Sobre todo después de que Marlen muriera durante una cacería y ella se convirtiera en la heredera del trono de Marfil tras una ceremonia que apenas recordaba, tan aturdida se sentía por la precipitación de los acontecimientos y la muerte de su hermano. La rodilla le estaba doliendo por una caída del día anterior y además la cara de su padre la había llenado de terror. Desde entonces ya no hubo más caídas porque habían llegado a su fin los juegos en el jardín y en el lago del palacio de verano. Aprendió por sí misma las costumbres de una corte decadente y, a su tiempo, aprendió a arreglárselas no sin gracia con los pretendientes cuyo número aumentaba de día en día; y llegó a convertirse en una belleza, la Rosa Oscura de Cathal, y su nombre era Sharra, hija de Shalhassan.
Era orgullosa, como todos los de su sangre, y tenía una voluntad de hierro, cualidad poco frecuente en la disoluta Cathal, pero no rara en una digna hija de su padre. En su corazón, además, vibraba una secreta llama de rebeldía contra las exigencias de su rango y contra el ceremonial que ponía trabas a sus días y a sus noches.
Ahora también sentía arder aquella llama, en su querida Cathal, donde el aroma de calath y mirra, de elphinel y aliso la envolvía entre recuerdos. Recuerdos que la consumían en un fuego más vehemente que el de aquellos que se habían arrodillado ante el trono de su padre pretendiendo su mano con la frase ritual: «El sol se levanta en los ojos de vuestra hija». Pero ella era todavía joven y, sobre todo, arrogante.
Y además de todas las razones que pudiera pretextar, había una más importante que las demás, y eran las cartas que habían comenzado a aparecer en su habitación —no sabía cómo— y que ella guardaba en secreto; y en el secreto más absoluto guardaba también, ardiente como una liena en los jardines de la noche, la sospecha sobre la identidad del que se las había enviado.
Las cartas le hablaban de pasión y la llamaban hermosa con unas palabras más expresivas que las que hubiera podido oír jamás. Entre líneas latía un deseo que la fascinaba y que, dentro de su corazón, prisionera como estaba en un lugar que ella gobernaría algún día, avivaba en sí misma otros deseos. A menudo suspiraba por la sencillez de las mañanas ya perdidas para siempre, sustituidas por esa novedad inquietante, pero en cambio otras veces, cuando se quedaba sola por las noches, suspiraba por otras cosas. En efecto, las cartas eran cada día más radiantes y los arrebatos de pasión habían dejado paso a las promesas de lo que manos y labios harían.
Durante algún tiempo llegaron sin firma. La fina redacción y la elegante escritura dejaban entrever nobleza, pero nunca había un nombre que firmara al final. Hasta que llegó la última, mientras la primavera llenaba de calath y de anémonas todo Larai Rigal.
Y el nombre que leyó al final confirmaba lo que hacía tiempo había adivinado y conservado en su corazón como un talismán. «Conozco algo que tú desconoces», era la frase que se había aferrado a ella dulcemente, durante mañanas transcurridas en el salón de recepciones, y luego en los paseos vespertinos escoltada por uno u otro pretendiente, por los caprichosos senderos y los arqueados puentes de los jardines. Sólo por la noche, cuando por fin sus damas se retiraban, después de soltarse y cepillarse los cabellos, podía sacar la carta de su escondite y leerla de nuevo a la luz de las velas:
Estrella rutilante:
El tiempo se me hace demasiado largo. Incluso las estrellas del cielo me hablan de ti y el viento de la noche conoce tu nombre. Tengo que ir a verte. La muerte es un oscuro final que yo no pretendo buscar, pero si debo internarme en su reino para poder alcanzar la flor de vuestro cuerpo, lo haré sin dudar. Prométeme sólo que, si los soldados de Cathal tuvieran que poner fin a mi vida, tus manos cerrarían mis ojos, y quizás —aunque sé que es pedir demasiado— tus labios se posarían sobre los míos ya gélidos en señal de despedida.
Hay un árbol de lyren junto al muro norte de Larai Rigal. Diez noches después del plenilunio la luz de la luna todavía iluminará lo bastante para que podamos encontrarnos.
Estaré allí. Pongo entre los dedos de tu mano mi vida como si fuera una pequeña insignificancia.
Diarmuid dan Ailell
Era tarde. Un poco antes, al anochecer, había llovido y se había avivado el aroma del elphinel bajo su ventana, pero ahora las nubes se habían despejado y la luna menguante iluminaba la habitación. Su luz se reflejaba tenuemente en su rostro y en la espesa mata de sus cabellos.
Nueve noches antes había sido el plenilunio.
Eso significaba que él había cruzado el río Saeren y estaba escondido en algún lugar en la oscuridad de la tierra, y mañana…
Sharra, la hija de Shalhassan, lanzó un profundo suspiro en su solitario lecho y volvió a guardar la carta en su escondrijo. Aquella noche no soñó con su infancia ni con juegos infantiles cuando por fin el sueño la venció; dio vueltas y vueltas durante toda la noche con los cabellos sueltos y desparramados sobre las almohadas.
Venassar de Gath era tan joven y tímido que le inspiraba protección. Mientras caminaban al día siguiente por el Sendero del Círculo, ella había estado hablando casi sin parar. Vestido con jubón y medias amarillas, con su cara alargada e inquieta, él la escuchaba con exagerada atención inclinándose hacia ella, a medida que ella iba nombrando las flores y los árboles que encontraban a su paso y le contaba la historia de T'Varen y de la fundación de Larai Rigal. Hablaba en voz baja, para no ser oída por el séquito que caminaba a una respetuosa distancia de diez pasos por delante y por detrás de ellos, sin revelar en modo alguno el incontable número de veces que había hecho antes lo mismo.
Pasaron lentamente junto al cedro del cual se había caído el día de la muerte de su hermano, la víspera de ser nombrada heredera del trono, y, al pasar el recodo del camino, tras el séptimo puente sobre las cataratas, apareció ante su vista el gigantesco lyren del muro norte.
Venassar de Gath, desgarbado y torpe, ensayó una serie de toses, carraspeos y comentarios para reavivar sin éxito la conversación que se había apagado de pronto. La princesa, a su lado, había caído en un mutismo tan profundo que su belleza parecía haberse replegado sobre sí misma como una flor, deslumbrante todavía pero prohibida para él. Su padre, pensó con desesperación, iba a desollarlo vivo.
Por fin Sharra se compadeció de él y, cogiéndolo del brazo, cruzaron el noveno puente, completando la vuelta al Círculo, y se dirigieron hacia el pabellón donde descansaba Shalhassan rodeado por las esplendorosas galas de su corte. Su gesto sumió a Venassar en un estado de petrificado automatismo, pese a la feroz mirada que le dirigió Bragon, su padre, sentado junto a Shalhassan bajo los oscilantes abanicos de los criados.
Sharra se estremeció ante la prolongada mirada que le dirigió Bragon mientras esbozaba una sonrisa bajo su negro bigote. No era desde luego una mirada propia de un posible suegro. Debajo de la seda todo su cuerpo sintió repugnancia por la lascivia de sus ojos.
Su padre no sonrió. Nunca lo hacía.
Hizo una pequeña reverencia y se retiró a la sombra, donde le llevaron un vaso de m'rae, muy frío, y un plato de deliciosos helados. Cuando Bragon se despidió, ella hizo lo posible para que viera la frialdad de sus ojos, y luego sonrió a Venassar extendiéndole su mano, que él casi olvidó llevarse a la frente. «Que el padre se entere», pensó ella, «sin posibilidad de duda, de por qué no deben volver a Larai Rigal.» Y su enfado se hizo casi evidente.
Lo que en realidad deseaba, pensó Sharra con amargura mientras sonreía, era subirse de nuevo al cedro, salvar la rama que una vez había cedido bajo su peso, alcanzar su punto más alto y convertirse en un halcón para poder volar completamente sola sobre el resplandeciente lago y los esplendorosos jardines.
—Es un bruto, y su hijo, un imbécil imberbe —dijo Shalhassan inclinándose hacia su hija de modo que sólo pudieran oírlo los esclavos, cosa que no le importaba lo más mínimo.
—Todos lo son —le contestó ella—. Desde el primero hasta el último.
La Luna, ya menguante, había salido tarde. Desde la ventana podía ver cómo asomaba por el lado este del lago. Todavía permaneció un buen rato en la habitación. No llegaría antes de tiempo; así ese hombre se enteraría de que una princesa de Cathal no corre apresurada a una cita como una sirvienta de Rhoden o como cualquier mujer del norte.
A pesar de ello, bajo la fina piel de sus muñecas el pulso le latía cada vez más aceleradamente. «Una pequeña insignificancia entre los dedos de tu mano», había escrito. Y era verdad. Ella podía hacer que lo detuvieran y lo ejecutaran por su descaro.
Incluso podía ser el principio de una guerra.
Lo cual, se dijo a sí misma, era una locura. La hija de Shalhassan recibiría a aquel hombre con la cortesía que su rango exigía y que merecía la secreta pasión que sentía por ella. Había recorrido un largo camino preñado de peligros para verla. Obtendría amables palabras que llevarse hacia el norte desde los jardines de Cathal. Pero nada más. Una presunción semejante tenía un precio, y Diarmuid de Brennin lo aprendería.
Además, pensó, sería muy conveniente averiguar cómo había logrado cruzar el río Saeren; era de suma importancia para el país que ella debería gobernar algún día.
Su respiración ya era regular y la velocidad de su pulso había disminuido. La imagen del solitario halcón volvió a aparecérsele empujado por la fuerza del viento. Y la heredera de Cathal, educada en deberes y obligaciones, teniendo buen cuidado de su falda, descendió por las ramas del árbol al pie de su ventana.
Las lienaes brillaban, volando en la oscuridad. A su alrededor se entremezclaban los olorosos y mareantes aromas de las flores. Caminaba a la luz de las estrellas y de la luna, segura de sus pasos, pues los amurallados jardines, en toda su extensión, eran su más antiguo refugio y conocía palmo a palmo todos los senderos. Sin embargo, un paseo nocturno como aquél era un placer prohibido y podía ser castigada con severidad si era descubierta. Y sus criados serían azotados.
No importaba. No sería descubierta. La guardia del palacio patrullaba el perímetro exterior de los muros con linternas. Pero los jardines eran otro mundo. Mientras caminaba, sólo veía la luz de la luna y de las estrellas, y de las esquivas lienaes suspendidas en el aire. Oía el cri-cri de los insectos y el ruido del agua al caer en las esculpidas cataratas. Una ligera brisa movía las hojas y, en algún lugar, en los jardines, había un hombre que le había escrito en sus cartas lo que los labios y las manos podían hacer.
Aflojó un poco el paso mientras pensaba en esto, y cruzó el cuarto puente, el Ravelle, oyendo el agradable sonido del agua remansada sobre las piedras de colores. Nadie, se dio cuenta, sabía dónde estaba ella. Y ella, por su parte, no sabía nada del hombre que la estaba esperando en la oscuridad, excepto lo que contaban rumores poco tranquilizadores.
Pero no le faltaba coraje a su corazón, aunque estuviera cometiendo una temeridad y una imprudencia. Sharra, vestida de azur y oro, con un colgante de lapislázuli sobre su pecho, cruzó el puente, sobrepasó la curva del sendero y vio el árbol de lyren.
No había nadie allí.
Nunca había dudado de que la estaría esperando, lo cual era absurdo, teniendo en cuenta los azares que había podido encontrar él en su camino. Un romántico insensato podía sobornar de algún modo a sus criados para hacerle llegar sus cartas, podía prometer imposibles citas, pero un príncipe de Brennin, el heredero desde el exilio de su hermano, no se jugaría la vida en una locura semejante, y además por una mujer a la que nunca había visto.
Entristecida, y enfadada consigo misma por estarlo, salvó los últimos pasos que la separaban del árbol y se quedó de pie bajo las doradas ramas del lyren. Sus largos dedos, tersos por fin tras años de travesuras, se adelantaron para acariciar la corteza del tronco.
—Si no llevaras falda, podrías venir a reunirte conmigo aquí arriba, aunque no puedo imaginarme que una princesa pueda subirse a los árboles. ¿He de bajar yo?
La voz se oía exactamente por encima de ella. Hizo un ligero movimiento pero no quiso mirar hacia arriba.
—He subido a todos los árboles que se pueden escalar en estos jardines —dijo por fin, mientras su corazón se aceleraba—, incluido éste. Y a menudo con faldas. No me importa hacerlo ahora. Si eres Diarmuid de Brennin, baja.
—¿Y si no lo soy? —El tono, para ser de un supuesto enamorado, era demasiado burlón, pensó ella, y no contestó. Se oyó un murmullo de hojas arriba y luego un salto a su lado.
Y entonces dos manos cogieron las suyas con excesiva confianza y las llevaron no a la frente sino a los labios. Lo cual estuvo muy bien, aunque bien hubiera podido caer de rodillas. Lo que ya no estuvo tan bien fue que él dio la vuelta a sus manos y le besó la palma y las muñecas.
Ella retiró sus manos, horriblemente consciente de los latidos de su corazón. Todavía no había podido verlo con claridad.
Como si leyera su pensamiento, él salió de las sombras hacia donde la luz de la luna pudiera iluminar sus brillantes y despeinados cabellos. Y entonces se puso de rodillas, dejando que la luz cayera sobre su cara como una bendición.
Y ella por fin pudo verlo. Los ojos, grandes y profundos, eran de color azul debajo de sus largas y casi femeninas pestañas. La boca también era grande, quizá demasiado, y no había en ella suavidad alguna, como tampoco la había en las líneas de su mandíbula afeitada.
Sonreía y no de forma burlona. Y ella se dio cuenta de que, arrodillado como estaba, también podía verla a ella con claridad a la luz de la luna.
—Bien… —empezó a decir.
—Locos —la interrumpió Diarmuid dan Ailell—. Todos me dijeron que eras bella. Me lo dijeron de dieciséis maneras distintas.
—¿Y? —musitó ella, y su voz era como un látigo.
—Y, por los ojos de Lisen, en verdad lo eres. Pero nadie me dijo que eras inteligente.
Pero yo lo debía haber imaginado. La heredera de Shalhassan a la fuerza tiene que ser sutil.
No se esperaba nada parecido. Jamás le habían dicho algo semejante. En contraste, pensó por un momento en todos los Venassars a quienes había manejado sin ningún esfuerzo.
—Perdóname —dijo aquel hombre, levantándose y quedándose muy cerca de ella—, no lo sabía. Esperaba tener que vérmelas con una mujer muy joven y no lo eres, por lo menos en el sentido que importa. ¿Caminamos un poco? ¿Me enseñas tus jardines?