertamente insólito del que se dijo: «Probablemente el libro más divertido que se ha publicado este año. Nigel Barley hace con la antropología lo que Gerald Durrell hizo con la zoología» (David Halloway). El autor, doctorado en antropología por Oxford, se dedicó durante un par de años al estudio de una tribu poco conocida del Camerún, lo que constituyó su primera experiencia en el trabajo de campo, y casi la última.
Nigel Barley se instaló en una choza de barro con la intención de investigar las costumbres y creencias del pueblo dowayo. Conocía la teoría del trabajo de campo, pero, como descubrió enseguida ésta no tomaba en consideración la escurridiza naturaleza de la sociedad dowayo, que se resistía a amoldarse a norma alguna. En esta crónica del primer año que pasó en África, Nigel Barley —tras sobrevivir al aburrimiento y a desastres, enfermedades, y hostilidades varias—, nos ofrece una introducción decididamente irreverente a la vida de un antropólogo social.
Después de esta experiencia, el autor se incorporó al Museo Británico, cuyo departamento de publicaciones editó este texto como una curiosidad. La excitación que causó entre sus primeros lectores motivó que se publicara después en la colección de bolsillo de Penguin con extraordinario éxito.
Nigel Barley
El antropólogo inocente
Notas desde una choza de barro
ePUB v1.0
Anne18.08.12
Título original:
The Innocent Anthropologist: Notes from a Mud Hut
Nigel Barley, 1983.
Traducción: M.ª José Rodellar
Ilustración: Fotografía de Mrs. Waterfield, AIBPP
Diseño/retoque portada: Julio Vivas/Anne
Editor original: Anne (v1.0)
ePub base v2.0
Al jeep
Pocas veces se habrán visto reunidos, en un libro de antropología, un cúmulo tal de situaciones divertidas, referidas con inimitable humor y gracia, y una competencia etnográfica tan afinada, como las que Nigel Barley ofrece en esta minuta de su trabajo de campo entre los dowayos, realizado en 1978.
No suelen las monografías etnográficas ser libros especialmente divertidos, ni mucho menos descuellan por su humor, a pesar de la gran cantidad de equívocos y situaciones ridículas en que necesariamente incurre cualquier individuo que intenta apropiarse de convenciones que le son totalmente extrañas, como es el caso de cualquier etnógrafo en el seno de su correspondiente población exótica.
Serio e imbuido de su cuasi-sacerdotal responsabilidad teórica, el etnógrafo con frecuencia no llega a captar el humor de sus exóticos anfitriones (que con toda razón suelen hacerlo objeto de burla, por su impericia práctica y su minusvalía verbal), y muy raramente observa distanciadamente lo patético de su posición. Más habitual es que proyecte sus frustraciones sobre sus huéspedes, llenando sus diarios personales y los prólogos de sus monografías de quejas y denuestos contra los nativos, en un estilo que hoy ya resulta plenamente familiar desde la publicación de los diarios de Malinowski, y que Lévi-Strauss explicaba recientemente sin pelos en la lengua a Didier Eribon: «¿Sabe? Cuando se han perdido quince días con un grupo indígena sin conseguir sacar de ellos nada en claro, simplemente porque no les da la gana, uno llega a detestarlos».
El nativo, convertido en pura veta informativa, carece de identidad personal (es además esto un presupuesto teórico de su ser como «primitivo»: la falta de individualidad, el primado del rito y lo grupal), salvo en el caso de ciertos informantes privilegiados, que han pasado a la historia de la antropología como casos señeros de individualización primitiva (el Ahuia de Malinowski, que terminó él mismo casi como etnólogo, el Jim Carpenter de Lowie, o el Ohnainewk de Carpenter), y que en general quedan reducidos a una presencia fugaz en el trabajo reconstructivo final del etnógrafo, donde se supone que es la
sociedad misma
, y no la anécdota individual, la que debe quedar reflejada.
La virtud del libro de Barley, en este sentido, es que está lleno de individualidades que evolucionan como verdaderos actores, con una vida propia cargada de colorido, y una profusión y variedad verdaderamente asombrosos, por cuanto dan la medida de un intrincamiento racial y cultural que pocas veces aparece en las monografías etnológicas, empeñadas habitualmente en mostrar la puridad del «aislado» cultural y demográfico sobre el que centran su atención.
Fulanis, dowayo, koma, negros urbanizados, cristianos y musulmanes, misioneros católicos y protestantes, funcionarios negros y cooperantes blancos, todo el espectro de este detritus cultural que forma los márgenes de la cultura-mundo occidental, y cuyo mestizaje y entrecruce constituye hoy una de las principales preocupaciones de la antropología, se manifiestan como un bulle-bulle vívido y variopinto, que la pericia narrativa de Barley nos hace compartir, a la vez con humor implicado y crítica distancia.
Pero entre ellos destacan, convertidos en verdaderos personajes novelescos, individuos como el estrafalario jefe Zuuldibo; o el viejo de Kpau, el misterioso y atrabiliario «jefe de lluvia», cuyos poderes expone Barley con una fascinación próxima a la de Castañeda por Don Juan; o el hábil traductor Matthieu, el dowayo semiaculturado, cuyo reencuentro años más tarde, describe Barley en
A Plague of Caterpillars
, comparándolo humorísticamente con el principio de
Sonrisas y Lágrimas
; o el histérico misionero Herbert Brown, afectado por el sol de los trópicos, y dotado de un curioso don de lenguas; cada uno de ellos perfectamente individualizado y construido con las trazas realistas de un personaje de novela, dentro de una tradición más propia del relato de viajes inglés que de la antropología social británica: en la línea más de Burton que de Evans Pritchard.
O, incluso, extremando las tintas, en la línea del viaje imaginario, pero totalmente adobado de elementos reales sarcásticamente deformados, que representa
Merienda de Negros
, de Waugh. Hay un indudable toque Waugh en el libro de Barley, pero aplicado a un país y a una experiencia reales, lo que no ocurre con los libros de viaje propiamente dichos del viejo escritor neocatólico inglés, que sólo en la imaginaria Azania llegó a afilar convenientemente su mordacidad antiafricana.
Cierto es que todo esto es posible gracias a que Barley ha violentado en este libro la estructura clásica de la monografía etnológica (que debió redactar aparte en términos estrictamente académicos, como se deduce de las constantes alusiones que a este trabajo «formal hace»), pero también es cierto que hoy día son muchos los jóvenes antropólogos americanos que se ensayan en este tipo de etnografía informal (generalmente, como aquí, reconsideraciones personalizadas del trabajo de campo académicamente sancionado), sin conseguir el interés narrativo y la gracia bienhumorada que caracteriza la prosa de Barley.
Ahí están, para demostrarlo, libros como
Reflections on a Fieldwork in Marocco
, de Rabinow, o
The Headman and I
, de Dumont, atrapados en tristonas, añorantes y anticolonialistas consideraciones sobre las relaciones con «el otro», el imposible acceso a su mismidad, y las paradojas del trabajo de campo, sobre las que no me extenderé porque han sido ampliamente comentadas por Geertz en su reciente libro
El antropólogo como autor
. Libro donde, por cierto, sea por desconocimiento, o por simple USA-centrismo, no se hace la menor mención al libro de Barley, a pesar de su fundamental relevancia para el tema desarrollado por Geertz.
Humor y etnografía, que parecían actitudes ante lo real y lo «otro» imposibles de conectar, por cuanto afectan al problema del contexto y la traducción (o, dicho en términos más moralistas, a la cuestión del racismo y el eurocentrismo), encuentran en Barley una solución ejemplar: se burla de los negros (no sólo de los aculturados, cuyo frankensteiniano ridículo es patente, sino de los nativos «fetén»), comparándolos no pocas veces con elementos o situaciones palmariamente ridículos de nuestro contexto europeo, pero la comparación no resulta ni ofensiva ni degradante: se sitúa en una especie de
entre-deux
que tiene una clara función cognoscitiva.
La principal forma de ironía, con todo, cae siempre sobre el autor mismo. Y es ironía tanto en el aspecto banal como socrático de la palabra: es deformación interrogante, que sirve para desvelar realidades. Y, en este sentido, el principal objeto de
slapstick
es Barley mismo, siendo las muestras de su ridiculización risible los pasajes desternillantemente cómicos de todo el libro: como la aventura de su extracción dental, sus escarceos con la gorda prostituta de Poli, o sus dificultades lingüísticas con las tonalidades dowayo, origen de situaciones sociales verdaderamente embarazosas.
Esta ironía desveladora, cargada de sabiduría humana y teórica, y radicalmente antropológica aunque tan poco la hayan practicado hasta ahora los mismos antropólogos, convierte a Barley en un verdadero ejemplo para la profesión en dos sentidos: como envidiable vulgarizador sin pérdida de rigor (cosa del todo inhabitual, y absolutamente necesaria), y como hábil penetrador de la opacidad de otras culturas (y de otras mentes en general), de la única manera que esto puede hacerse: con cautela, con humor, con ciertas triquiñuelas del oficio (cuya receta nos da), y confiando pacientemente en la suerte.
De todo ello surge este libro que es, sin lugar a dudas, la mejor continuación del
Viaje al País de los Houyhnhnm
, con toda la mordacidad de Swift, pero sin la biliosidad del gran canónigo irlandés. Tal vez, si Geertz hubiera leído a Barley, habría otorgado a éste, y no a la bien poco irónica Ruth Benedict, el honor de continuar la hoy bastante oscurecida tradición swiftiana.
ALBERTO CARDÍN
Dieciséis de octubre de 1989
«¿Y por qué no haces un trabajo de campo?» La cuestión me la planteó un colega al término de un más o menos etílico repaso de la situación de la antropología, la docencia universitaria y la vida académica en general. El repaso no había resultado muy favorable. Habíamos hecho inventario y encontrado la alacena vacía.
Mi caso era bastante corriente. Me había formado en instituciones educativas de prestigio y, empujado más por el azar que por elección propia, había acabado dedicándome a la docencia. La vida universitaria de Inglaterra se basa en toda una serie de supuestos arbitrarios. En primer lugar, se supone que si uno es un buen estudiante, será un buen investigador. Si es un buen investigador, será también un buen enseñante. Si es buen enseñante, deseará hacer trabajo de campo. Ninguna de estas deducciones tiene fundamento. Hay excelentes estudiantes que resultan lastimosos investigadores; extraordinarios eruditos, cuyos nombres aparecen constantemente en las revistas especializadas, que dan unas clases tan rematadamente aburridas que los alumnos expresan con los pies la opinión que les merecen y se evaporan como el rocío bajo el sol africano. La profesión está llena de abnegados investigadores de campo, con la piel curtida por la exposición a climas tórridos y los dientes permanentemente apretados tras años de tratar con los indígenas, y que tienen poco o nada interesante que decir en términos académicos. Nosotros, los delicados «nuevos antropólogos», titulares de doctorados basados en horas de biblioteca, decidimos que la cuestión del trabajo de campo se había sobrevalorado. Naturalmente, el profesorado de más edad que estaba en activo en tiempos del Imperio y «había vivido la antropología como quien dice en caliente», tenía un profundo interés por mantener el culto al dios del cual eran altos sacerdotes. Ellos sí que habían sufrido los peligros y privaciones de las ciénagas y la jungla, y ningún chiquilicuatre debía escurrir el bulto.