La primera impresión que me produjo la ciudad es que tenía pocos encantos. En la temporada seca resulta desagradablemente polvorienta y se convierte en un inmenso cenagal en la húmeda. Sus principales monumentos tienen el atractivo de las cafeterías de las autopistas. Las rejillas rotas de las aceras ofrecen al visitante desprevenido un rápido acceso al alcantarillado municipal y raras veces transcurre mucho tiempo sin que los recién llegados se fracturen alguna extremidad. La vida de los expatriados gira en torno a dos o tres cafés en los que pasan el rato hundidos en un profundo aburrimiento, contemplando cómo pasan los taxis y quitándose de encima a los vendedores de recuerdos, gentiles caballeros que han aprendido que los blancos están dispuestos a comprar cualquier cosa con tal que tenga un precio astronómico. Su mercancía consiste en una mezcla de tallas perfectamente aceptables y muestras de simple basura que presentan como «genuinas antigüedades». Las operaciones se realizan con cierto aire de juego. A veces los precios son veinte veces superiores al valor real del objeto. Si un cliente se queja de que le están robando, se echan a reír, dicen que sí y le dan un precio cinco veces menor. Muchos gustan de establecer con los apáticos europeos una especie de relación de clientelismo, plenamente conscientes de que cuanto más descabelladas sean sus mentiras más diversión causarán.
El caso más triste es el de los diplomáticos, que parecen seguir una política de mínimo contacto con la población del país y van de sus despachos a sus recintos residenciales sin detenerse más que en el café. Por motivos que se harán evidentes luego, yo habría de ocasionar ciertas molestias a la comunidad británica.
Mucho más interesante era la comunidad francesa de
coopérants
, jóvenes que trabajaban en el extranjero como alternativa al servicio militar y habían conseguido crear una réplica de la vida social de cualquier provincia francesa incorporando elementos tales como barbacoas, carreras de vehículos motorizados y fiestas, sin prestar apenas atención al hecho de que nos encontrábamos en África occidental. Al poco tiempo trabé amistad con un grupito formado por una chica y dos chicos dedicados en diverso grado a la enseñanza, y que posteriormente me serían de gran ayuda. Contrariamente a la comunidad diplomática, a veces salían de la capital, tenían información sobre el estado de las carreteras, el mercado de vehículos, etc., y hablaban con los africanos que no eran criados suyos. Después del contacto que había tenido con los funcionarios, me sorprendió enormemente comprobar lo afables y joviales que eran los demás habitantes; no me lo esperaba en absoluto. Habiendo conocido en Inglaterra el resentimiento político de los indios y los antillanos, me pareció ridículo que fuera en África donde las gentes de distintas razas se encontraran en un mismo plano de naturalidad y sencillez. Por supuesto, luego descubrí que las cosas no eran tan simples como parecían. Las relaciones entre europeos y africanos se ven complicadas por todo tipo de factores. Con frecuencia los africanos llegan a amoldarse tan bien que acaban convertidos en poco menos que franceses negros. Por su parte, los europeos residentes en África tienden a ser gente extraña. El motivo de que a la comunidad diplomática le vaya tan mal es quizá su patente vulgaridad; a los excéntricos —y he conocido varios— les va muy bien, pese a la devastación que dejan a sus espaldas.
Como buen inglés, quizá me impresionó más de lo razonable el hecho de que personas que no conocía de nada me saludaran y sonrieran por la calle, aparentemente sin segundas intenciones.
El tiempo iba pasando y las ciudades africanas no son en modo alguno baratas; Yaoundé está considerada una de las más caras del mundo para un extranjero. Y aunque no vivía precisamente a lo grande, el dinero desaparecía con rapidez y llegué a la conclusión de que tenía que salir de allí cuanto antes; no tenía más remedio que hacer una escena. Templando mis nervios me dirigí a la Oficina de Inmigración. Detrás de su mesa estaba el arrogante inspector con quien ya había tratado en anteriores visitas, que alzó la vista de los documentos que estaba leyendo, inició una complicadísima operación con un cigarrillo y un encendedor y, haciendo caso omiso de mi saludo, me lanzó el pasaporte sobre la mesa. En lugar de los dos años que había solicitado, misteriosamente me habían concedido nueve meses de estancia en el país. Agradecido por tamaña merced, me marché.
Llegado a este punto cometí dos errores garrafales que revelan lo poco que sabía del mundo en que me movía. Primero me fui a correos con intención de enviar un telegrama a N'gaoundéré, la siguiente parada prevista en el viaje por ferrocarril, anunciando mi inminente llegada, que tuvo lugar quince días más tarde, lapso de tiempo considerado intermedio por los expertos. Ello me permitió conocer a un extraño australiano que, empujado a la desesperación tanto por los desdeñosos funcionarios como por el público del lugar, que había aprendido de los franceses a abrirse paso a empellones, se plantó en el centro de la habitación vociferando para sorpresa de todos: «Ya lo entiendo. No tengo el color adecuado, ¿eh?» Tras lo cual pasó a declarar en términos bien claros que no pensaba volver a escribirle a su madre desde territorio camerunés. Por suerte, pude venderle uno de los sellos que tenía yo, acción que provocó en él una explosión de afecto sensiblero hacia los hijos de la Commonwealth. Después de dar cuenta de varias cervezas accediendo a su insistencia, me reveló que en los dos años largos que llevaba de viaje nunca había gastado más de cincuenta peniques diarios, cosa que me dejó lógicamente impresionado hasta que lo vi largarse sin pagar las consumiciones.
Fue entonces cuando cometí el más craso de todos mis errores. Hasta ese día había guardado la mayor parte del importe de mi beca bajo la forma de un cheque internacional conformado, que llevaba encima en todo momento. Sin embargo, me pareció que lo más prudente sería ingresarlo en un banco, para lo cual sólo hube de someterme a una hora de tratamiento a base de arrogancia y codazos. Un joven de aspecto creíble me aseguró sin inmutarse que al cabo de veinticuatro horas me esperaría en N'gaoundéré un talonario de cheques que podía utilizar para retirar fondos de la cuenta a mi conveniencia. Por extraño que parezca, le creí, y, aunque la realidad fue que tardé unos cinco meses en poder acceder al dinero que tan a la ligera había ingresado, en ese momento la operación se me antojaba una victoria de la razón en vista de los numerosos relatos de todo tipo de delitos, a cual más horrendo, que circulaban entre la comunidad blanca. Muchos hombres habían adoptado la costumbre de usar bolsitos, a la refinada manera continental, donde guardar los documentos que estaban obligados a llevar encima. Parece que de noche bandas de gigantescas africanas recorren las calles para apoderarse de los bolsos de los hombres solitarios y apalean a los que son suficientemente valientes para resistirse. El rumor resulta perfectamente factible. En África se dan los físicos más asombrosos, lo mismo masculinos que femeninos, como resultado de vidas de continuo esfuerzo físico y dietas bajas en proteínas. El occidental enclenque se siente de inmediato empequeñecido ante el desarrollo pectoral de los cameruneses del sur.
No sin cierta sensación de alivio, dejé el hotel despidiéndome mentalmente de la música africana de guitarra en conserva que sonaba día y noche, y sufrí por última vez el ataque de las prostitutas. Estas señoras son seguramente los miembros menos sutiles del oficio que he visto jamás. Un sistema de abordaje perfectamente aceptable consiste en abalanzarse sobre el varón elegido y echarle mano sin más preámbulos entre las piernas con un gesto cargado de depravación; es recomendable evitar ser acorralado en el ascensor en tales circunstancias.
Poco después me encontraba a salvo en la estación sintiendo cómo me invadía un creciente escepticismo respecto de las delicias del vagón climatizado que me había descrito la empleada de las líneas aéreas en Londres. El tren resultó ser un material móvil de la Primera Guerra Mundial misteriosamente procedente de Italia y profusamente adornado con recomendaciones en italiano sobre lo que había y no había que hacer con el agua y las instalaciones higiénicas. Los problemas de traducción habían sido resueltos de un plumazo simplemente suprimiéndolas.
Unos cuantos codazos más bastaron para sacar el billete, operación que requería la cumplimentación de aproximadamente la misma cantidad de impresos que se necesitan para contratar un seguro de vida.
Viajar en África occidental tiene mucho en común con lo que debla de ser desplazarse en diligencia, según se desprende de los primeros «westerns». Hay una serie de personajes fijos que se encuentran tanto al viajar en tren como en taxi; este último sistema desempeña un papel muy importante en el transporte por el interior del país. Los taxis consisten en grandes furgonetas Toyota o Saviem construidas para acomodar de doce a veinte personas en las cuales los propietarios pretenden meter entre treinta y cincuenta. Si el vehículo produce la falsa impresión de estar a punto de reventar, la solución corriente es arrancar a toda velocidad y seguidamente accionar los frenos, lo que permite siempre hacer sitio para un par de personas más. Por lo visto, uno de los requisitos es que cada vehículo contenga un par de cabos o tenientes del ejército. Generalmente, los gendarmes ocupan los mejores asientos, junto al conductor, y con todo descaro se niegan a pagar. Un par de maestros de escuela del sur, resentidos por haber sido destinados a la zona musulmana del norte, son también corrientes. A poco que alguien los anime a ello, en seguida se prestan a distraer a la concurrencia con relatos de su sufrimiento en esas tierras sumidas en la ignorancia, denunciando la falta de espíritu emprendedor, el salvajismo de sus infieles habitantes y lo repugnante de la comida. Suele haber también una mujer pagana, calzada con zapatos de plástico azul, amamantando a un niño, operación que parece ocupar a la mayoría de las mujeres a jornada completa. Otro par de macilentos musulmanes procedentes del semidesierto del norte, ataviados con túnicas árabes y siempre provistos de sus esterillas para la oración y sus cantimploras, completa la reunión. Así era el tren.
Uno de los avances técnicos más apreciados por la población es el radiocassette, que les permite grabar cualquier cacofonía fluctuante acompañada de intensos silbidos y chisporroteos de interferencias y luego hacerla sonar en público una y otra vez. Entre los musulmanes del norte y los cristianos del sur se establece siempre una reñida competencia por hacerse con los derechos de antena. Una vez ganada la partida, se adquiere el privilegio exclusivo de tener el aparato encendido a cualquier hora, lo cual determina asimismo si la emisión consistirá en el interminable y disonante pop de África occidental en
pidgin
[1]
nigeriano («
O me mammy I don't forget you
»), u otros productos indígenas («
Je suis un enfant de Douala olé
»), o en los estridentes gemidos de las composiciones de estilo árabe. Apagar el aparato un solo instante, se considera equivalente a dar paso al contrario y es por lo tanto desaconsejable. La principal diferencia entre los barrios de una ciudad habitados por los burócratas locales y los ocupados por los agentes extranjeros es el nivel de ruido. Los africanos manifiestan una genuina perplejidad ante la predilección del occidental por el silencio cuando probablemente podría permitirse adquirir las pilas necesarias para tener la radio encendida las veinticuatro horas del día.
Otra diferencia fundamental entre cristianos y musulmanes es que los hombres cristianos orinan de pie y por lo tanto alcanzan fácilmente el váter en tal operación, mientras que los musulmanes orinan en cuclillas, proceso arriesgadísimo que realizan extendiendo las túnicas hasta formar una espaciosa tienda de campaña mientras sacan la mitad del cuerpo por la puerta abierta del vagón en movimiento.
En este viaje me senté frente a un ingeniero agrónomo alemán que se dirigía al norte para iniciar la segunda temporada de servicio. Según me reveló, tenía a su cargo un proyecto encaminado a fomentar el cultivo del algodón de cara a la exportación. Esta materia se comercializa a través de un monopolio estatal y de ella se obtienen unas divisas muy necesarias, por eso su producción está muy protegida por el gobierno central. ¿Había tenido éxito? Mucho: en realidad la gente se había dedicado tanto al algodón que habían dejado de cultivar alimentos, los precios se habían disparado y el hambre sólo había sido evitada gracias a la intervención de la Iglesia. Por extraño que parezca, no daba la impresión de hallarse en absoluto deprimido por esta consecuencia, sino que más bien la interpretaba como un signo de que el algodón había echado raíces en el país.
Durante el tiempo que pasé en Camerún conocí a muchos especialistas de este tipo, algunos de los cuales me acusaron amargamente de ser un «parásito de la cultura africana». Ellos estaban allí para compartir conocimientos, para cambiar la vida de la gente. Yo lo único que pretendía era observar, y con mi interés podía alentar las supersticiones paganas y el atraso. A veces, durante las silenciosas vigilias nocturnas, yo también pensaba en ello, lo mismo que en Inglaterra había dudado del sentido de la vida académica. No obstante, en la práctica parecía que los resultados que obtenían eran mínimos. Por cada problema que resolvían, creaban otros dos. Tenía la impresión de que los que afirmaban ser los únicos poseedores de la verdad eran los que más debían inquietarse por el trastorno que causaban en la vida de los demás. Aunque sólo sea por eso, del antropólogo se puede decir que es un trabajador inocuo, pues el oficio tiene como uno de sus principios éticos interferir lo menos posible en lo que uno observa.
Tales pensamientos acometen al investigador de campo mientras consume interminables plátanos en un tren. El trayecto, según me habían asegurado, debía tener una duración de tres horas; en realidad duró diecisiete, pero la temperatura fue descendiendo gradualmente mientras nosotros ascendíamos a la meseta en que se encuentra situada la ciudad de N'gaoundéré. La noche cayó de súbito y las luces del tren no se encendieron. Permanecimos sentados en la penumbra comiendo plátanos, chapurreando alemán y contemplando cómo se desvanecía en la oscuridad total la áspera estepa. Por fin, cuando ya empezaba a tener la sensación de que me iba a pasar el resto de la vida en aquel tren, llegamos a N'gaoundéré.