El problema de obtener permiso para llevar a cabo la investigación adquirió una importancia capital, pues el tiempo iba pasando y el dinero disminuyendo. Hacía aproximadamente un año había escrito al ministerio correspondiente de Camerún y me habían prometido responderme a su debido tiempo. Volví a escribirles y me pidieron una descripción minuciosa del proyecto. Se la envié y esperé, hasta que por fin, cuando prácticamente había abandonado ya toda esperanza, recibí autorización para solicitar visado y trasladarme a Yaoundé, la capital. Confieso, no sin cierta vergüenza ante los expertos en África, que pensé que aquél era mi último contacto con la burocracia. Supongo que por aquel entonces me imaginaba que la administración estaba formada por un grupo de «amiguetes» campechanos que realizaban las pocas gestiones necesarias con jovial sentido común. En un país de siete millones de habitantes, sin duda la mayoría de las cosas se harían llanamente, en mangas de camisa, como en los días del viejo imperio blanco, el lenguaje empleado tendería a la claridad y todo el mundo echaría una mano en lo que fuera necesario.
En la embajada de Camerún podía haber aprendido mucho pero no fue así. Dejé las conclusiones en suspenso, siguiendo el método antropológico, y esperé a haber recogido todas las pruebas. Después de telefonear para cerciorarme de que estaba abierta me presenté allí con todos los documentos y muy orgulloso de la eficiencia que demostraba no olvidándome de las dos fotografías tamaño carnet indispensables. Sin embargo la embajada estaba cerrada. A mis prolongados timbrazos acudió una voz gruñona que se negaba a hablar otra cosa que no fuera francés y me dijo que volviera al día siguiente.
Así lo hice, y en esta ocasión conseguí llegar hasta el vestíbulo. Allí me informaron de que el caballero que se ocupaba de estas cuestiones no estaba y no sabían cuándo regresaría. Me dio la impresión de que solicitar un visado era una cosa rarísima. No obstante, logré enterarme de un dato útil: no podía solicitar el visado ni contar con un billete de vuelta válido. Me fui a la compañía aérea.
«Air Cameroun» consideraba a todos los clientes una detestable molestia. En ese momento no me di cuenta de que así funcionan todos los monopolios estatales de Camerún y lo atribuí a dificultades de idioma. Además, desconfiaban de los cheques y pagar en metálico era improcedente. Acabé abonando el billete en cheques de viaje franceses. No sé lo que harán otros. (Consejo para principiantes: Trate siempre con las líneas aéreas exóticas a través de una agencia de viajes corriente. Estas aceptan siempre las formas habituales de pago.) Ya que estaba allí, pedí información sobre el horario de los trenes que circulaban entre Yaoundé y N'gaoundéré, mi siguiente punto de destino en el país, a lo cual me replicaron con acritud que aquello era la sede de unas líneas aéreas, no del ferrocarril, pero que casualmente sabían que un tren dotado de aire acondicionado unía las dos ciudades. El trayecto duraba unas tres horas.
Enardecido por el triunfo y armado de mi billete, regresé a la embajada. El caballero todavía no había regresado pero me permitirían cumplimentar un impreso por triplicado. Así lo hice y me sorprendió comprobar que el primer ejemplar que tan laboriosamente había rellenado era lanzado a la basura. Esperé alrededor de una hora. No ocurrió nada. Entre tanto iba entrando y saliendo gente; la mayoría hablaba en francés. Quizá convenga señalar que Camerún es una ex colonia alemana que pasó a manos británicas y francesas durante la Primera Guerra Mundial, posteriormente se independizó como república federal y luego se convirtió en república unificada. Aunque en teoría se trata de un Estado bilingüe en francés e inglés, el que espere desenvolverse sólo a base de inglés que se vaya armando de valor. Por fin entró una fornida mujer africana y observé que yo estaba siendo objeto de una larga conversación mantenida en una lengua desconocida para mí. Ahora sospecho que no era otra que la inglesa. Si en un antiguo territorio británico se te acerca alguien hablando un idioma totalmente ininteligible cuyos sonidos básicos te resultan absolutamente extraños, es probable que se trate del inglés. Por fin me condujeron a otro despacho con las paredes forradas de libros que, según comprobé, contenían las fotografías y datos de las personas proscritas. Todavía me deja pasmado que un país tan joven tenga proscrita a tanta gente. Después de buscarme en vano durante un tiempo considerable, la mujer abandonó los volúmenes con lo que parecía ser una profunda desilusión. El siguiente problema derivó del hecho de haber presentado las dos fotografías de carnet juntas. Debían haber estado separadas y recibí una regañina por llevarlas de aquel modo. Se inició entonces una dilatada búsqueda de las tijeras en la cual participaron muchas personas, se movieron los muebles y se removieron los libros de los proscritos. En un intento por demostrar buena voluntad, miré sin mucho interés por el suelo. Volvieron a regañarme. Aquello era una embajada y yo no debía tocar ni mirar nada. Por fin resultó que las tijeras las tenía en el sótano un individuo que, por lo visto, no estaba autorizado a emplearlas. Todo esto fue explicado prolijamente, tras lo cual cada uno de nosotros hubo de expresar su indignación. El siguiente problema consistía en si debía pagar el visado o no. En mi inocencia, me mostré dispuesto a pagar inmediatamente sin darme cuenta de que se trataba de una cuestión de importancia capital. Debía decidirlo el jefe del departamento. Volví a la sala de espera, donde por fin apareció otro camerunés que inspeccionó mis documentos con gran atención y me pidió que me volviera a explicar, sin abandonar ni un momento una expresión de extrema incredulidad respecto de mis motivos. La principal dificultad reside aquí, igual que en otras áreas, en explicar por qué el gobierno británico considera provechoso pagar a sus súbditos jóvenes cantidades bastante importantes de dinero para que se vayan a zonas desoladas del mundo con el supuesto cometido de estudiar pueblos que en el país son famosos por su ignorancia y atraso ¿Cómo era posible que semejantes estudios fueran rentables? Evidentemente, había algún tipo de propósito oculto. El espionaje, la búsqueda de yacimientos minerales o el contrabando habían de ser el verdadero motivo. La única esperanza que le queda a uno es hacerse pasar por un idiota inofensivo que no sabe nada de nada. Y lo logré. Finalmente me concedieron el visado, un enorme sello que representaba una evidente africanización de Marianne, la heroína revolucionaria francesa. Al marcharme me invadía una extraña fatiga acompañada de una persistente sensación de humillación e incredulidad que, con el tiempo, acabaría conociendo muy bien.
Disponía entonces aproximadamente de una semana para ultimar los preparativos. Las vacunas habían desempeñado un papel bastante Importante en mi vida durante los últimos meses y ya sólo me restaba una inyección contra la fiebre amarilla para quedar totalmente protegido. Por desgracia, esta última inyección me produjo calentura y vómitos, lo cual mermó considerablemente el placer de las despedidas. Se me proporcionó además un imponente botiquín con una lista de los síntomas que curaba cada medicamento, la mayoría de los cuales tenía ya a causa de las inoculaciones.
Había llegado el momento de recibir los últimos consejos. Mi familia más cercana, completamente ajena a la ciencia antropológica, lo único que sabía era que estaba lo suficientemente loco como para irme a unas tierras salvajes donde viviría en la jungla, constantemente amenazado por leones y serpientes, eso, si tenía la suerte de escapar a la olla. Cuando estaba a punto de abandonar el país Dowayo me reconfortó oír de boca del jefe de mi aldea que con mucho gusto me acompañaría a mi aldea británica, pero que temía ir a un país donde siempre hacia frío, había bestias salvajes como los perros europeos de la misión y era sabido que abundaban los caníbales.
Sin duda deberían recogerse en un libro las «recomendaciones a un joven etnógrafo a punto de irse al campo». Corre el rumor de que el eminente antropólogo Evans-Pritchard se limitaba a decirles a sus discípulos más próximos: «Cómprese una buena cesta de comida en Fortnum y Masan y no se acerque a las mujeres indígenas.» Otro experto en el África occidental declaró que el secreto del éxito estribaba en la posesión de una buena camiseta de hilo. A mí, en cambio, me recomendaron que hiciera testamento (consejo que seguí), que me llevara esmalte de uñas para los dandis de la zona (consejo que no seguí) y que me comprara una buena navaja (que se rompió). Una antropóloga me hizo depositario de la dirección de una tienda de Londres donde podía comprarme pantalones cortos cuyos bolsillos estaban protegidos mediante solapas a prueba de langostas. Consideré que se trataba de un lujo innecesario.
Si va a precisar un vehículo, antes de iniciar el viaje el etnógrafo ha de enfrentarse a una decisión fundamental. O bien puede comprarlo en su país de origen, llenarlo con todos los artículos necesarios para sobrevivir y enviarlo a destino, o bien puede llegar a su punto de destino sin carga alguna y adquirir lo que le haga falta allí. La ventaja del primer método reside en el precio y en la certeza de encontrar todo lo que se desea. La desventaja consiste simplemente en la frustración inherente al contacto adicional con los funcionarios de aduanas y otros burócratas que confiscarán el vehículo, le impondrán gravámenes, lo dejarán expuesto a los monzones hasta que se pudra, permitirán que lo desvalijen e insistirán en la presentación de listas detalladas y autentificadas por cuadruplicado, refrendadas y selladas por otros funcionarios que están a cientos de kilómetros de distancia. De no cumplirse tales requisitos, atormentarán y acosarán divertidos al recién llegado. Muchas de estas dificultades se desvanecerán mágicamente mediante un soborno hecho a tiempo, pero el cálculo de la cantidad adecuada y del momento propicio para ofrecerla requieren un tacto del que el neófito carece. Este podrá toparse con serios problemas si pone en práctica tal procedimiento sin las debidas cautelas.
El inconveniente del método de llegar sin nada y comprar todo lo necesario allí es que resulta sumamente caro. Los automóviles cuestan por lo menos el doble de lo que valen aquí y la variedad de modelos es muy limitada. Por otro lado no es probable que el recién llegado, a no ser que tenga mucha suerte, encuentre lo que busca y a buen precio.
En mi inocencia, opté por la segunda alternativa, en parte debido a que no disponía de tiempo para pertrecharme a conciencia antes de salir y estaba ansioso por ponerme en camino.
Cuando el avión tomó tierra en el oscuro aeropuerto de Douala, un peculiar olor invadió la cabina. Era una vaharada almizcleña, húmeda y sofocante, aromática y áspera, el olor del África occidental. En tanto recorríamos a pie la pista de aterrizaje, caía sobre nosotros una lluvia cálida que se deslizaba sobre nuestros sudorosos rostros como un reguero de sangre. En la terminal nos esperaba el mayor caos que he visto jamás. Los europeos se apiñaban en grupos desesperados o les gritaban a los africanos. Los africanos gritaban a otros africanos. Un árabe solitario iba desconsolado de mostrador en mostrador y ante cada uno de ellos encontraba una cola francesa, es decir, una muchedumbre de individuos enloquecidos que trataban de abrirse paso a empellones. Allí recibí la segunda lección de burocracia camerunesa. Por lo visto, teníamos que recoger tres papeles, uno relacionado con el visado, otro con los certificados médicos y otro con los trámites de inmigración, para lo cual hubo que rellenar numerosos impresos, cosa que originó un intenso tráfico de bolígrafos. Cuando los franceses se hubieron abierto camino a base de codazos a fin de tener el privilegio de esperar sus equipajes bajo la lluvia, nos atendieron a los demás. Varios cometimos el error de no poder dar una dirección concreta de alojamiento ni los nombres de nuestros contactos comerciales. Detrás de su escritorio, el fornido funcionario leía el periódico sin hacernos el más mínimo caso. Después de establecer entre nosotros una jerarquía que lo satisficiera nos entrevistó con una actitud que dejaba bien claro que con el no se Jugaba. Al ver cómo iban las cosas decidí mostrarme sumiso y le proporcioné una dirección inventada, recurso adoptado igualmente por otros. A partir de entonces cumplimenté siempre con meticulosidad todos los impresos, que eran sin duda luego devorados por las termitas o arrojados a la basura sin que nadie los leyera. Seguidamente volvimos a pasar por las tres mesas antes de entrar en la zona de aduanas, donde se estaba desarrollando un drama. Al abrirle el equipaje a un francés se descubrió que contenía ciertas substancias aromáticas. El individuo explicaba en vano que se trataba de hierbas destinadas a preparar salsas francesas. El funcionario estaba convencido de que había capturado a un importante traficante de marihuana, aunque de todo el mundo es sabido que el tráfico se produce de
dentro
de Camerún hacia
fuera
. Los ansiosos franceses volvían a estar en acción y parecía que les iba bastante bien hasta que apareció la enorme silueta de un africano impecable que había subido en primera clase en Niza y les pasó delante a todos. Mediante un chasquido de sus enjoyados dedos señaló su equipaje, que fue recogido de inmediato por los mozos. Afortunadamente para mí, mis maletas obstaculizaban la retirada de las suyas, gracias a lo cual recibí una indicación de proseguir y entré en África.
Las primeras impresiones son muy importantes. Aquel que no tenga las rodillas marrones será despreciado por todo tipo de gente. Sea como sea, lo que yo tomé como un mozo entusiasta se apoderó prontamente de la bolsa donde llevaba mi cámara fotográfica. Al contemplar cómo en un abrir y cerrar de ojos desaparecía en la distancia, hube de reconsiderar mi juicio inicial y emprendí la persecución utilizando todo tipo de frases inusuales en la conversación diaria. «
Au secours! Au voleur!
», gritaba yo. Afortunadamente, el tráfico lo detuvo y pude darle alcance. Empezamos a forcejear. Un súbito golpe que me abrió un lado de la cara y el abandono de la bolsa por su parte pusieron fin al altercado. Un solícito taxista me llevó entonces al hotel por sólo cinco veces el precio normal de la carrera.
Al día siguiente dejé atrás los encantos de Douala y me trasladé en avión a la capital sin incidentes, observando, eso sí, que había adoptado las maneras groseras y hostiles de los demás pasajeros para con mozos y taxistas. En Yaoundé hube de sufrir otra larga tanda de burocracia. Puesto que los trámites duraron unas tres semanas, no me quedó otra alternativa que hacer de turista.